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UNA NOCHE DE SEXO EN LA HABANA CUBA
En mi primer sábado de mi tercer viaje a La Habana, mi
amiga C. me propuso ir a una fiesta de gais y lesbianas. Ya había ido a
alguna otra y me daba un poco de pereza la perspectiva de gente super
jovencita y música comercial en plan David Guetta, pero la
entrada sólo
costaba un dólar y me prometieron que sonarían ritmos variados. Me puse
un vestido corto, tacones y me maquillé, como ritual para esa primera
noche en La Habana. Llegamos, conversamos con unas jovencitas mulatas
que vestían trajes masculinos, bailamos, observamos a los muchachos gais
(mayoría abrumadora, para variar) disfrutando sin miedo a toparse con
miradas homófobas.
Cuando fuimos a repostar a la barra, una chica empezó a mirarme y
ponerme morritos con descaro. Yo me quedé desconcertada y miré para otro
lado sonrojada. La chica era muy linda, mulata menudita, con una larga
cabellera lacia que llevaba rapada por un lado y un minivestido negro
con lentejuelas con el que exhibía varios tatuajes a los brazos y en la
espalda. Una femme cubana, vaya. Me pidió un cigarro, me dijo que se
llamaba Gioggia porque había nacido en Italia, y me invitó a bailar.
Salimos a la pista y la tía se puso a perrearme de una forma de lo más
escandalosa. Yo me moría de la vergüenza porque de repente todas las
chicas nos miraban, pero bueno, me pareció una nueva experiencia e
intenté aguantar el tipo, un poco perdida por salirme del rol habitual
de perreadora.
Me presentó a un hombre como su padrino. El padrino o la madrina es
una figura central en la religión yoruba (que conocemos como
‘santería’), una especie de tutor o tutora espiritual. Al tipo, de unos
treinta años, fortachón, muy serio y con pretensiones de parecer muy
macho, se le notaba incómodo en ese sarao. Gioggia seguía actuando con
esa hiperfeminidad impostada, preguntándome todo el rato si yo le
gustaba y diciéndome lo linda que le parecía y lo bien que bailaba. En
Cuba a las mujeres hiperfemeninas se las dice “putas”, sin carga
despectiva, sino como adjetivo para describir a una chica provocativa.
Yo iba más de puta que de ‘varoncito’, pero me dije que era simplista
descartar que a una puta le pudiera gustar otra puta. Pero bueno, seguí
escéptica.
Me preguntó si quería pasar la noche con ella y le dije que no. Me
propuso ir a otra fiesta similar al día siguiente, en el Hechevarría
(local LGTB de moda), y le dije que me lo pensaría. A todo esto, en un
momento dado me pidió dos dólares para que sacase dos cubatas. Yo andaba
fatal de pasta porque había cambiado poco dinero y lo que me quedaba lo
necesitaba para el taxi. Ella dijo que no había problema y sacó un
cubata para las dos que pagó su padrino, pero después volvió en tono
exigente a pedirme lo que tuviera para poder sacar otra copa
C. andaba enredando, poniéndonos a bailar, diciendo a Gioggia que me
diera un beso… Le dije que la chica me parecía linda pero que no me
gustaba su actitud, que no me cuadraba. En un momento, fui al baño, y
cuando regresé, Gioggia se alejó con alguna excusa. Mi amiga me dijo:
“Le he dicho cuál es su plan y me ha dicho que se va contigo por 40
dólares”. Yo me quedé estupefacta. “Dice que es lesbiana pero que hace
esto para ganarse la vida”. Le dije que me parecía respetable pero que
ni de coña. Desde ese momento Gioggia desapareció del mapa y cuando
reaparecía me ignoraba. Su padrino (ejerciendo ya abiertamente de chulo)
nos echó de la barra, que según él era un lugar reservado, imagino que
según él para Gioggia y sus clientas potenciales. Un rato después,
cuando yo estaba bailando con una butch menudita de estilo gangster que
me llegaba por el hombro, Gioggia le dijo a C. que bajaba el precio a 20
dólares.
