German Merino Vigil
Volver a Chachapoyas es, ineludiblemente, volver al pasado
Chachapoyas es, para nosotros, el cono Sur del departamento de Amazonas, la estribación nororiental y andina que se extiende entre las dos márgenes del Utcubamba, ese rio impoluto cuyas aguas verdes, frías y transparentes bajan desde la pacarina de Atuén hasta la cálida planicie de Bagua, en los pisos ecológicos de la yunga, jalca y quechua según la clasificación de Pulgar Vidal. El rio, verdadera columna
vertebral del territorio, nace en la jalca de Leymebamba, apenas poblada por pastos naturales y algunos, muy pocos, cultivos.
Las altiplanicies de la quechua fueron otrora la tierra de los Chachapoya, alta cultura andina del periodo Formativo Temprano cuyos vestigios recién empiezan a fascinar al mundo: ahí está Kuelap, no se sabe bien si fortaleza, centro administrativo o ceremonial, en todo caso más grande que Macchu Picchu. Están Karajia, con sus sarcófagos antropomorfos, los "purunmachos", los viejos solitarios que desde la cumbre del cerro contemplan impasibles el devenir del tiempo. También Macro, Yalape, Luya Viejo, la Laguna de los Cóndores, Purun Llacta, Levanto, en fin todos los innumerables vestigios de una civilización casi desconocida, fascinante y vital. En las secas, a menudo erosionadas mesetas del piso ecológico quechua prosperan cultivos de temporada según el calendario agrícola ancestralmente definido por las lluvias: tierras de maíz, tierras de papa y habas, ahora también, siempre en menor escala, tierras de cereal, trigo y cebada.
Casi todos los cerros están coronados por las "cruces calvario", con los atributos de la crucifixión: la escalera, los clavos, el gallo madrugador, el martillo y la corona de espinas, iconos del catolicismo colocados ahí por los extirpadores de idolatrías del siglo XVI para exorcizar la memoria del apu, para ocupar el espacio de la pacarina. En las faldas, al borde de las quebradas, se hallan viejas casas- hacienda de teja y adobe hoy deshabitadas, amobladas todavía con tapices de Paris y sillas de Viena, muebles que llegaron por Manaos, Belén y Tabatinga en los fabulosos días del caucho. En las pequeñas poblaciones andinas separadas por largos, imposibles caminos de herradura tallados en la piedra por el arduo caminar de los arrieros, hay docenas de iglesias coloniales intactas, con retablos tallados en pan de oro y valiosas imágenes de la escuela quiteña, predominante en este territorio andino. Mi favorita es la iglesia de La Jalca, construida íntegramente en piedra, el año 1537, por alarifes indígenas que aplicaron su tecnología prehispánica a la construcción de un templo católico que, de ese modo resume, casi cinco siglos después, el sincretismo religioso propiciado por la Conquista.
Las mesetas andinas comparten el espacio territorial con quebradas semitropicales propias del piso ecológico yunga, ya bajo los 1,800 m.s.n.m. , cuya floresta esconde infinitas variedades de orquídeas, deliciosas frutas silvestres casi desconocidas como las pitajayas que solo crecen en el valle del Utcubamba y las papayinas de múltiples propiedades curativas; también se encuentran, entre bosques de cedro, de ishpingo y de huarango, innumerables ruinas precolombinas, torrentes casi helados que bajan verticalmente de la cordillera para refrescar al viajero exhausto: ahí están, además , las cavernas de Pargucgcha y Quioocta, las cataratas de Gocta, entre otras maravillas de un espléndido paisaje que el turismo recién empieza a descubrir.
En el rico folklore local, cada imagen tiene su leyenda, cada montaña su apu tutelar, cada laguna su misterio: belleza excepcional extraviada siglos atrás en la floresta, Ángela Saberbeín acecha en la noche los pasos del viajero solitario para seducirlo con sus artes amatorias depuradas por el tiempo: lo sepultará después en alguna caverna misteriosa de la que nunca saldrá. La laguna de Pomacochas es una vieja ciudad española, de repente Cumbinamá o acaso Santiago de las Montañas, que yace para siempre bajo las aguas porque sus egoístas vecinos negaron la hospitalidad a un viejito harapiento que era, realmente, San José. El cacique Pantoja, cuya casa tenía tejas de oro y pilares de plata, vive aún, aunque decapitado por un virrey español, en el fondo de otra laguna: cuando la cabeza y el cuerpo de Pantoja se hayan unido otra vez, al final de los tiempos, volverá la felicidad a sus ricas tierras, que se extendían desde Quinjalca hasta Conila. El cura Béjar, avaricioso y cruel, camina en las noches oscuras, también decapitado, por las viejas calles de Chachapoyas: su cadáver nunca será sepultado porque, cuando era párroco de la ciudad, cobraba exorbitantes sumas a los pobres que pretendían en vano enterrar a sus difuntos en el cementerio de la Buena Muerte.
Nuestra" mama Asunta", patrona de la ciudad, tuvo el femenino capricho de escoger el lugar de su propia capilla y se negó tenazmente a ocupar otro templo que el actual, a media falda del cerro Luya Urco.
Se trata, pues, de los viejos mitos andinos, traducidos al español, sincretizados si se quiere como producto de una larga historia, reproducidos junto al fogón familiar, relatos habituales en la boca de abuelos y niñeras.
Alonso de Alvarado no fundó Chachapoyas como producto de la conquista, sino a consecuencia de una alianza política y militar. Los naturales se sublevaron temprano contra los Incas, se volvieron colaboracionistas, acompañaron a Pizarro y su hueste en la larga marcha de Cajamarca al Cuzco y conservaron de ese modo gran parte de sus tierras. Las 45 comunidades campesinas que ocupan las tres cuartas partes del Cono Sur de Amazonas no son, por eso, descendientes de los antiguos ayllus, sino viejas "reducciones" autorizadas por el virrey Toledo hacia 1572 para premiar la temprana adhesión de los Chachapoya al Rey de España. Por la misma razón, el latifundio nunca alcanzó aquí las dimensiones de Cajamarca o Huaraz, para poner un ejemplo. Alonso y sus quince compañeros se repartieron apenas una parte de las actuales provincias de Luya y Chachapoyas: es fácil aun ahora distinguir las tierras de hacienda de las comunales, porque las primeras están casi deforestadas, a consecuencia del tributo en leña que el terrateniente cobraba como parte obligatoria de la renta de la tierra. Las comunidades, en cambio han conservado su riqueza forestal y se han garantizado así la fertilidad del suelo: en Chachapoyas, a diferencia de otros lugares de la sierra peruana, existe aún frontera agrícola disponible.
Alvarado fundó su capital, la "Ciudad de La Frontera", el 5 de setiembre de 1537, en lo que es hoy La Jalca, pero no demoró en trasladarla a la actual Levanto, en busca de un clima menos frio. Finalmente, la ciudad quedó establecida en la falda del cerro Luya Urco, un terreno arrebatado al vecino "mitimae" de los huancas. Alvarado y sus quince compañeros labraron sus solares alrededor de la actual Iglesia de Santa Ana, en una pequeña meseta donde pusieron también, según costumbre, el Cabildo, la cárcel, la casa del Gobernador, una fuente de agua y la picota, símbolo indispensable de la nueva autoridad.
Dos años más tarde, en la misma plazuela, Alonso de Alvarado desafió a Diego de Almagro el Mozo, que había dado muerte en Lima a Francisco Pizarro en el primero de la larga serie de golpes de Estado que constituyen la historia del Perú.
