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15 ago 2012

LA IMPUNIDAD DE AYER Y DE HOY

La impunidad de hoy y de ayer: una sola


Manifestaciones contra la impunidad. (Foto: Michilerio-largotiempo)
El último sábado, el New York Times publicó un artículo sobre el Perú. No fue sobre su espectacular gastronomía, ni sobre las maravillas que el Perú ofrece como destino turístico; tampoco sobre el
tan celebrado crecimiento económico de los últimos años. Trató de algo más siniestro, más macabro. Comienza así:
César Medina, joven de 16 años, regresaba a su casa de una cabina de internet, según su madre, cuando se encontró en medio de un grupo de manifestantes. De pronto los policías y soldados abrieron fuego. Una bala le entró en la cabeza, matándolo instantáneamente.
El joven fue uno de cinco civiles asesinados durante este mes de violentos episodios relacionados con el proyecto minero más grande del Perú. Mientras las autoridades no han revelado quiénes son los responsables de disparar las balas fatales, los periodistas locales afirman que fueron las fuerzas de seguridad.
Las muertes de civiles son inquietantemente frecuentes cuando los manifestantes en las provincias del Perú confrontan a la Policía, cuyo estándar para controlar a las multitudes parece ser la utilización de armas de fuego, típicamente rifles de asalto Kalasnikov o Galil.
El artículo sustenta esa afirmación tajante con datos crudos. Desde el 2006, afirma, balas provenientes de las fuerzas de seguridad peruanas han matado por lo menos a 80 personas y herido a más de 800. Compara esas estadísticas con las de otros países de la región, donde a pesar de haber también conflictividad social no se registran tantos casos de asesinatos por policías. En Bolivia, por ejemplo, desde el 2006 ha habido solo 28 muertos en conflictos sociales; en Colombia, 6.
Como señala la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos en su importante informe anual, “¡Ni un muerto más! Un año del gobierno de Ollanta Humala”, es más que evidente que desde el Estado peruano no se está haciendo lo suficiente para evitar que los conflictos sociales —que son 245 a lo largo y ancho del país actualmente— se desbordan y llegan a estos extremos en los que la Policía siente la necesidad de utilizar la violencia. Se puede hacer mucho más para potenciar la resolución de conflictos vía el diálogo y el mutuo acuerdo, pero eso requiere un trabajo fino, paciente, de hormiga, y, sobre todo, voluntad política.
Sin embargo, si nos remitimos a la actuación de la Policía hace pocos días contra el presidente de Tierra y Libertad, Marco Arana, quien fue brutalmente interrumpido por 30 ó 40 policías que lo golpearon y maltrataron (lo que ha sido capturado en un video) mientras conversaba sentado en la Plaza de Cajamarca, entendemos que la brutalidad policial no se da solo en el marco de las manifestaciones sociales, sino que parecería más bien una práctica institucional arraigada que urge extirpar.
El artículo del New York Times continúa anotando que ni un solo policía ha sido investigado por el asesinato de manifestantes en el Perú. Tampoco han recibido compensación alguna las personas heridas por la violencia desplegada por las fuerzas del orden. En este punto quisiera detenerme. El tema siempre regresa a eso: la impunidad.
Anoche, 18 de julio, varias personas nos reunimos para conmemorar los 20 años del caso La Cantuta, un evento conmovedor e inspirador para continuar la lucha por la verdad y la justicia a favor de las víctimas de las violaciones de derechos humanos. Desde los primeros días después de los secuestros, cuando los familiares de los nueve estudiantes y el profesor —secuestrados, torturados y vilmente asesinados por el Grupo Colina— interpusieron los primeros hábeas corpus, han seguido firmes en la lucha contra la impunidad, con logros importantísimos que anoche celebramos: muy especialmente, la sentencia condenatoria contra el ex presidente Alberto Fujimori a 25 años por éste y otros crímenes de lesa humanidad.
Curiosamente, el mismo día del aniversario del caso La Cantuta, el New York Times publicó otro artículo, un editorial de Jim Goldston, de Open Society Justice Initiative, quien resaltaba la importancia de la primera sentencia de la Corte Penal Internacional contra Thomas Lubanga, comandante rebelde de la República Democrática de Congo que obligaba a miles de niños a entrar en el combate. Pero, dijo Goldston, la justicia global tiene que ser complementaria a la justicia en las jurisdicciones domésticas. Es fundamental, dijo, que los tribunales nacionales sean capaces de hacer justicia frente a graves crímenes contra los derechos humanos. El primer país que menciona como ejemplo de haber demostrado que eso es posible fue el Perú, por el caso Fujimori. Estoy segura de que el señor Goldston no se dio cuenta de que su reconocimiento al Perú coincidió con el vigésimo aniversario de la desaparición forzada y el cruel asesinato de los nueve estudiantes y el profesor de La Cantuta. Importante reconocerlo, pues los familiares de este jugaron un papel fundamental para que Fujimori fuese extraditado, procesado y finalmente sentenciado como responsable de crímenes de lesa humanidad.