Visto en perspectiva, se veía a leguas que era una trabajadora del
sexo, pero yo no tenía ni idea de que existía esa modalidad de
prostitución. Yo creía que ella me estaba ‘jineteando’, que se pegaba a
mí esperando copas gratis, tal vez algún regalo, un poco de lujo… Pero
no concebía que pusiera tarifa. Al contarlo así a un amigo, me replicó:
“Ya ves, en Cuba están desarrollados todos los nichos de mercado
imaginables”. Me dijo también que las fiestas de gais y lesbianas en La
Habana son escenario habitual de prostitución, en el que también los
cubanos son jineteados. Que un día fue a una y un chico le preguntó:
“¿Qué haces aquí? ¿Andas buscando o luchando?”. Él le dijo que no
entendía. “Ah, que no entiendes”, contestó el otro pensando que se
estaba declarando hetero. “No, no, claro que entiendo, pero no comprendo
qué quieres decir con eso”. “Aquí hay dos tipos de personas, las que
vienen a buscar y las que vienen a luchar. Yo por ejemplo vengo a
luchar”. Ok, mi amigo comprendió y se despidió educadamente.
El caso es que nosotras también nos marchamos, ya cansadas de
bailotear desde el Gangnam Style hasta el Kimba pa’ que suene (éxito
reguetonero), y yo obsesionada con escribir este post, que resultó no
terminar ahí. De camino al taxi, sentimos unos pasos detrás. Miré y nos
seguía un hombre de aspecto rudo con una mujer masculina que vestía
completamente de blanco (lo cuál a menudo indica que está pasando por el
rito yoruba de recibir santo, que implica vestir solo de blanco durante
un año) y lucía un medallón de oro en el cuello. Me dijo algo como “No
te asustes, que no mordemos” y nos pusimos a charlar.
Salió el tema de la situación con Gioggia y yo repetí de broma lo que
me habían dicho otros amigos: que yo no pago, que en todo caso cobro.
La chica, que tenía uno de estos nombres imposibles de inspiración rusa
que no recuerdo, 35 años y un hijo de 20, empezó a cortejarme con ese
estilo de butch dandy (que imagino que tendrá un nombre en el argot
lésbico latino): que me había seguido hipnotizada por mis piernas y que a
ella no le interesaba mi dinero, es más, que si me iba con ella yo
tendría todos los gastos pagados. Le dije que me iba a casa, nos giramos
para parar un taxi, y ella se empeñó en pagarlo. Un taxi cuesta cinco
dólares, que es un tercio del salario mensual medio cubano. Para
demostrarme que tenía dinero y que con ella viviría como una reina,
mostró su cartera, llena de billetes en divisas. Le dije que muchas
gracias, pero que esa no era la cuestión, que no aceptaba la invitación
al taxi y que tal vez nos viéramos al día siguiente en el Hechevarría.
Me pidió por la ventanilla un beso en la mejilla “aunque sea” y el taxi
arrancó.
Pero la noche y el post no terminan ahí. En el taxi fuimos hablando
de lo loco que había sido todo, que la una me quisiera cobrar y la otra
estuviera dispuesta a pagar. El taxista, trigueño de mediana edad de
aspecto anodino, seguía la conversación y metía baza. Cuando llegamos a
la casa, le dije al taxista que yo tenía el dinero arriba, que me
esperase un momentito y le pagaba. Cuando bajé y le pagué, se dio el
siguiente diálogo:
Taxista (léase con acento cubano): ¿Y entonces?
June (léase con acento vasco cortante): ¿Y entonces qué?
Taxista: Que si nos vamos por ahí a pasar un rato juntos.
June (ojiplática): No. Soy lesbiana.
Taxista: Pero a mí eso no me importa
June: Pero a mí sí porque no me gustan los hombres
Taxi: Ah, bueno.
C. me contó que mientras iba a por el dinero, el taxista le había
dicho: “Óyeme, no te pongas brava, pero tu amiga está muy buena, y yo
podría no cobraros el trayecto si se viene un rato conmigo”.
No hay moraleja, pero sí posdata: las tres mujeres con las que charlé
un rato (la puta, la dandy y una amiga de C.) habían sido madres de
adolescentes. Estoy segura de que si hubiera hecho un sondeo para
averiguar cuántas de esas chavalitas lesbianas ’repas’ (‘repa’ es un
apelativo equivalente a barriobajera, que viene de ‘repartera’, es
decir, persona que vive en los repartos, barrios humildes del
extrarradio habanera) eran madres, el resultado hubiera sido abrumador.
Me parece interesantísimo indagar en esas vidas, en las discriminaciones
que han enfrentado y las estrategias y resistencias que han
desarrollado. Pero esta vez estoy de vacaciones.
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