Le mandó a decir, según cuenta Garcilaso, "que no le obedecería mientras Su Majestad no lo mandase; que el Rey nunca lo mandaría y que más bien, con la ayuda de Dios y de sus amigos, tomaría puntual venganza por la muerte del Marqués, su Señor". Cumplió su palabra: al frente de sus quince compañeros, seguido por millares de auxiliares Chachapoya, Alvarado inició una segunda marcha sobre el Cuzco y con ella, una nueva guerra civil que terminó en la sangrienta batalla de Chupas, donde los almagristas vencidos se dejaron matar hasta el último gritando desafiantes : "a mí, que yo maté al Marqués".
Pacificado el país, Alvarado volvió a su Ciudad de la Frontera y asignó las tierras vacantes a sus hombres, quienes organizaron la producción según el nuevo modelo de feudalismo andino resultante de la Conquista: poca tierra, en manos de una aristocracia más bien pobre, aislada en las montañas del Nororiente, entre la selva y la cordillera. Ciudad de siete conventos y de nueve iglesias, Chachapoyas fue poblada por los hijos y herederos de los dieciséis fundadores, quienes usufructuaban la tierra y el poder, protagonizaban las mismas festividades y casaban a sus hijos entre sí para garantizar alianzas familiares, mantener la integridad de las herencias y asegurar una cierta prosperidad en ese feudalismo pobre, dinástico, provinciano y tradicional. Siglos de aislamiento generaron así una sociedad virtualmente endogámica, vinculada por lazos familiares y tradiciones comunes cuya base económica era la propiedad agraria, sustentada en lo ideológico por un acendrado catolicismo. Todavía en 1972, la Compañía de Jesús envió a Chachapoyas un equipo de lingüistas españoles para recopilar las oraciones y los villancicos tradicionales del lugar, idénticos a los que se recitaban en la Castilla del siglo XVI.
Las "Dieciséis Familias" gobernaron Chachapoyas durante la Colonia. Pero fue el más esclarecido entre sus miembros, el sacerdote y educador Toribio Rodríguez de Mendoza quien se encargó de socavar la corona del Rey de España mediante la educación. En 1815, el virrey Fernando de Abascal, en un informe secreto al Rey de España, escribía: "no tiene Vuestra Majestad en el Perú peor enemigo que el funesto sacerdote Rodríguez de Mendoza, que es el oculto sembrador de todas las rebeldías que amenazan al Reino". Elogio involuntario pero justo al viejo conspirador chachapoyano, cuyos alumnos, los republicanos de 1821, lo eligieron vice Presidente de la primera Asamblea Constituyente de la recién nacida República Peruana. Por eso, al morir en 1825, Toribio no lamentaba su forzosa castidad de sacerdote: "muero feliz –le escribió a su hermano Mariano – porque me hallo rodeado de los hijos de mi espíritu, que son hoy los Padres de la Patria". Cuatro años antes, los parientes y paisanos del prócer habían proclamado la independencia del Perú en Chachapoyas, en enero de 1821 y poco después, el 6 de junio del mismo año, encabezados por Mariano Rodríguez de Mendoza, habían derrotado a un ejército realista procedente de Maynas, que no pudo pasar de Higos Urco, a las puertas de la ciudad.
La vieja casta tradicional de las dieciséis familias no perdió el poder bajo la República; por el contrario, ellos conservaron la propiedad agraria y con ella el poder local, organizaron un batallón de voluntarios que marcharon a morir en San Juan y Miraflores y se mantuvieron junto a Cáceres durante la resistencia de la Breña y la subsecuente guerra civil. Todavía en 1885, el último varón de la familia, mi tío-bisabuelo Elías Rodríguez, hermano de mi bisabuela Adelaida, fue fusilado en la plaza de armas de Chachapoyas por los victoriosos partidarios del traidor Miguel Iglesias; murió , dice la tradición familiar “como varón y mirando al frente”. Esa sociedad endogámica, estratificada y estagnizada durante cuatro siglos, mantuvo intacto su poder hasta el primer tercio del siglo pasado. Los viejos protagonistas siguieron gobernando la ciudad, enfrentados entre sí por la acerba y a menudo sanguinaria política local, forjando y recomponiendo alianzas mediante matrimonios propios de una endogamia que García Márquez no desdeñaría describir.
Así crecimos, pues, esa fue nuestra patria chica, tales son nuestras raíces.
Nacimos en la Chachapoyas de los años cincuenta, nos criamos juntos, jugábamos los mismos juegos en las casas de nuestros familiares inmediatos y también a veces en la plaza de armas, que considerábamos , más o menos, como una extensión de nuestro jardín. Forjamos así una camaradería juvenil que el tiempo y la distancia no han podido destruir. Estudiamos con los mismos maestros y escuchamos las mismas narraciones de los abuelos comunes. Excursiones campestres, tardes de futbol y básquet, noches de piano y tertulia, a veces de retreta, prematuros romances juveniles, primeros besos más o menos robados al abrigo de algún patio familiar.
….oh Chachapoyas querida
Patrona de mis desvelos
Yo que he pasado mi vida
Entre cárceles y besos
Quisiera, señora mía,
Que me siembren en tu suelo.
Así saldrán algún día
De las cañas de mis huesos
Nuevas dulces armonías
Para calmar mi lamento….
Chachapoyas era entonces -ha dejado de serlo hace tiempo- el centro de un espacio geográfico definido por la cuenca del Utcubamba y sus vertientes, donde se desarrollaba una economía casi autónoma, de círculo cerrado por así decirlo, regida por una oligarquía regional y virtualmente endogámica, cuyos hijos y nietos estudiábamos en los mismos colegios, jugábamos los mismos juegos, escuchábamos las mismas historias familiares y nos enamorábamos, pues, de las mismas muchachas. Casi cincuenta años después, la memoria reproduce de manera mecánica esos diez años que se ubican para todos nosotros entre la infancia y la adolescencia, entre la Escuela de Segundo Grado de Varones Nº 147 “Miguel Rubio” -en homenaje a algún pariente remoto- y el Colegio Nacional San Juan de la Libertad, creado en Chachapoyas por una República que remuneraba de ese modo el heroísmo derrochado por nuestros mayores en la pampa de Higos Urco, donde se jugó un día la suerte del Perú.
Es la nuestra una historia común: dejamos poco a poco de ser niños, crecimos, estudiamos, disfrutamos de una infancia feliz y una adolescencia inquieta donde el paso de las estaciones no alteraba los hábitos, las costumbres y valores comunes a nuestro grupo social.
De aquel horizonte plano, inalterable, puedo rescatar muy pocos episodios: la muerte y el solemne, impresionante entierro de un obispo al que se consideraba santo; el brutal asesinato de un anciano ultimado a combazos en su dormitorio por su propio sirviente; mi tío Carlos Mass Tenorio, torturado por los soplones de Odría en la Prefectura, a tres o cuatro puertas de la casa familiar, donde nos lo entregaron bañado en sangre y ya agonizante; las siglas desafiantes del APRA trazadas a medianoche en las paredes encaladas de la ciudad silenciosa; las noticias del lejano Perú que se escuchaban a veces en uno de los cuatro o cinco receptores de radio existentes en la ciudad; el velorio de mi abuelo; la llegada triunfal de Víctor Raúl Haya de la Torre, que llenó la plaza con una multitud que reclamaba el cambio; el progreso material, emblematizado por la apertura de la carretera a la costa y los primeros vehículos que llegaron a la ciudad; las encarnizadas elecciones de 1962, donde la vieja clase política integrada por nuestros familiares y sus amigos fue reemplazada por la nueva representación aprista compuesta también por nuestros parientes inmediatos; el golpe de Estado del mismo año, cuando por primera vez se vieron en Chachapoyas militares armados que atropellaban la voluntad popular expresada en las ánforas.
