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28 ene 2013

UNA NOCHE DE SEXO EN LA HABANA CUBA

Una noche en La Habana, mucha oferta de sexo


En mi primer sábado de mi tercer viaje a La Habana, mi amiga C. me propuso ir a una fiesta de gais y lesbianas. Ya había ido a alguna otra y me daba un poco de pereza la perspectiva de gente super jovencita y música comercial en plan David Guetta, pero la
entrada sólo costaba un dólar y me prometieron que sonarían ritmos variados. Me puse un vestido corto, tacones y me maquillé, como ritual para esa primera noche en La Habana. Llegamos, conversamos con unas jovencitas mulatas que vestían trajes masculinos, bailamos, observamos a los muchachos gais (mayoría abrumadora, para variar) disfrutando sin miedo a toparse con miradas homófobas.
Cuando fuimos a repostar a la barra, una chica empezó a mirarme y ponerme morritos con descaro. Yo me quedé desconcertada y miré para otro lado sonrojada. La chica era muy linda, mulata menudita, con una larga cabellera lacia que llevaba rapada por un lado y un minivestido negro con lentejuelas con el que exhibía varios tatuajes a los brazos y en la espalda. Una femme cubana, vaya. Me pidió un cigarro, me dijo que se llamaba Gioggia porque había nacido en Italia, y me invitó a bailar. Salimos a la pista y la tía se puso a perrearme de una forma de lo más escandalosa. Yo me moría de la vergüenza porque de repente todas las chicas nos miraban, pero bueno, me pareció una nueva experiencia e intenté aguantar el tipo, un poco perdida por salirme del rol habitual de perreadora.
Me presentó a un hombre como su padrino. El padrino o la madrina es una figura central en la religión yoruba (que conocemos como ‘santería’), una especie de tutor o tutora espiritual. Al tipo, de unos treinta años, fortachón, muy serio y con pretensiones de parecer muy macho, se le notaba incómodo en ese sarao. Gioggia seguía actuando con esa hiperfeminidad impostada, preguntándome todo el rato si yo le gustaba y diciéndome lo linda que le parecía y lo bien que bailaba. En Cuba a las mujeres hiperfemeninas se las dice “putas”, sin carga despectiva, sino como adjetivo para describir a una chica provocativa. Yo iba más de puta que de ‘varoncito’, pero me dije que era simplista descartar que a una puta le pudiera gustar otra puta. Pero bueno, seguí escéptica.
Me preguntó si quería pasar la noche con ella y le dije que no. Me propuso ir a otra fiesta similar al día siguiente, en el Hechevarría (local LGTB de moda), y le dije que me lo pensaría. A todo esto, en un momento dado me pidió dos dólares para que sacase dos cubatas. Yo andaba fatal de pasta porque había cambiado poco dinero y lo que me quedaba lo necesitaba para el taxi. Ella dijo que no había problema y sacó un cubata para las dos que pagó su padrino, pero después volvió en tono exigente a pedirme lo que tuviera para poder sacar otra copa
C. andaba enredando, poniéndonos a bailar, diciendo a Gioggia que me diera un beso… Le dije que la chica me parecía linda pero que no me gustaba su actitud, que no me cuadraba. En un momento, fui al baño, y cuando regresé, Gioggia se alejó con alguna excusa. Mi amiga me dijo: “Le he dicho cuál es su plan y me ha dicho que se va contigo por 40 dólares”. Yo me quedé estupefacta. “Dice que es lesbiana pero que hace esto para ganarse la vida”. Le dije que me parecía respetable pero que ni de coña. Desde ese momento Gioggia desapareció del mapa y cuando reaparecía me ignoraba. Su padrino (ejerciendo ya abiertamente de chulo) nos echó de la barra, que según él era un lugar reservado, imagino que según él para Gioggia y sus clientas potenciales. Un rato después, cuando yo estaba bailando con una butch menudita de estilo gangster que me llegaba por el hombro, Gioggia le dijo a C. que bajaba el precio a 20 dólares.
