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29 abr 2013

FUSILAMIENTO EN CAJAMARCA BY GERMAN MERINO

German Merino Vigil

FUSILAMIENTO EN CAJAMARCA.
(Cajamarca, 1970)

Los policías y empleados de la prisión se despidieron del condenado, que estaba increíblemente sereno. Cuando lo ataron al poste del suplicio, empezó a repetir en voz alta: “van a matar a un inocente, que Dios los perdone”.
Su defensor, el entonces joven abogado Carlos Alarcón Gálvez, le estrechó la mano y le dijo “ha llegado tu hora, muere como hombre”. El reo respondió “que Dios le ayude, doctor”.
Fueron sus últimas palabras: a las 4:30 de la mañana del 10 de septiembre de 1970, en el patio de la cárcel de Chontapaccha, con los ojos vendados y un circulo de cartón pegado al pecho, Ubilberto
Vázquez Bautista recibió el fuego de doce fusiles Máuser Original Peruano modelo 1909, disparados por guardias republicanos enmascarados. Algunos fusiles estaban cargados con cartuchos de fogueo, pero una de las balas le alcanzó al corazón. No murió de inmediato, se derrumbó en el poste sin caer, sostenido por las cuerdas. El oficial que mandaba el pelotón demoró en acertar el tiro de gracia, porque las manos le temblaban. Después de la ejecución, el juez de turno Víctor Portilla sufrió un infarto cardiaco y fue necesario llamar a un segundo Juez, Alfonso Huanqui Alpaca, para que presidiera los ritos funerarios.
Previamente, la víctima había soportado el atroz ritual administrativo de la pena de muerte: frente al ataúd abierto que lo esperaba, le tomaron huellas digitales para su identificación, un médico legista comprobó su buen estado de salud y el secretario del juez dio lectura a la sentencia de la Corte Suprema que, reformulando la Resolución del Tribunal Correccional de Cajamarca, disponía el fusilamiento del reo como responsable de la violación y muerte de una niña, ocurrida cinco años antes en el lejano caserío de Yanucuna, en el distrito de Huambos, provincia de Chota.
Los setenta.
Fue la década en que todo parecía posible.
Los universitarios marchaban en apoyo a Vietnam; las muchachas de su casa usaban minifalda y las que no lo eran tanto se preciaban de no llevar sostén; Lucha Reyes cantaba “Déjalos” y los Beatles cantaban “Yesterday”: ayer.
Ayer había sido asesinado el “Che” Guevara; ayer nomás, Velasco Alvarado había decretado la Reforma Agraria más radical de América Latina; desde ayer Salvador Allende era Presidente de Chile; apenas ayer dos periodistas del “New York Times” habían empezado a investigar el “caso Watergate”; ayer, los estudiantes del Quartier Latin casi habían echado del poder a De Gaulle en Francia. En alguna pared parisiense, un estudiante anónimo había escrito la consigna luminosa que identificaría a la década: “prohibido prohibir”.
Los setenta fueron tal vez el último tiempo de las ilusiones. Cuando las grandes ciudades empezaban a llenarse de migrantes; cuando la juventud insistía en hacer el amor y no la guerra; cuando los “bluejeans” reemplazaban al saco y la corbata; cuando todavía era posible volver en tranvía de la Plaza San Martín a Magdalena a las once de la noche sin ser acuchillado; cuando en los bares bravos del Callao se empezaba a bailar la salsa, Ubilberto Vázquez Bautista fue fusilado en Cajamarca.
Pena de muerte.
Era un recio cholo chotano, de piel blanca y unos 30 años de edad. Estaba en prisión hacia más de cuatro y contra los consejos de su defensor había apelado la sentencia de 25 años de internamiento que le impuso el Tribunal Correccional. La primera sentencia había sido anulada porque lo vocales no votaron sobre la pena de muerte. Al empezar el segundo juzgamiento, el abogado aconsejó a Vázquez aceptar una pena de prisión: su vida estaba en riesgo.
Pero el preso se negó: “ya he estado preso cinco años, no voy a soportar veinte” dijo. Cuando se le impusieron, por segunda vez 25 años, Vázquez Bautista apeló de nuevo. Hasta el fin, el reo proclamó su inocencia. 25 años después, su abogado defensor sostiene que todavía existe la duda: nunca se determinó el tipo de sangre encontrado en la ropa del acusado. Esa sangre y el testimonio dudoso de un testigo de catorce años, fueron los elementos de juicio que animaron al Juez Instructor de Chota y, más adelante al Tribunal Correccional.
Pero la Corte Suprema sentenció a Vázquez Bautista a la pena de muerte. Cajamarca seguía de cerca los sucesos, -recuerda el abogado defensor Carlos Alarcón -: al principio, toda la ciudad estaba en contra del reo, la gente se aproximaba a la cárcel para exigir la ejecución; pero los largos días de la terrible espera sensibilizaron a la población, que muy pronto empezó a pedir clemencia, apoyando con memoriales la solicitud de indulto. Mientras el Presidente Velasco Alvarado analizaba la petición, el reo permaneció más de quince días en capilla, se convirtió a una confesión protestante y fue bautizado por inmersión en el río San Lucas.
