Reproducción de la columna ‘Las Palabras’ publicada en la edición 2229 de la revista ‘Caretas’.
La historia y el destino
CUANDO uno lee o escucha buena parte de los comentarios que se han hecho en estos días sobre los eventos en el VRAEy Kiteni, da la impresión de asistir a una convención de amnésicos que
reaprenden sus olvidos.
Como escenario de guerra, el VRAE está impregnado de historia; de 30 años de conflicto marcado no solamente por el derramamiento de sangre que casi no dejó familia sin herir, sino por cambios dramáticos de suerte, por pasiones febriles, traiciones y repudios, arrepentimientos y penitencias que fusionan la historia con el psicodrama.
Esta semana volví a escuchar las entrevistas que, en momentos diferentes, han dado los hermanos Quispe Palomino que actúan en el VRAE: Víctor, Jorge y Marco. Entre ellos, Víctor Quispe, el principal dirigente del SL-VRAE, parece el más serio y, a la vez, el más duro y astuto de los tres.
¿Cuál es su principal ventaja? Treinta años seguidos de guerra sin, me parece, olvidar ninguno de sus días. A la vez, el haber desarrollado una capacidad de cambio adaptativo que es inusual entre fanáticos.
Los Quispe Palomino tuvieron un destino marcado desde la niñez por su padre, el profesor Martín Quispe, de Umaro, Ayacucho.
Junto con el padre (que encontraría una muerte brutal en la selva, no lejos de Satipo, en los noventa), Jorge y Víctor Quispe Palomino participaron en algunas de las acciones más crueles de la insurrección senderista desde los inicios de ésta. Formaron parte, según reconocen, de los asesinos en la masacre de Lucanamarca y en varias otras acciones letales, de represalia o terror, en 1983 y 1984, cuando el número de víctimas mortales alcanzó los picos más altos de la guerra.
Ahí, en la sierra, los Quispe Palomino sufrieron las primeras de lo que iba a ser muchas derrotas en los años siguientes. Duramente golpeado en los Andes, pero cada vez más encendidamente fanático, Sendero descendió como una marea asesina sobre el VRAE.
Su avance en el VRAE, desde fines de 1983 y comienzos de 1984, acentuó la brutalidad de la guerra andina, debido a que en la selva había habido menos trabajo político: Cortaron camino mediante el adoctrinamiento intenso, control total, purgas letales en cada distrito, fanatismo tanático de los cuadros, dispuestos sobre todo a matar pero también a morir, junto con represalias abrumadoras a las comunidades renuentes o resistentes.
En 1984, los pueblos de Pichiwillca primero y luego Palmapampa, se rebelaron contra Sendero y casi todos, incluidos los jefes militares cercanos, les predijeron un destino como el de Lucanamarca. Pero no fue así. Con una organización entre militar y democrática, las milicias antisenderistas (prontamente conocidas como Decas), produjeron dirigentes con notable talento militar natural, como Antonio Cárdenas, presidente del Decas de Pichiwillca a los 18 años, y de todo el Valle después.
LUEGO de 8 años y cientos de escaramuzas y batallas, que causaron alrededor de 8 mil muertos, de una población en el VRAE calculada entonces en 150 mil personas, los Decas expulsaron a Sendero de todo el Valle y buena parte de las sierras circundantes y lo empujaron hasta Vizcatán. Ambos lados lucharon con amarga tenacidad en combates que definieron la historia, las leyendas y los mitos del Valle.
Fue un caso poco común en Latinoamérica. Es considerado ahora como el caso quizá más completo de lo que hoy se llama “contrainsurgencia desde abajo”. (Hay un libro: “Counterinsurgency from Below”, que ilustra el caso. Uno de sus autores, Mario Fumerton, hizo su tesis doctoral sobre los Decas en la universidad de Utrecht).
Los Decas del Apurímac y el Mantaro lucharon con estilo diferente al de la Fuerza Armada. Mucho más ligeros de equipaje y con menor potencia de fuego, pelearon como cazadores, moviéndose con gran sigilo fuera de las trochas, disparando solo a blancos seguros. Sus perros chuscos, entrenados en el monte a detectar senderistas, los acompañaron en patrullas y vigilancias.
¿Qué permitió a estos agricultores pobres abandonar sus chacras veces por varias semanas de campaña? La coca.