Visto en perspectiva, se veía a leguas que era una trabajadora del sexo, pero yo no tenía ni idea de que existía esa modalidad de prostitución. Yo creía que ella me estaba ‘jineteando’, que se pegaba a mí esperando copas gratis, tal vez algún regalo, un poco de lujo… Pero no concebía que pusiera tarifa. Al contarlo así a un amigo, me replicó: “Ya ves, en Cuba están desarrollados todos los nichos de mercado imaginables”. Me dijo también que las fiestas de gais y lesbianas en La Habana son escenario habitual de prostitución, en el que también los cubanos son jineteados. Que un día fue a una y un chico le preguntó: “¿Qué haces aquí? ¿Andas buscando o luchando?”. Él le dijo que no entendía. “Ah, que no entiendes”, contestó el otro pensando que se estaba declarando hetero. “No, no, claro que entiendo, pero no comprendo qué quieres decir con eso”. “Aquí hay dos tipos de personas, las que vienen a buscar y las que vienen a luchar. Yo por ejemplo vengo a luchar”. Ok, mi amigo comprendió y se despidió educadamente.
El caso es que nosotras también nos marchamos, ya cansadas de bailotear desde el Gangnam Style hasta el Kimba pa’ que suene (éxito reguetonero), y yo obsesionada con escribir este post, que resultó no terminar ahí. De camino al taxi, sentimos unos pasos detrás. Miré y nos seguía un hombre de aspecto rudo con una mujer masculina que vestía completamente de blanco (lo cuál a menudo indica que está pasando por el rito yoruba de recibir santo, que implica vestir solo de blanco durante un año) y lucía un medallón de oro en el cuello. Me dijo algo como “No te asustes, que no mordemos” y nos pusimos a charlar.
Salió el tema de la situación con Gioggia y yo repetí de broma lo que me habían dicho otros amigos: que yo no pago, que en todo caso cobro. La chica, que tenía uno de estos nombres imposibles de inspiración rusa que no recuerdo, 35 años y un hijo de 20, empezó a cortejarme con ese estilo de butch dandy (que imagino que tendrá un nombre en el argot lésbico latino): que me había seguido hipnotizada por mis piernas y que a ella no le interesaba mi dinero, es más, que si me iba con ella yo tendría todos los gastos pagados. Le dije que me iba a casa, nos giramos para parar un taxi, y ella se empeñó en pagarlo. Un taxi cuesta cinco dólares, que es un tercio del salario mensual medio cubano. Para demostrarme que tenía dinero y que con ella viviría como una reina, mostró su cartera, llena de billetes en divisas. Le dije que muchas gracias, pero que esa no era la cuestión, que no aceptaba la invitación al taxi y que tal vez nos viéramos al día siguiente en el Hechevarría. Me pidió por la ventanilla un beso en la mejilla “aunque sea” y el taxi arrancó.
Pero la noche y el post no terminan ahí. En el taxi fuimos hablando de lo loco que había sido todo, que la una me quisiera cobrar y la otra estuviera dispuesta a pagar. El taxista, trigueño de mediana edad de aspecto anodino, seguía la conversación y metía baza. Cuando llegamos a la casa, le dije al taxista que yo tenía el dinero arriba, que me esperase un momentito y le pagaba. Cuando bajé y le pagué, se dio el siguiente diálogo:
Taxista (léase con acento cubano): ¿Y entonces?
June (léase con acento vasco cortante): ¿Y entonces qué?
Taxista: Que si nos vamos por ahí a pasar un rato juntos.
June (ojiplática): No. Soy lesbiana.
Taxista: Pero a mí eso no me importa
June: Pero a mí sí porque no me gustan los hombres
Taxi: Ah, bueno.
C. me contó que mientras iba a por el dinero, el taxista le había dicho: “Óyeme, no te pongas brava, pero tu amiga está muy buena, y yo podría no cobraros el trayecto si se viene un rato conmigo”.
No hay moraleja, pero sí posdata: las tres mujeres con las que charlé un rato (la puta, la dandy y una amiga de C.) habían sido madres de adolescentes. Estoy segura de que si hubiera hecho un sondeo para averiguar cuántas de esas chavalitas lesbianas ’repas’ (‘repa’ es un apelativo equivalente a barriobajera, que viene de ‘repartera’, es decir, persona que vive en los repartos, barrios humildes del extrarradio habanera) eran madres, el resultado hubiera sido abrumador. Me parece interesantísimo indagar en esas vidas, en las discriminaciones que han enfrentado y las estrategias y resistencias que han desarrollado. Pero esta vez estoy de vacaciones.

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