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11 dic 2012

LOS CAPOS DE LA PARADA (IDEELE)

Los destronados de La Parada

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CEPES
Disturbios en las inmediaciones de La Parada, en La Victoria (Foto: Andina).
El tema del traslado del comercio mayorista de La Parada a Santa Anita puede ser abordado desde un punto de vista económico (competitividad y eficiencia), jurídico y social, pero tan o más importante que ello es analizar lo ocurrido bajo la óptica de las relaciones de poder existentes en el lugar: inevitablemente, algunos han perdido la capacidad para imponer su
voluntad en el comercio mayorista de alimentos de la capital. Pero ¿quiénes eran éstos?, ¿dónde radicaba su poder?
La Parada era el mercado mayorista más importante del Perú, y su origen se remonta a la década de 1940. Desde el gobierno de Juan Velasco Alvarado (que se inició en 1968) comenzó a ser denominado Mercado Mayorista N.º 1. Entre verduras y tubérculos, abastecía a casi un tercio de la población de Lima.
Alrededor de La Parada se agrupaban productores, mayoristas y minoristas. Grosso modo, el papel de los primeros se limitaba a dejar en consignación sus productos para que los mayoristas se los vendieran a los minoristas.
Hablar de libre competencia en ese mercado es ingenuo: una serie de informaciones recabadas por medios de comunicación y representantes del Estado indican que, allí, un reducido grupo de mayoristas disfrutaban mensualmente de cuantiosos ingresos, cuando, teóricamente, un mercado competitivo no debería registrar ganancias extraordinarias entre sus agentes1.
Cuantiosas ganancias mensuales concentradas en una élite de mayoristas, que no guardan relación con su mayor competitividad o eficiencia sino que son en realidad un reflejo del desequilibrio de poder entre los agentes de ese mercado, incluso entre los propios mayoristas.
En La Parada, los agentes con mayor poder, popularmente conocidos como “reyes”, eran por lo general aquéllos que tenían ya una permanencia prolongada (más de una generación) en el lugar, y que con el paso del tiempo habían logrado concentrar alrededor de sí las posibilidades reales de hacer negocio en el mercado.
Buena parte de ellos reivindicaban la “apropiación” del espacio público y tenían la capacidad de sostener plenamente una cultura de la informalidad, en un escenario nominalmente gobernado por la Municipalidad Metropolitana de Lima (EMMSA) y supervisado por los ministerios de Agricultura, Trabajo y Salud, además del Indecopi y la Sunat2.
A ojos de la nación, todos los “reyes” de La Parada eran mayoristas, pero un aspecto menos conocido era su participación (también) como intermediarios: básicamente, eran ellos los que recibían la carga de los productores y se encargaban de abastecer a mayoristas de menor nivel, a cambio de una comisión por el volumen vendido. Esta posibilidad de intermediar entre productores y la generalidad de mayoristas les aseguraba una importante cuota de poder, además de ingresos significativos que se sumaban a los que obtenían por la venta directa a los minoristas.
Hablar de libre competencia en ese mercado es ingenuo: un reducido grupo de mayoristas disfrutaban mensualmente de cuantiosos ingresos, cuando, teóricamente, un mercado competitivo no debería registrar ganancias extraordinarias entre sus agentes.
Otro cimiento del poder de los “reyes” de La Parada era su capacidad de actuar como prestamistas, en particular de los productores agrarios. La escasez de capital que suele afectar al productor, sumada a un conjunto de obstáculos para que acceda a un crédito formal, fue explotada por esa élite de mayoristas para reforzar, a través de los préstamos, su poder como únicos compradores (oligopsonio) y, de paso, transferir al productor parte de los costos de comercialización originados por la ineficiencia que existía en el mercado de La Parada.
Como para cerrar el círculo de poder alrededor de la élite de La Parada, una serie de personas jurídicas creadas a la medida del mercado (sindicatos, gremios, etcétera) impedían el ingreso de nuevos agentes, a no ser que guardaran algún nivel de relación familiar o de confianza con ellos.
Todas estas dinámicas no deben repetirse en el nuevo mercado de Santa Anita. Teóricamente, ningún agente económico debería tener la capacidad de imponer su voluntad en el comercio mayorista de alimentos de la capital. Es también de esperar que los comerciantes allí asentados obtengan importantes ingresos, pero no en una dimensión que contradiga las características de un mercado competitivo.
Por ahora, en el nuevo mercado las autoridades metropolitanas han anunciado un paquete de medidas tendientes a garantizar la eficiencia y competitividad del servicio; pero tan importante como estos objetivos es evitar la gestación de una nueva estirpe de “reyes”, esta vez de Santa Anita.

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