Más allá de esos hitos, la memoria discurre horizontal y fresca: el primer partido de fulbito, las primeras amistades, los fuegos artificiales y las noches de retreta, la fiesta de la Mama Asunta y el desfile del seis de junio, la ineludible iniciación a la edad adulta que se expresaba en ese “chócala pa la salida” que nos llevaba a la primera trompeadura…….
¿Dónde termina la infancia? ¿Cuándo comienza la adolescencia? ¿Cuál es verdaderamente el primer amor? Nacimos y crecimos en un mundo predefinido, cuyos códigos inalterables - repetidos como al descuido por nuestros padres – nos indicaban que, en lo tocante a la masculinidad, un hombre debía conocer una muchacha buena, para casarse con ella, y varias malas, todas las que fuera posible, para divertirse. Nada tan ajeno a nuestros viejos como el propósito de una educación sexual o afectiva. Un hombre debía portarse, pues, como los hombres, así de simple. De ese modo, el primer amor se ubica en un espacio indefinido de la memoria. Puede hallárselo, preñado de ternura, en la imagen del muchacho que al amparo de la noche se aproxima tímidamente al pie de algún balcón y espera divisar, por un momento apenas, la silueta difusa de la amada enclaustrada por los padres severos y el prejuicio social. Pero el primer amor puede hallarse también en esa urgencia adolescente, indefinida y poderosa, que sabían resolver de manera expeditiva la “Shilve”, la “María Sin Calzón” o la “Huamalca”, clandestinas y silenciosas samaritanas de la vieja ciudad que se ha ido para siempre pero vive palpitante y fresca en la memoria que sabe vencer al olvida.
Pero nuestro destino no estaba escrito.
Veinte o treinta años antes, el 14 de mayo de 1928 un terremoto había echado abajo muchas de las viejas casas de Chachapoyas; no todos pudieron reconstruirlas y algunos decidieron emigrar a la costa, en busca de un futuro que ya se adivinaba distinto, irrevocable. Empezaba así un proceso migratorio que modificó para siempre la Chachapoyas que los muchachos de mi generación todavía pudimos conocer. El derrocamiento de Leguía, en 1930, conmovió de seguro las bases políticas de la vieja ciudad. La emergencia de una clase media profesional y comerciante, la incorporación del territorio al mercado nacional con la apertura de la carretera Olmos Rio Marañón, la Reforma Agraria de 1969, el vasto proceso de movilidad social que se desató posteriormente, nos fueron conduciendo a todos por caminos diferentes: los chachapoyanos nacidos en los años cincuenta somos, pues, migrantes. La búsqueda de una educación mejor, el desarrollo profesional, la necesidad de un empleo remunerado nos fueron obligando, poco a poco, a dejar esa tierra que seguimos amando, más que antes hoy que la sabemos perdida para siempre.
Los chachas volvemos a la tierra en agosto, para rezarle a nuestra Mama Asunta, preciosa virgencita de perfiles quiteños, imagen maternal en cuyos ojos de vidrio buscamos una respuesta a todas las preguntas del exilio. Ni el más tenaz racionalismo alcanza a bloquear las lágrimas que acuden a tus ojos, hermano, cuando vuelves a tu tierra y le rezas con las mismas oraciones que te enseñó tu madre. A qué negar entonces esa emoción nostálgica, embriagadora y dulce que te invade, paisano al volver a la tierra en agosto, al recorrer esas calles estrechas de evocador aspecto, esos rincones anónimos, nunca olvidados, donde acaso, como dice el vals, floreció más de un amor, donde sin duda se vivieron horas mejores, "porque a nuestro parecer/ cualquiera tiempo pasado/fue mejor". Volvemos pues en busca de los amigos idos, tal vez muertos, de los espacios perdidos, de un pasado fugaz e irrevocable del que nunca renegaremos y que nunca podremos recuperar. A qué mentir entonces, a qué decir que no, a qué ocultar la nostalgia de la infancia. Volvemos pues, repito, en la búsqueda de un pasado inexistente ya, de una Chachapoyas que, sin remedio, el viento se llevó.
Pero al volver, volvemos siempre a una ciudad distinta.
Chachapoyas está cambiando de manera inexorable y está cambiando para bien, pero ya sin nosotros: no es este ya nuestro lugar y la vieja plaza de armas ha dejado de ser, hace tiempo, una prolongación de nuestro jardín. Una nueva sociedad emerge, poderosa y vital, y está ocupando ese espacio que creíamos exclusivo. Se trata esta vez, de las comunidades del interior que al ritmo de su propio proceso migratorio han empezado a ocupar los espacios urbanos, a buscar el poder político, a reclamar su derecho conculcado durante cuatro centurias. La nueva clase dirigente está integrándose recién con la emergencia de las comunidades, cuyos hijos estudian en la nueva Universidad y descubren, con orgullo, que su cultura es más vieja y más poderosa que la nuestra. Son, pues, los nietos de los Chachapoya, que están reemplazando con ventaja a los herederos de Alvarado y sus Quince.
En buena hora
Por eso, la fiesta de agosto está perdiendo su carácter popular y multitudinario: es ahora, más bien, la fiesta de los migrantes, de los nostálgicos como yo, como nosotros.
Para entenderlo hay que ver la gran fiesta de mi tierra, el "Raymillacta de los Chachapoyas" que se celebra en junio y a la que acuden conjuntos folklóricos de todas las comunidades con cientos de danzantes de disfraces multicolores, con sus danzas ignoradas durante cuatro centurias, con las imágenes de sus purunmachos y sus momias, con su cerámica multicolor y polimórfica, con su guarapo de caña, su culinaria de locros y adobos preparados según recetas centenarias, con sus ponchos de lana teñidos con corteza de nogal, con sus pañuelos y monteras en la cabeza, con la certeza de que su presencia expresa el cambio estructural que se está materializando desde 1928. Y por eso, cuando el desfile del Raymillacta recorre las viejas calles de Chachapoyas, cuando el ritmo atronador de los bombos, clarines y pututos llena el espacio urbano, es fácil comprender que nuestra clase y con ella la vieja oligarquía urbana, endogámica y tradicional, ha sido sustituida para siempre.
Y es necesario arañarnos el pecho para arrancar, autocríticamente, una verdad que duele: hemos sido injustos, tal vez no como individuos, sino en cuanto estrato social. Hemos sido racistas y hemos sido, pésima palabra, explotadores. Durante cuatrocientos años, nuestros mayores gobernaron Chachapoyas mediante la violencia, al margen y por encima de su sociedad y de su cultura. Derribaron sus huacas, profanaron sus tumbas, ignoraron sus expresiones artísticas, explotaron su fuerza de trabajo, deforestaron sus laderas y despreciaron sus tradiciones. Y durante cuatrocientos años, en la soledad de sus comunidades, los ceramistas siguieron modelando la arcilla, las hilanderas templaron sus telares, los artesanos burilaron sus mates y los artistas expresaron el hondo sentimiento de esa población mayoritaria en todos los aspectos, que hoy insurge victoriosa para reconstruir su realidad y rehacer su historia.
Sea en buena hora: sobre ellos recae ahora la tarea histórica incumplida, la responsabilidad ineludible de construir una nueva sociedad chachapoyana, basada en la prosperidad y la justicia social.
