German Merino Vigil
EL CÓDIGO CIVIL
(Paris, 1802)
En un vasto salón del antiguo palacio real de las Tullerías, alrededor de una mesa iluminada por pesados candelabros de bronce, deliberan unos veinte hombres prematuramente encanecidos por las vicisitudes de la Revolución y firmemente resueltos a terminar con ella.
El inteligente Talleyrand, Obispo renegado y hábil diplomático, ha escapado tres veces de la guillotina y
se siente muy cómodo en este palacio donde tantas veces ha ofrecido sus servicios a la vieja dinastía. El Ministro de Policía Fouché, tan inteligente como el Obispo, ha votado por la ejecución del Rey y se opone a toda posibilidad de una restauración monárquica. Sieyés, teórico impenitente que ha escrito y cancelado cinco Constituciones, también está presente. A su lado se sienta Tronchet, el abogado que contra toda posibilidad racional intentó defender la cabeza de Luis XVI en la tormentosa tribuna de la Convención. El obeso y sibarítico Cambacèrès, segundo Cónsul de Francia, toma nota de los debates, pero se abstiene prudentemente de intervenir: en doce años de Revolución ha aprendido las saludables virtudes del silencio. El último republicano en ésta reunión es Tallién, el conspirador que derrocó a Robespierre y lo hizo guillotinar hace seis años. Se sienta junto a Portalis, católico devoto y defensor de los sacerdotes que no juraron fidelidad a la Revolución.
Estos hombres de tan diferente destino constituyen ahora el Consejo de Estado de Francia. No discuten medidas diplomáticas ni analizan planes militares: redactan el Código Civil.
Un hombre de treinta años, largos cabellos negros, tez pálida, corta estatura y mirada centelleante preside la mesa: es Napoleón Bonaparte, el mejor general de la República, que ahora la gobierna en calidad de Primer Cónsul.
La Revolución Francesa no se hizo para defender la justicia social -concepto entonces desconocido- sino para facilitar el desarrollo económico y garantizar las libertades individuales que el sistema prerrevolucionario ignoraba.
El feudalismo consideraba al individuo solo como integrante de un sector social, un estamento, una casta que tenía sus propios derechos y privilegios. Le Ley no era la misma para el hombre y para la mujer. Nobles y plebeyos tenían distintos derechos y obligaciones. Clérigos y laicos no estaban sujetos a la misma legislación. Tampoco el país era uno sólo: las distintas provincias de la Francia monárquica tenían sus propios impuestos, barreras arancelarias y privilegios regionales.
Las costumbres de los francos, el derecho romano, el derecho canónico y el derecho consuetudinario, habían establecido en el país un heterogéneo y contradictorio conjunto de normas legales y procesales.
La Ley no era la misma en Bretaña que en Normandía, los impuestos eran distintos, un contrato válido en una provincia podía ser nulo en otra. De ese modo, todo el orden social y económico se basaba en la voluntad del Rey, supremo legislador y arbitro definitivo.
La Revolución echó abajo ese sistema anacrónico: anuló los privilegios feudales y los impuestos internos, impuso el sistema métrico decimal y postuló una sociedad libre donde todos los hombres eran iguales.
Pero fue Napoleón Bonaparte quien codificó esos derechos y los expresó jurídicamente en un documento destinado a cambiar la historia de la civilización occidental: el Código Civil.
Oficial de artillería proveniente de la nobleza pobre y dotado de una poderosa inteligencia, Napoleón Bonaparte ganó sus batallas aplicando al arte de la guerra sus conocimientos de matemáticas e historia, así como un valor personal casi suicida. Se mantuvo al margen de la política durante los diez primeros años de la Revolución, derrotó a los ejércitos extranjeros y se definió como servidor de Francia, no de sus gobernantes.
Cuando los partidos se devoraron entre sí, cuando la inflación, el caos y la restauración monárquica amenazaron a la República, Bonaparte tomó el poder con apoyo del Ejército y proclamó que, cumplidos sus fines, la Revolución había terminado.
Aquel militar demostró entonces que era un profundo político: proclamó la amnistía, llamó a todos los emigrados, colocó en el gobierno a los más capaces sin tener en cuenta su pasado y prometió que su gobierno garantizaría la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, compromisos aurorales de la Revolución.
El Código Civil.
Conocido durante mucho tiempo como Código Napoleón, el Código Civil fue redactado durante los cuatro primeros meses del año 1802.
Para redactarlo, Bonaparte llamó a los expertos, sin tener en cuenta su pasado político. Era necesario resumir los Derechos del Hombre y del Ciudadano -“retórica de diputados” según el Primer Cónsul-, en un documento práctico, fácil de comprender, aplicable a los problemas cotidianos de la sociedad. El Código debía combinar los principios fundamentales de la Revolución con los mejores elementos de la tradición jurídica francesa: el derecho romano y el derecho consuetudinario.