Sin embargo, también es importante recordar que hay cientos de otros casos que siguen en la impunidad absoluta. En vez de estar facilitando a las víctimas el acceso a la justicia y la reparación, todo el sistema político y judicial parece estar empeñado en entorpecer los procesos penales por estos casos de graves violaciones de derechos humanos.
Se puede hacer mucho más para potenciar la resolución de conflictos vía el diálogo y el mutuo acuerdo, pero eso requiere un trabajo fino, paciente, de hormiga, y, sobre todo, voluntad política.
El sistema especializado para investigar y procesar estos casos está al borde del colapso. Muy pocos casos han llegado a judicializarse; aun menos casos tienen sentencia. De los primeros, en muchos las sentencias son absolutorias, para lo que se han utilizado criterios que se alejan del Derecho Internacional y de la misma jurisprudencia de las cortes peruanas en casos tan trascendentales como el de Fujimori. En vez de un sistema de justicia que abre paso a la verdad y la verdadera reconciliación entre peruanos, podemos encontrarnos, hoy en día, frente a un nuevo mecanismo de impunidad.
Hay mucha indiferencia sobre el tema. Los familiares de las víctimas de estos casos, así como sus abogados defensores y los organismos que con mucho esfuerzo y empeño los acompañan, están en la orfandad más absoluta. Hay sentencias de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que no se cumplen: sentencias que ordenan al Estado peruano procesar y sancionar a los responsables de casos emblemáticos de graves violaciones de derechos humanos —como el asesinato del dirigente minero Saúl Cantoral y de Consuelo García por el Comando Rodrigo Franco, o el del ex secretario general de la CGTP, Pedro Huillca, por la dictadura fujimorista— que siguen sin mayor progreso en el sistema judicial peruano.
Algunos afirman que con el juicio a Fujimori se logró lo principal. Que no es posible procesar a todos los responsables de las graves violaciones de derechos humanos ocurridas durante el conflicto armado interno. Que los procesos penales son muy costosos y lentos, que hay otras prioridades y otros temas en la agenda. Ojo: no estoy hablando de los voceros de la DBA,a quienes nunca les importaron los derechos humanos, sino de personas que se sienten identificadas con el movimiento de derechos humanos. Me parece que la tendencia a compartimentalizar los derechos entre “los derechos del pasado” y los “derechos del presente” termina por fragmentar la lucha por el respeto absoluto de todos los derechos humanos de todos los peruanos y nos lleva a una falsa dicotomía que amenaza con socavar los mismos principios que son la base del movimiento de derechos humanos en el Perú y en el mundo, tal y como se establece en la Declaración de Viena: “Los derechos humanos son universales, indivisibles e interdependientes”.
Esto nos lleva al segundo punto: existe un hilo directo entre la impunidad para estos crímenes del pasado —entre comillas— y la impunidad para los asesinos de César Medina, el joven de 16 años cuya vida fue brutalmente cortada por una bala disparada por las fuerzas de seguridad en Cajamarca. Si el Poder Judicial no funciona para los casos del “pasado”, ¿por qué hay que suponer que va a funcionar para los de hoy día? Si, con desidia e indiferencia, no quieren reconocer los derechos de las víctimas de los crímenes “del pasado”, ¿por qué han de reconocer los derechos de las víctimas de los crímenes del presente?
El problema sigue siendo el mismo: el Estado mira con indiferencia a las grandes mayorías del país. La inclusión social no es solo entregar migajas de pan y vasos de leche: es reconocer los derechos de los ciudadanos. Es reconocer a todos los peruanos y peruanas como ciudadanos plenos. No hay que mirar más allá del video que alguien tomó durante las protestas en Cajamarca hace pocos días para entenderlo. Allí, en medio de la represión policial de una protesta social, una mujer pregunta desesperadamente a un policía: “¿Por qué nos tratan así?”. El policía, con una mirada no solo de indiferencia sino tal vez de rencor, contesta a gritos: “Porque son perros, ¡conchasumadre!”. Se resume así, en un video de 7 segundos, el eje del problema de la relación entre el Estado y la sociedad peruanos: el Estado ve a los habitantes del territorio nacional no como ciudadanos —el fin supremo de la sociedad según la Constitución—, sino como a animales que hay que controlar y, si tal cosa no es posible, a quienes hay que matar.
El Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación —ese documento tan poco apreciado, tan atacado, tan abandonado— hizo un llamado urgente a la elaboración de un nuevo acuerdo entre el Estado y la sociedad por el que se fortalezcan las instituciones democráticas y, sobre esa base, se construya la ciudadanía plena que garantice la justicia social. Una refundación de la República.
Ollanta Humala, elegido por el pueblo con su promesa de la Gran Transformación, prometió responder a ese llamado para democratizar el Estado y las relaciones entre el Estado y la sociedad. Estamos muy lejos de eso, ya lo sabemos. Somos todos perros, más bien. Claro, con la excepción de unos cuantos.

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