Difícil tarea: Chachapoyas, aunque todavía es la capital del departamento o de la región, como quiera llamársele, ya no tiene el poder político que ejerció durante cuatrocientos años: el electorado está hoy concentrado en las provincias del norte, en Bagua, Utcubamba y Condorcanqui. Ellos decidirán las próximas elecciones, como lo vienen haciendo desde hace quince o veinte años. Y esas provincias tienen una vieja cuenta que cobrarle a la capital centralista que monopolizó el poder y se benefició con la obra pública. La economía regional está igualmente centralizada en el norte: los cultivos de mercado como el arroz, el café y el cacao están también ubicados al norte así como la energía hidroeléctrica y petrolífera del Alto Marañón. La ciudad mantiene su condición de centro administrativo y sede de una burocracia cuyos salarios parecen ser la principal fuente de circulante monetario que dinamiza, en cierta medida, la economía local. Pero es difícil que Chachapoyas pueda mantener indefinidamente su condición de centro administrativo y sede burocrática: lo previsible es que los servicios públicos se trasladen, más tarde o más temprano, a las áreas de mayor producción y economía dinámica.
El turismo puede ser una alternativa, pero constituye también una amenaza.
En estos mismos días, un equipo del Discovery Channel recorre el territorio, preparando un amplio reportaje sobre los recursos arqueológicos, paisajísticos y culturales del sur amazonense: pronto el mundo sabrá de las ruinas de Kuelap, Karajia y Purun Llacta, de las enormes cavernas inexploradas, las cataratas vertiginosas, las especies desconocidas y los maravillosos paisajes, productos turísticos de indudable valor que se incorporarán en los próximos meses a los "brocchiures" de los brockers más competitivos del mercado internacional. Se viene pronto, muy pronto, una avalancha de turistas y Chachapoyas parece adivinarlo: muchas casas antiguas se han acondicionado como hostales, las comunidades empiezan a limpiar sus ruinas y a construir albergues, los artesanos alistan sus telares y los transportistas piensan en mejorar sus servicios.
Eterno, incorregible discrepante, abrigo muchas dudas ante el optimismo con que mi tierra espera el nuevo "boom" turístico.
Los turistas vendrán, sin duda y mucho me temo que vengan masivamente. ¿Qué ocurrirá entonces?
Digamos, para empezar, que Chachapoyas, en cuanto ciudad, no tiene un producto turístico equivalente a los que existen en las comunidades del interior. El centro histórico está deteriorado, las iglesias coloniales virtualmente han desaparecido y ni siquiera tenemos un buen museo. El CTN o Circuito Turístico Nororiental es un proyecto articulado alrededor de la carretera pavimentada, parcialmente ya en construcción que unirá Cajamarca con Leymebamba, Pedro Ruiz y finalmente Chiclayo o Moyobamba, según el caso. El Circuito no incluye a Chachapoyas, que corre el riesgo de quedar aislada del flujo turístico masivo, sobre todo si, como es previsible el "boom" se concentra en los productos de mayor atractivo como Kuelap, Gocta o el Museo de Leymebamba.
PROINVERSIÓN está impulsando decididamente el proyecto de un teleférico entre el Tingo y Kuelap, que traería consigo la concesión del monumento a una empresa privada. Obvio es señalar que un futuro concesionario de Kuelap no tendrá interés alguno en ensanchar o siquiera mantener la carretera actual, porque su negocio estará en atender a los turistas que usaran el teleférico.
De ese modo el teleférico marginaría, de modo irrevocable, a las numerosas comunidades de la zona que aspiran a vender sus productos u ofrecer sus servicios al turismo; estaríamos así ante un fenómeno similar al que se registra en Macchu Picchu, donde el lujoso ferrocarril Hiram Bingham, único medio de visitar el monumento con cierta comodidad solo está al servicio de los clientes del exclusivo Hotel Monasterio. Quien no se aloja en el Monasterio, donde una tour de tres días cuesta 2,150 dólares, no puede usar el Hiram Bingham y simplemente tiene que llegar en el tren "para peruanos" hasta Aguascalientes, desde donde debe arreglárselas, de algún modo, para llegar a Macchu Picchu, si es que puede.
¿Queremos, en verdad, que ocurra eso en Kuelap? No lo acepto.
Una afluencia masiva de turismo receptivo, un incremento inevitable de la demanda solvente, puede elevar exponencialmente el costo de la vida en unas pocas semanas. En rigor, esto no será negativo: es necesario revalorar el producto agrícola, pagar precios justos por la comida que produce el campesino. Pero en Chachapoyas no existe actualmente el "know-how" indispensable para canalizar adecuadamente la nueva demanda. El pequeño mercado alimentario local, orientado casi en su totalidad al consumo inmediato no posee las herramientas tecnológicas y empresariales mínimas para afrontar la competencia de las cadenas de "fast-foods" que acudirán a disputar el mercado turístico. La producción local simplemente sería avasallada ante una irrupción de las empresas especializadas en servicios turísticos, dotadas del capital, el crédito, la tecnología y las vinculaciones necesarias para competir.
La cultura local está igualmente amenazada, la sociedad civil no está organizada para afrontar una brusca incorporación del territorio al gran mercado turístico internacional. Mirémonos en el espejo del Cuzco, donde los cuzqueños virtualmente han sido expulsados de su propio centro histórico por los grandes "brockers" turísticos que controlan la economía y depredan la cultura. El Cuzco está ahora pletórico de discotecas, "fast-foods" y agencias de turismo totalmente controladas por el gran capital. El Cuzco, digámoslo de una vez, huele a marihuana y sus jóvenes buscan un lamentable futuro en el "bricheraje" es decir el trabajo sexual para las visitantes yanquis o europeas ansiosas de una aventura andina con su dosis de droga más. Precisamente a consecuencia de esa exclusión social, el Cuzco se levantó masivamente contra el turismo, hace cuatro o cinco meses apenas.
Un turismo masivo, incontrolado puede destruir en dos o tres años la Chachapoyas que conocemos y amamos. Deprime realmente pensar en la posibilidad de un Kuelap concesionado, de un servicio diario de buses o incluso de helicópteros que traslade los turistas desde al aeropuerto hasta el Tingo, los lleve al monumento en teleférico y los traslade a Chiclayo, Moyobamba o Pomacochas sin mayor inconveniente. Un turismo masivo, monopolizado por tres o cuatro grandes brockers, una sociedad deteriorada, una ecología rápidamente depredada, los valores locales pisoteados, el trafico de drogas, la prostitución y el "braceaje" como únicas alternativas a una juventud empobrecida en medio del auge turístico inminente, son amenazas tangibles, que no se debieran subestimar.
El futuro de Amazonas no debe estar condicionado por el turismo: es necesario diversificar la economía; no podemos "poner todos los huevos en una sola canasta", en este caso la del turismo, sino que, por el contrario hay que modernizar la agricultura, impulsar la artesanía, capitalizar el territorio mediante una infraestructura adecuada. Es necesario consolidar las instituciones sociales y fortalecer el Estado en sus diferentes niveles –básicamente municipal y regional- a fin de tratar con el gran turismo en igualdad de condiciones. A falta de un Estado regulador – y la fragilidad del Estado es uno de los grandes problemas del Perú contemporáneo – es necesario generar, mediante la educación, una sociedad sólida, consciente de sus valores, sus intereses, y sus tradiciones, capaz de imponerle condiciones al capital y poner el recurso turístico al servicio de los hijos de la tierra, los propietarios sociales de los recursos culturales, arqueológicos y paisajísticos existentes en el territorio.
Solo así podremos ser consecuentes con el legado histórico del "sembrador de rebeldías", Rodríguez de Mendoza, el viejo conspirador, el austero sacerdote que quiso forjar en el Perú, también en Chachapoyas una Patria digna, soberana y regida por la justicia social.