Antes que Sendero invadiera el VRAE, la coca había crecido explosivamente, de alrededor de 500 hectáreas a comienzos de 1980 a más de 17 mil hacia 1994. En 1995, en Palmapampa, el rondero Decas Demetrio Quispe, entonces de 63 años, me dijo: “tenemos que agradecerle a la coca que nos permitió derrotar a los terroristas.” “No podemos negar”, me dijo entonces Antonio Cárdenas, “que la coca sostuvo la economía de pacificación… la coca dio los fondos para la guerra”.
Muy poco había quedado del dinero de la coca entonces. “Cuando me preguntan” dijo Antonio Cárdenas, “¿por qué no ahorraste en los tiempos de bonanza? Yo respondo que la pacificación fue nuestro ahorro… nuestra gente no es pobre porque hayan sido zonzos sino por la guerra”.
Ese día, hace 17 años en Palmapampa, cuando la interdicción aérea había colapsado los precios de la coca, los cocales abandonados morían solos, y el VRAE empezaba a despoblarse, don Demetrio Quispe describió así el proceso: “Nuestro Padre Celestial entenderá cuánto hemos sufrido en esta sucia guerra… ¿la plata?… los traficantes llegaron y se fueron y nada, casi nada, quedó aquí”.
Esos estoicos guerreros persiguieron a Sendero hasta Vizcatán y luego regresaron a sus casas. Algunos las encontraron. Otros no. Todos enfrentaron luego la pobreza y el olvido.
En Vizcatán y San Martín de Pangoa, los Quispe Palomino se encontraron, después de 15 años de guerra sin pausa, derrotados, huérfanos de padre y huérfanos de su profeta. Además, según dicen, su jefe Feliciano, había terminado de convertirse en un tirano sanguinario, que asesinaba a los suyos con la misma indiferencia que a los ‘enemigos’.
Luego, uno de ellos, Jorge Quispe Palomino, fue arrestado por el SIN. Habían tocado fondo, y solo parecía quedar la alternativa del hambre y la muerte de un lado, o la rendición del otro.
El proceso que se inició entonces, fue inesperado y sorprendente: Jorge Quispe Palomino ayudó al SIN a capturar a Feliciano. El gobierno los liberó de un tirano al que odiaban y temían. Luego, la emboscada en Anapatí, capturaron valioso armamento y tiempo para reorganizarse; además, repudiaron su vida anterior, repudiaron a ‘Feliciano’ y, en un proceso de catarsis gradual, criticaron primero y, paso a paso, terminaron repudiando también a su profeta, a Abimael Guzmán, antaño su ‘presidente Gonzalo’, por quien tantos, incluido su padre, habían muerto y por quien a tantos habían matado.
MÁS importante fue lo que pasó después, en los primeros años de este siglo: las patrullas de senderistas, ahora bien armados, alimentados y uniformados, empezaron a marchar cautelosamente en territorio Decas. Las viejas y debilitadas milicias sacaron sus armas oxidadas y corrieron a parapetarse. Pero, caserío tras caserío, los senderistas repitieron el mismo mensaje: venían a pedir perdón por haberlos atacado en el pasado y prometían que jamás lo volverían a hacer. Pagaban, además, por lo que compraban.
Buscaron incluso a Antonio Cárdenas por radio, para hacer las paces. “Gallina que come huevo, aunque le quemen el pico” dijo Cárdenas, y no aceptó. Pero muchos sí.
Porque además, la coca entraba en otro boom, y Sendero ofrecía proteger a los jóvenes mochileros, algunos de los cuales eran hijos de los antiguos Decas.
Esa es, encapsulada, la historia que llega hasta hoy. Queda claro que los Quispe Palomino son gente hábil, que supo revertir una derrota y tornarla en oportunidad. Tienen presente la historia en cada acción que hacen, porque han vivido mucho más en la adversidad y la derrota que en el crecimiento.
El peor error que se puede tener es menospreciarlos. Para vencerlos bien se necesitan recursos, es cierto, pero sobre todo del tipo que no precisa licitaciones. Se necesita neuronas. Muchas neuronas. Y se necesita, para no hablar de huevos y ovarios, gente con ánimo parejo y corazón templado.
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27 abr 2012
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