Dedicaba largas horas a la lectura de la Biblia. Antes de morir, Vázquez contestó para los periodistas un cuestionario escrito: era inocente, -dijo- había apelado de propia voluntad, prefería la muerte a otros 20 años de cárcel.
Un escueto telegrama firmado por el Secretario del Consejo de Ministros confirmó que Velasco denegaba el indulto: previamente, el Presidente había consultado por teléfono a uno de los vocales del Tribunal. El reo se despidió de su hermano, le entregó sus escasas pertenencias y le encargó velar por su madre. Caminó hacia el patio, -dice el defensor- “tranquilo, como si fuera a declarar en el Juzgado”. Antes, Vázquez Bautista había tendido su cama y puesto en orden su calabozo.
A doscientos metros de distancia, retenida por un cordón policial, la multitud lloraba. Esa noche nadie durmió en Cajamarca.
Lo vi morir.
Esa madrugada recibí mi primera pateadura policial, mientras intentaba rescatar a René Pinedo, fotógrafo de “Caretas” también apaleado a la entrada del cementerio. Era un periodista aprendiz de 19 años cuando vi fusilar a Ubilberto Vázquez Bautista, desde un tejado que alquilé por cincuenta soles.
Cajamarca era entonces una ciudad pequeña, que empezaba en el Arco y terminaba en la Recoleta.
Los periodistas estábamos en Cajamarca para ver cumplirse la primera pena de muerte que se dictaba en el Perú desde 1956; jóvenes, escépticos, bohemios, teníamos que hacer gala de dureza e indiferencia para “entrar” al círculo de corresponsales veteranos que, como Hubert Cam Valencia y Humberto Castillo Anselmi, no se asombraban ya de nada.
Fueron, en realidad, días de pocas noticias.
Esperábamos a la entrada de la Corte, buscábamos en vano alguna entrevista, intentábamos franquear la puerta de la cárcel y finalmente acudíamos al “Moxa” en la esquina de Belén y Amalia Puga, donde consumíamos la noche en timbas tormentosas, irrigadas con poca cerveza y buen pisco “Sol de Ica”.
Esa noche vi -nunca lo olvidaré- a un hombre maniatado, atado a un poste, vendado e impotente frente a doce fusiles. Vi la maquinaria inexorable de la Justicia. Lo vi morir -recuerdo- en un escenario surrealista, a la medialuz de un amanecer dudoso de septiembre, lo vi indefenso y mudo, mas humano que ningún otro ser humano que haya visto después y comprendí sin sorpresa que aquel reo a quien estaban matando era mi hermano, que era hermano de todos los demás.
Aquella madrugada, el reo sufrió menos que cualquiera de los presentes. Creo que cualquier delincuente puede, por sus delitos y ante la justicia humana, merecer la pena de muerte.
Pero no creo, sé, estoy seguro, que ningún hombre, cualquiera que sea su condición, merece verse obligado a emitir, ejecutar o espectar una ejecución capital. Desde esa fría madrugada de septiembre he sido opositor irreconciliable a la pena de muerte: no sirve para castigar al reo, sino para mutilar a la sociedad.
Culto a la víctima
Treinta y tres años después de su ejecución, Ubilberto Vázquez Bautista es objeto de un extraño culto cuyo templo es una tumba del cementerio de Cajamarca.
Adornada con placas y ex-votos que recuerdan los milagros concedidos, guarnecida con rejas y cruces de fierro, cubierta con multicolores bufandas de lana ofrecidas por devotos que desean resguardarla del frío de la noche, la tumba del ajusticiado es visitada por fieles que recitan oraciones, encienden velas y esperan milagros.
Verdadero “santo informal” del nuevo siglo, Ubilberto Vázquez Bautista es venerado, como Sarita Colonia y la Beatita de Humay, por personas que, de algún modo- se consideran católicas.
Hay una veta milenarista en ese “culto a la víctima” que está creciendo rápidamente en Cajamarca; no sólo migrantes y marginales: también elementos de una clase media emergente, en especial comerciantes veneran la memoria del ajusticiado.
La duda sobre la culpabilidad del reo anima a las dos tendencias que coexisten en esta extraña concepción religiosa. Quienes lo creen inocente y lo veneran como un mártir, expresan una protesta inconsciente contra el sistema judicial: le ofrecen velas y esperan de él milagros.
Pero otros creyentes piensan que Vázquez Bautista era en realidad culpable, que al momento de cometer su crimen estaba poseído por el Demonio: ellos dejan junto a la tumba rocotos, prendas íntimas de hombre y de mujer, fetiches de una especie de culto satánico clandestino del que esperan obtener potencia sexual, éxito en sus relaciones con el otro sexo y también venganza contra enemigos supuestos o reales.
Tal vez ese culto nació del terrible impacto que ocasionó el fusilamiento en la pequeña y provinciana Cajamarca de hace 30 años. Tal vez no Pero estamos, sin duda, ante una nueva expresión de ese “culto a la víctima” que subyace en el origen de muchas religiones, desde el viejo mito de Osiris.

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