Chachapoyas es, para nosotros, el cono Sur del departamento de Amazonas, la estribación nororiental y andina que se extiende entre las dos márgenes del Utcubamba, ese rio impoluto cuyas aguas verdes, frías y transparentes bajan desde la pacarina de Atuén hasta la cálida planicie de Bagua, en los pisos ecológicos de la yunga, jalca y quechua según la clasificación de Pulgar Vidal. El rio, verdadera columna
vertebral del territorio, nace en la jalca de Leymebamba, apenas poblada por pastos naturales y algunos, muy pocos, cultivos.
Las altiplanicies de la quechua fueron otrora la tierra de los Chachapoya, alta cultura andina del periodo Formativo Temprano cuyos vestigios recién empiezan a fascinar al mundo: ahí está Kuelap, no se sabe bien si fortaleza, centro administrativo o ceremonial, en todo caso más grande que Macchu Picchu. Están Karajia, con sus sarcófagos antropomorfos, los "purunmachos", los viejos solitarios que desde la cumbre del cerro contemplan impasibles el devenir del tiempo. También Macro, Yalape, Luya Viejo, la Laguna de los Cóndores, Purun Llacta, Levanto, en fin todos los innumerables vestigios de una civilización casi desconocida, fascinante y vital. En las secas, a menudo erosionadas mesetas del piso ecológico quechua prosperan cultivos de temporada según el calendario agrícola ancestralmente definido por las lluvias: tierras de maíz, tierras de papa y habas, ahora también, siempre en menor escala, tierras de cereal, trigo y cebada.
Casi todos los cerros están coronados por las "cruces calvario", con los atributos de la crucifixión: la escalera, los clavos, el gallo madrugador, el martillo y la corona de espinas, iconos del catolicismo colocados ahí por los extirpadores de idolatrías del siglo XVI para exorcizar la memoria del apu, para ocupar el espacio de la pacarina. En las faldas, al borde de las quebradas, se hallan viejas casas- hacienda de teja y adobe hoy deshabitadas, amobladas todavía con tapices de Paris y sillas de Viena, muebles que llegaron por Manaos, Belén y Tabatinga en los fabulosos días del caucho. En las pequeñas poblaciones andinas separadas por largos, imposibles caminos de herradura tallados en la piedra por el arduo caminar de los arrieros, hay docenas de iglesias coloniales intactas, con retablos tallados en pan de oro y valiosas imágenes de la escuela quiteña, predominante en este territorio andino. Mi favorita es la iglesia de La Jalca, construida íntegramente en piedra, el año 1537, por alarifes indígenas que aplicaron su tecnología prehispánica a la construcción de un templo católico que, de ese modo resume, casi cinco siglos después, el sincretismo religioso propiciado por la Conquista.
Las mesetas andinas comparten el espacio territorial con quebradas semitropicales propias del piso ecológico yunga, ya bajo los 1,800 m.s.n.m. , cuya floresta esconde infinitas variedades de orquídeas, deliciosas frutas silvestres casi desconocidas como las pitajayas que solo crecen en el valle del Utcubamba y las papayinas de múltiples propiedades curativas; también se encuentran, entre bosques de cedro, de ishpingo y de huarango, innumerables ruinas precolombinas, torrentes casi helados que bajan verticalmente de la cordillera para refrescar al viajero exhausto: ahí están, además , las cavernas de Pargucgcha y Quioocta, las cataratas de Gocta, entre otras maravillas de un espléndido paisaje que el turismo recién empieza a descubrir.
En el rico folklore local, cada imagen tiene su leyenda, cada montaña su apu tutelar, cada laguna su misterio: belleza excepcional extraviada siglos atrás en la floresta, Ángela Saberbeín acecha en la noche los pasos del viajero solitario para seducirlo con sus artes amatorias depuradas por el tiempo: lo sepultará después en alguna caverna misteriosa de la que nunca saldrá. La laguna de Pomacochas es una vieja ciudad española, de repente Cumbinamá o acaso Santiago de las Montañas, que yace para siempre bajo las aguas porque sus egoístas vecinos negaron la hospitalidad a un viejito harapiento que era, realmente, San José. El cacique Pantoja, cuya casa tenía tejas de oro y pilares de plata, vive aún, aunque decapitado por un virrey español, en el fondo de otra laguna: cuando la cabeza y el cuerpo de Pantoja se hayan unido otra vez, al final de los tiempos, volverá la felicidad a sus ricas tierras, que se extendían desde Quinjalca hasta Conila. El cura Béjar, avaricioso y cruel, camina en las noches oscuras, también decapitado, por las viejas calles de Chachapoyas: su cadáver nunca será sepultado porque, cuando era párroco de la ciudad, cobraba exorbitantes sumas a los pobres que pretendían en vano enterrar a sus difuntos en el cementerio de la Buena Muerte.
Nuestra" mama Asunta", patrona de la ciudad, tuvo el femenino capricho de escoger el lugar de su propia capilla y se negó tenazmente a ocupar otro templo que el actual, a media falda del cerro Luya Urco.
Se trata, pues, de los viejos mitos andinos, traducidos al español, sincretizados si se quiere como producto de una larga historia, reproducidos junto al fogón familiar, relatos habituales en la boca de abuelos y niñeras.
Alonso de Alvarado no fundó Chachapoyas como producto de la conquista, sino a consecuencia de una alianza política y militar. Los naturales se sublevaron temprano contra los Incas, se volvieron colaboracionistas, acompañaron a Pizarro y su hueste en la larga marcha de Cajamarca al Cuzco y conservaron de ese modo gran parte de sus tierras. Las 45 comunidades campesinas que ocupan las tres cuartas partes del Cono Sur de Amazonas no son, por eso, descendientes de los antiguos ayllus, sino viejas "reducciones" autorizadas por el virrey Toledo hacia 1572 para premiar la temprana adhesión de los Chachapoya al Rey de España. Por la misma razón, el latifundio nunca alcanzó aquí las dimensiones de Cajamarca o Huaraz, para poner un ejemplo. Alonso y sus quince compañeros se repartieron apenas una parte de las actuales provincias de Luya y Chachapoyas: es fácil aun ahora distinguir las tierras de hacienda de las comunales, porque las primeras están casi deforestadas, a consecuencia del tributo en leña que el terrateniente cobraba como parte obligatoria de la renta de la tierra. Las comunidades, en cambio han conservado su riqueza forestal y se han garantizado así la fertilidad del suelo: en Chachapoyas, a diferencia de otros lugares de la sierra peruana, existe aún frontera agrícola disponible.
Alvarado fundó su capital, la "Ciudad de La Frontera", el 5 de setiembre de 1537, en lo que es hoy La Jalca, pero no demoró en trasladarla a la actual Levanto, en busca de un clima menos frio. Finalmente, la ciudad quedó establecida en la falda del cerro Luya Urco, un terreno arrebatado al vecino "mitimae" de los huancas. Alvarado y sus quince compañeros labraron sus solares alrededor de la actual Iglesia de Santa Ana, en una pequeña meseta donde pusieron también, según costumbre, el Cabildo, la cárcel, la casa del Gobernador, una fuente de agua y la picota, símbolo indispensable de la nueva autoridad.
Dos años más tarde, en la misma plazuela, Alonso de Alvarado desafió a Diego de Almagro el Mozo, que había dado muerte en Lima a Francisco Pizarro en el primero de la larga serie de golpes de Estado que constituyen la historia del Perú.
Le mandó a decir, según cuenta Garcilaso, "que no le obedecería mientras Su Majestad no lo mandase; que el Rey nunca lo mandaría y que más bien, con la ayuda de Dios y de sus amigos, tomaría puntual venganza por la muerte del Marqués, su Señor". Cumplió su palabra: al frente de sus quince compañeros, seguido por millares de auxiliares Chachapoya, Alvarado inició una segunda marcha sobre el Cuzco y con ella, una nueva guerra civil que terminó en la sangrienta batalla de Chupas, donde los almagristas vencidos se dejaron matar hasta el último gritando desafiantes : "a mí, que yo maté al Marqués".
Pacificado el país, Alvarado volvió a su Ciudad de la Frontera y asignó las tierras vacantes a sus hombres, quienes organizaron la producción según el nuevo modelo de feudalismo andino resultante de la Conquista: poca tierra, en manos de una aristocracia más bien pobre, aislada en las montañas del Nororiente, entre la selva y la cordillera. Ciudad de siete conventos y de nueve iglesias, Chachapoyas fue poblada por los hijos y herederos de los dieciséis fundadores, quienes usufructuaban la tierra y el poder, protagonizaban las mismas festividades y casaban a sus hijos entre sí para garantizar alianzas familiares, mantener la integridad de las herencias y asegurar una cierta prosperidad en ese feudalismo pobre, dinástico, provinciano y tradicional. Siglos de aislamiento generaron así una sociedad virtualmente endogámica, vinculada por lazos familiares y tradiciones comunes cuya base económica era la propiedad agraria, sustentada en lo ideológico por un acendrado catolicismo. Todavía en 1972, la Compañía de Jesús envió a Chachapoyas un equipo de lingüistas españoles para recopilar las oraciones y los villancicos tradicionales del lugar, idénticos a los que se recitaban en la Castilla del siglo XVI.
Las "Dieciséis Familias" gobernaron Chachapoyas durante la Colonia. Pero fue el más esclarecido entre sus miembros, el sacerdote y educador Toribio Rodríguez de Mendoza quien se encargó de socavar la corona del Rey de España mediante la educación. En 1815, el virrey Fernando de Abascal, en un informe secreto al Rey de España, escribía: "no tiene Vuestra Majestad en el Perú peor enemigo que el funesto sacerdote Rodríguez de Mendoza, que es el oculto sembrador de todas las rebeldías que amenazan al Reino". Elogio involuntario pero justo al viejo conspirador chachapoyano, cuyos alumnos, los republicanos de 1821, lo eligieron vice Presidente de la primera Asamblea Constituyente de la recién nacida República Peruana. Por eso, al morir en 1825, Toribio no lamentaba su forzosa castidad de sacerdote: "muero feliz –le escribió a su hermano Mariano – porque me hallo rodeado de los hijos de mi espíritu, que son hoy los Padres de la Patria". Cuatro años antes, los parientes y paisanos del prócer habían proclamado la independencia del Perú en Chachapoyas, en enero de 1821 y poco después, el 6 de junio del mismo año, encabezados por Mariano Rodríguez de Mendoza, habían derrotado a un ejército realista procedente de Maynas, que no pudo pasar de Higos Urco, a las puertas de la ciudad.
La vieja casta tradicional de las dieciséis familias no perdió el poder bajo la República; por el contrario, ellos conservaron la propiedad agraria y con ella el poder local, organizaron un batallón de voluntarios que marcharon a morir en San Juan y Miraflores y se mantuvieron junto a Cáceres durante la resistencia de la Breña y la subsecuente guerra civil. Todavía en 1885, el último varón de la familia, mi tío-bisabuelo Elías Rodríguez, hermano de mi bisabuela Adelaida, fue fusilado en la plaza de armas de Chachapoyas por los victoriosos partidarios del traidor Miguel Iglesias; murió , dice la tradición familiar “como varón y mirando al frente”. Esa sociedad endogámica, estratificada y estagnizada durante cuatro siglos, mantuvo intacto su poder hasta el primer tercio del siglo pasado. Los viejos protagonistas siguieron gobernando la ciudad, enfrentados entre sí por la acerba y a menudo sanguinaria política local, forjando y recomponiendo alianzas mediante matrimonios propios de una endogamia que García Márquez no desdeñaría describir.
Así crecimos, pues, esa fue nuestra patria chica, tales son nuestras raíces.
Nacimos en la Chachapoyas de los años cincuenta, nos criamos juntos, jugábamos los mismos juegos en las casas de nuestros familiares inmediatos y también a veces en la plaza de armas, que considerábamos , más o menos, como una extensión de nuestro jardín. Forjamos así una camaradería juvenil que el tiempo y la distancia no han podido destruir. Estudiamos con los mismos maestros y escuchamos las mismas narraciones de los abuelos comunes. Excursiones campestres, tardes de futbol y básquet, noches de piano y tertulia, a veces de retreta, prematuros romances juveniles, primeros besos más o menos robados al abrigo de algún patio familiar.
….oh Chachapoyas querida
Patrona de mis desvelos
Yo que he pasado mi vida
Entre cárceles y besos
Quisiera, señora mía,
Que me siembren en tu suelo.
Así saldrán algún día
De las cañas de mis huesos
Nuevas dulces armonías
Para calmar mi lamento….
Chachapoyas era entonces -ha dejado de serlo hace tiempo- el centro de un espacio geográfico definido por la cuenca del Utcubamba y sus vertientes, donde se desarrollaba una economía casi autónoma, de círculo cerrado por así decirlo, regida por una oligarquía regional y virtualmente endogámica, cuyos hijos y nietos estudiábamos en los mismos colegios, jugábamos los mismos juegos, escuchábamos las mismas historias familiares y nos enamorábamos, pues, de las mismas muchachas. Casi cincuenta años después, la memoria reproduce de manera mecánica esos diez años que se ubican para todos nosotros entre la infancia y la adolescencia, entre la Escuela de Segundo Grado de Varones Nº 147 “Miguel Rubio” -en homenaje a algún pariente remoto- y el Colegio Nacional San Juan de la Libertad, creado en Chachapoyas por una República que remuneraba de ese modo el heroísmo derrochado por nuestros mayores en la pampa de Higos Urco, donde se jugó un día la suerte del Perú.
Es la nuestra una historia común: dejamos poco a poco de ser niños, crecimos, estudiamos, disfrutamos de una infancia feliz y una adolescencia inquieta donde el paso de las estaciones no alteraba los hábitos, las costumbres y valores comunes a nuestro grupo social.
De aquel horizonte plano, inalterable, puedo rescatar muy pocos episodios: la muerte y el solemne, impresionante entierro de un obispo al que se consideraba santo; el brutal asesinato de un anciano ultimado a combazos en su dormitorio por su propio sirviente; mi tío Carlos Mass Tenorio, torturado por los soplones de Odría en la Prefectura, a tres o cuatro puertas de la casa familiar, donde nos lo entregaron bañado en sangre y ya agonizante; las siglas desafiantes del APRA trazadas a medianoche en las paredes encaladas de la ciudad silenciosa; las noticias del lejano Perú que se escuchaban a veces en uno de los cuatro o cinco receptores de radio existentes en la ciudad; el velorio de mi abuelo; la llegada triunfal de Víctor Raúl Haya de la Torre, que llenó la plaza con una multitud que reclamaba el cambio; el progreso material, emblematizado por la apertura de la carretera a la costa y los primeros vehículos que llegaron a la ciudad; las encarnizadas elecciones de 1962, donde la vieja clase política integrada por nuestros familiares y sus amigos fue reemplazada por la nueva representación aprista compuesta también por nuestros parientes inmediatos; el golpe de Estado del mismo año, cuando por primera vez se vieron en Chachapoyas militares armados que atropellaban la voluntad popular expresada en las ánforas.
Más allá de esos hitos, la memoria discurre horizontal y fresca: el primer partido de fulbito, las primeras amistades, los fuegos artificiales y las noches de retreta, la fiesta de la Mama Asunta y el desfile del seis de junio, la ineludible iniciación a la edad adulta que se expresaba en ese “chócala pa la salida” que nos llevaba a la primera trompeadura…….
¿Dónde termina la infancia? ¿Cuándo comienza la adolescencia? ¿Cuál es verdaderamente el primer amor? Nacimos y crecimos en un mundo predefinido, cuyos códigos inalterables - repetidos como al descuido por nuestros padres – nos indicaban que, en lo tocante a la masculinidad, un hombre debía conocer una muchacha buena, para casarse con ella, y varias malas, todas las que fuera posible, para divertirse. Nada tan ajeno a nuestros viejos como el propósito de una educación sexual o afectiva. Un hombre debía portarse, pues, como los hombres, así de simple. De ese modo, el primer amor se ubica en un espacio indefinido de la memoria. Puede hallárselo, preñado de ternura, en la imagen del muchacho que al amparo de la noche se aproxima tímidamente al pie de algún balcón y espera divisar, por un momento apenas, la silueta difusa de la amada enclaustrada por los padres severos y el prejuicio social. Pero el primer amor puede hallarse también en esa urgencia adolescente, indefinida y poderosa, que sabían resolver de manera expeditiva la “Shilve”, la “María Sin Calzón” o la “Huamalca”, clandestinas y silenciosas samaritanas de la vieja ciudad que se ha ido para siempre pero vive palpitante y fresca en la memoria que sabe vencer al olvida.
Pero nuestro destino no estaba escrito.
Veinte o treinta años antes, el 14 de mayo de 1928 un terremoto había echado abajo muchas de las viejas casas de Chachapoyas; no todos pudieron reconstruirlas y algunos decidieron emigrar a la costa, en busca de un futuro que ya se adivinaba distinto, irrevocable. Empezaba así un proceso migratorio que modificó para siempre la Chachapoyas que los muchachos de mi generación todavía pudimos conocer. El derrocamiento de Leguía, en 1930, conmovió de seguro las bases políticas de la vieja ciudad. La emergencia de una clase media profesional y comerciante, la incorporación del territorio al mercado nacional con la apertura de la carretera Olmos Rio Marañón, la Reforma Agraria de 1969, el vasto proceso de movilidad social que se desató posteriormente, nos fueron conduciendo a todos por caminos diferentes: los chachapoyanos nacidos en los años cincuenta somos, pues, migrantes. La búsqueda de una educación mejor, el desarrollo profesional, la necesidad de un empleo remunerado nos fueron obligando, poco a poco, a dejar esa tierra que seguimos amando, más que antes hoy que la sabemos perdida para siempre.
Los chachas volvemos a la tierra en agosto, para rezarle a nuestra Mama Asunta, preciosa virgencita de perfiles quiteños, imagen maternal en cuyos ojos de vidrio buscamos una respuesta a todas las preguntas del exilio. Ni el más tenaz racionalismo alcanza a bloquear las lágrimas que acuden a tus ojos, hermano, cuando vuelves a tu tierra y le rezas con las mismas oraciones que te enseñó tu madre. A qué negar entonces esa emoción nostálgica, embriagadora y dulce que te invade, paisano al volver a la tierra en agosto, al recorrer esas calles estrechas de evocador aspecto, esos rincones anónimos, nunca olvidados, donde acaso, como dice el vals, floreció más de un amor, donde sin duda se vivieron horas mejores, "porque a nuestro parecer/ cualquiera tiempo pasado/fue mejor". Volvemos pues en busca de los amigos idos, tal vez muertos, de los espacios perdidos, de un pasado fugaz e irrevocable del que nunca renegaremos y que nunca podremos recuperar. A qué mentir entonces, a qué decir que no, a qué ocultar la nostalgia de la infancia. Volvemos pues, repito, en la búsqueda de un pasado inexistente ya, de una Chachapoyas que, sin remedio, el viento se llevó.
Pero al volver, volvemos siempre a una ciudad distinta.
Chachapoyas está cambiando de manera inexorable y está cambiando para bien, pero ya sin nosotros: no es este ya nuestro lugar y la vieja plaza de armas ha dejado de ser, hace tiempo, una prolongación de nuestro jardín. Una nueva sociedad emerge, poderosa y vital, y está ocupando ese espacio que creíamos exclusivo. Se trata esta vez, de las comunidades del interior que al ritmo de su propio proceso migratorio han empezado a ocupar los espacios urbanos, a buscar el poder político, a reclamar su derecho conculcado durante cuatro centurias. La nueva clase dirigente está integrándose recién con la emergencia de las comunidades, cuyos hijos estudian en la nueva Universidad y descubren, con orgullo, que su cultura es más vieja y más poderosa que la nuestra. Son, pues, los nietos de los Chachapoya, que están reemplazando con ventaja a los herederos de Alvarado y sus Quince.
En buena hora
Por eso, la fiesta de agosto está perdiendo su carácter popular y multitudinario: es ahora, más bien, la fiesta de los migrantes, de los nostálgicos como yo, como nosotros.
Para entenderlo hay que ver la gran fiesta de mi tierra, el "Raymillacta de los Chachapoyas" que se celebra en junio y a la que acuden conjuntos folklóricos de todas las comunidades con cientos de danzantes de disfraces multicolores, con sus danzas ignoradas durante cuatro centurias, con las imágenes de sus purunmachos y sus momias, con su cerámica multicolor y polimórfica, con su guarapo de caña, su culinaria de locros y adobos preparados según recetas centenarias, con sus ponchos de lana teñidos con corteza de nogal, con sus pañuelos y monteras en la cabeza, con la certeza de que su presencia expresa el cambio estructural que se está materializando desde 1928. Y por eso, cuando el desfile del Raymillacta recorre las viejas calles de Chachapoyas, cuando el ritmo atronador de los bombos, clarines y pututos llena el espacio urbano, es fácil comprender que nuestra clase y con ella la vieja oligarquía urbana, endogámica y tradicional, ha sido sustituida para siempre.
Y es necesario arañarnos el pecho para arrancar, autocríticamente, una verdad que duele: hemos sido injustos, tal vez no como individuos, sino en cuanto estrato social. Hemos sido racistas y hemos sido, pésima palabra, explotadores. Durante cuatrocientos años, nuestros mayores gobernaron Chachapoyas mediante la violencia, al margen y por encima de su sociedad y de su cultura. Derribaron sus huacas, profanaron sus tumbas, ignoraron sus expresiones artísticas, explotaron su fuerza de trabajo, deforestaron sus laderas y despreciaron sus tradiciones. Y durante cuatrocientos años, en la soledad de sus comunidades, los ceramistas siguieron modelando la arcilla, las hilanderas templaron sus telares, los artesanos burilaron sus mates y los artistas expresaron el hondo sentimiento de esa población mayoritaria en todos los aspectos, que hoy insurge victoriosa para reconstruir su realidad y rehacer su historia.
Sea en buena hora: sobre ellos recae ahora la tarea histórica incumplida, la responsabilidad ineludible de construir una nueva sociedad chachapoyana, basada en la prosperidad y la justicia social.
Difícil tarea: Chachapoyas, aunque todavía es la capital del departamento o de la región, como quiera llamársele, ya no tiene el poder político que ejerció durante cuatrocientos años: el electorado está hoy concentrado en las provincias del norte, en Bagua, Utcubamba y Condorcanqui. Ellos decidirán las próximas elecciones, como lo vienen haciendo desde hace quince o veinte años. Y esas provincias tienen una vieja cuenta que cobrarle a la capital centralista que monopolizó el poder y se benefició con la obra pública. La economía regional está igualmente centralizada en el norte: los cultivos de mercado como el arroz, el café y el cacao están también ubicados al norte así como la energía hidroeléctrica y petrolífera del Alto Marañón. La ciudad mantiene su condición de centro administrativo y sede de una burocracia cuyos salarios parecen ser la principal fuente de circulante monetario que dinamiza, en cierta medida, la economía local. Pero es difícil que Chachapoyas pueda mantener indefinidamente su condición de centro administrativo y sede burocrática: lo previsible es que los servicios públicos se trasladen, más tarde o más temprano, a las áreas de mayor producción y economía dinámica.
El turismo puede ser una alternativa, pero constituye también una amenaza.
En estos mismos días, un equipo del Discovery Channel recorre el territorio, preparando un amplio reportaje sobre los recursos arqueológicos, paisajísticos y culturales del sur amazonense: pronto el mundo sabrá de las ruinas de Kuelap, Karajia y Purun Llacta, de las enormes cavernas inexploradas, las cataratas vertiginosas, las especies desconocidas y los maravillosos paisajes, productos turísticos de indudable valor que se incorporarán en los próximos meses a los "brocchiures" de los brockers más competitivos del mercado internacional. Se viene pronto, muy pronto, una avalancha de turistas y Chachapoyas parece adivinarlo: muchas casas antiguas se han acondicionado como hostales, las comunidades empiezan a limpiar sus ruinas y a construir albergues, los artesanos alistan sus telares y los transportistas piensan en mejorar sus servicios.
Eterno, incorregible discrepante, abrigo muchas dudas ante el optimismo con que mi tierra espera el nuevo "boom" turístico.
Los turistas vendrán, sin duda y mucho me temo que vengan masivamente. ¿Qué ocurrirá entonces?
Digamos, para empezar, que Chachapoyas, en cuanto ciudad, no tiene un producto turístico equivalente a los que existen en las comunidades del interior. El centro histórico está deteriorado, las iglesias coloniales virtualmente han desaparecido y ni siquiera tenemos un buen museo. El CTN o Circuito Turístico Nororiental es un proyecto articulado alrededor de la carretera pavimentada, parcialmente ya en construcción que unirá Cajamarca con Leymebamba, Pedro Ruiz y finalmente Chiclayo o Moyobamba, según el caso. El Circuito no incluye a Chachapoyas, que corre el riesgo de quedar aislada del flujo turístico masivo, sobre todo si, como es previsible el "boom" se concentra en los productos de mayor atractivo como Kuelap, Gocta o el Museo de Leymebamba.
PROINVERSIÓN está impulsando decididamente el proyecto de un teleférico entre el Tingo y Kuelap, que traería consigo la concesión del monumento a una empresa privada. Obvio es señalar que un futuro concesionario de Kuelap no tendrá interés alguno en ensanchar o siquiera mantener la carretera actual, porque su negocio estará en atender a los turistas que usaran el teleférico.
De ese modo el teleférico marginaría, de modo irrevocable, a las numerosas comunidades de la zona que aspiran a vender sus productos u ofrecer sus servicios al turismo; estaríamos así ante un fenómeno similar al que se registra en Macchu Picchu, donde el lujoso ferrocarril Hiram Bingham, único medio de visitar el monumento con cierta comodidad solo está al servicio de los clientes del exclusivo Hotel Monasterio. Quien no se aloja en el Monasterio, donde una tour de tres días cuesta 2,150 dólares, no puede usar el Hiram Bingham y simplemente tiene que llegar en el tren "para peruanos" hasta Aguascalientes, desde donde debe arreglárselas, de algún modo, para llegar a Macchu Picchu, si es que puede.
¿Queremos, en verdad, que ocurra eso en Kuelap? No lo acepto.
Una afluencia masiva de turismo receptivo, un incremento inevitable de la demanda solvente, puede elevar exponencialmente el costo de la vida en unas pocas semanas. En rigor, esto no será negativo: es necesario revalorar el producto agrícola, pagar precios justos por la comida que produce el campesino. Pero en Chachapoyas no existe actualmente el "know-how" indispensable para canalizar adecuadamente la nueva demanda. El pequeño mercado alimentario local, orientado casi en su totalidad al consumo inmediato no posee las herramientas tecnológicas y empresariales mínimas para afrontar la competencia de las cadenas de "fast-foods" que acudirán a disputar el mercado turístico. La producción local simplemente sería avasallada ante una irrupción de las empresas especializadas en servicios turísticos, dotadas del capital, el crédito, la tecnología y las vinculaciones necesarias para competir.
La cultura local está igualmente amenazada, la sociedad civil no está organizada para afrontar una brusca incorporación del territorio al gran mercado turístico internacional. Mirémonos en el espejo del Cuzco, donde los cuzqueños virtualmente han sido expulsados de su propio centro histórico por los grandes "brockers" turísticos que controlan la economía y depredan la cultura. El Cuzco está ahora pletórico de discotecas, "fast-foods" y agencias de turismo totalmente controladas por el gran capital. El Cuzco, digámoslo de una vez, huele a marihuana y sus jóvenes buscan un lamentable futuro en el "bricheraje" es decir el trabajo sexual para las visitantes yanquis o europeas ansiosas de una aventura andina con su dosis de droga más. Precisamente a consecuencia de esa exclusión social, el Cuzco se levantó masivamente contra el turismo, hace cuatro o cinco meses apenas.
Un turismo masivo, incontrolado puede destruir en dos o tres años la Chachapoyas que conocemos y amamos. Deprime realmente pensar en la posibilidad de un Kuelap concesionado, de un servicio diario de buses o incluso de helicópteros que traslade los turistas desde al aeropuerto hasta el Tingo, los lleve al monumento en teleférico y los traslade a Chiclayo, Moyobamba o Pomacochas sin mayor inconveniente. Un turismo masivo, monopolizado por tres o cuatro grandes brockers, una sociedad deteriorada, una ecología rápidamente depredada, los valores locales pisoteados, el trafico de drogas, la prostitución y el "braceaje" como únicas alternativas a una juventud empobrecida en medio del auge turístico inminente, son amenazas tangibles, que no se debieran subestimar.
El futuro de Amazonas no debe estar condicionado por el turismo: es necesario diversificar la economía; no podemos "poner todos los huevos en una sola canasta", en este caso la del turismo, sino que, por el contrario hay que modernizar la agricultura, impulsar la artesanía, capitalizar el territorio mediante una infraestructura adecuada. Es necesario consolidar las instituciones sociales y fortalecer el Estado en sus diferentes niveles –básicamente municipal y regional- a fin de tratar con el gran turismo en igualdad de condiciones. A falta de un Estado regulador – y la fragilidad del Estado es uno de los grandes problemas del Perú contemporáneo – es necesario generar, mediante la educación, una sociedad sólida, consciente de sus valores, sus intereses, y sus tradiciones, capaz de imponerle condiciones al capital y poner el recurso turístico al servicio de los hijos de la tierra, los propietarios sociales de los recursos culturales, arqueológicos y paisajísticos existentes en el territorio.
Solo así podremos ser consecuentes con el legado histórico del "sembrador de rebeldías", Rodríguez de Mendoza, el viejo conspirador, el austero sacerdote que quiso forjar en el Perú, también en Chachapoyas una Patria digna, soberana y regida por la justicia social.
1 comentario:
Dramatico , emocionante, esperanzador, aleccionador relato hist. Me gusto y lo recomiendo.
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