El matrimonio, el divorcio, la empresa, la herencia, la propiedad, la compra, la venta, la garantía, el nacimiento, la adopción, la defunción, el crédito, el interés, el domicilio, la asociación, la responsabilidad, debían ser normados de manera sencilla.
El Código fue discutido en cincuenta y siete sesiones del Consejo de Estado e incorporó a la legislación los conceptos fundacionales de la Revolución: la igualdad ante la Ley, el derecho a la propiedad, el matrimonio civil, las libertades de conciencia, asociación y trabajo. Políticamente, el Código Civil consagra la igualdad; socialmente, defiende y consolida la familia; económicamente, garantiza la propiedad.
Durante los debates, Bonaparte confrontaba las opiniones de monárquicos y jacobinos, pedía antecedentes, ofrecía ejemplos sencillos y debatía de igual a igual con todos. Mientras se discutía apasionadamente el tema del divorcio, Sieyés le dijo al hombre más poderoso de Francia: “ ¡Cállese, ciudadano¡”. Bonaparte - que en cualquier otra circunstancia hubiera castigado al insolente- guardó silencio.
Fundado en el principio de que todos los hombres son libres e iguales, el Código asume que todos son igualmente responsables de sus actos. Sus 2,281 artículos, escritos en un estilo claro y comprensible, constituyen la expresión jurídica de la Revolución Francesa.
Instrumento fundamental de la civilización occidental y soporte jurídico del sistema capitalista, el Código Civil regula todos los actos de la vida del hombre, desde su nacimiento hasta su muerte.
Carlos Marx, irreconciliable crítico de Napoleón, escribía cincuenta años más tarde que “El Código Civil hizo posible el desarrollo del capitalismo”. El autor de “El Capital” explicaba que la confusa legislación previa a la Revolución Francesa había sido el principal obstáculo para el desarrollo de la actividad empresarial y la acumulación de capital.
El Código fue promulgado por Ley del 21 de Marzo de 1804 con el nombre de Código Civil de los Franceses y en 1807 recibió el nombre de Código Napoleón. Al principio se impuso en toda Europa mediante la razón de la fuerza: las conquistas de Bonaparte extendieron su vigencia a todos los países incorporados al Imperio Francés.
Más tarde, el Código se impuso por la fuerza de la razón en el resto del mundo: las jóvenes repúblicas sudamericanas, hijas de la Revolución Francesa, aplicaron a su legislación la nueva normatividad.
En el Perú, fue el Libertador Ramón Castilla, -asesorado por José Gálvez- quien promulgó el primer Código Civil el 29 de diciembre de 1851.
Proclamado en 1804 emperador de los franceses, Bonaparte emprendió una larga lucha contra Inglaterra que lo llevó a conquistar toda Europa. En realidad se trataba de una pugna por la hegemonía mundial entre las dos grandes potencias de la Revolución Industrial: Francia e Inglaterra. Derrotado en 1815, Bonaparte fue encarcelado de por vida en la solitaria isla de Santa Elena, donde murió seis años más tarde.
Cuentan sus biógrafos que en las largas horas de su destierro, el emperador destronado analizaba su propia historia, recordaba las grandes batallas que había ganado y los ricos Estados que sus ejércitos habían conquistado. “Pero dentro de cien años, todo esto se habrá olvidado, -solía decir-: lo que siempre se recordará de mi obra es el Código Civil”.
Tenía razón.
(Paris, 1802)
En un vasto salón del antiguo palacio real de las Tullerías, alrededor de una mesa iluminada por pesados candelabros de bronce, deliberan unos veinte hombres prematuramente encanecidos por las vicisitudes de la Revolución y firmemente resueltos a terminar con ella.
El inteligente Talleyrand, Obispo renegado y hábil diplomático, ha escapado tres veces de la guillotina y
se siente muy cómodo en este palacio donde tantas veces ha ofrecido sus servicios a la vieja dinastía. El Ministro de Policía Fouché, tan inteligente como el Obispo, ha votado por la ejecución del Rey y se opone a toda posibilidad de una restauración monárquica. Sieyés, teórico impenitente que ha escrito y cancelado cinco Constituciones, también está presente. A su lado se sienta Tronchet, el abogado que contra toda posibilidad racional intentó defender la cabeza de Luis XVI en la tormentosa tribuna de la Convención. El obeso y sibarítico Cambacèrès, segundo Cónsul de Francia, toma nota de los debates, pero se abstiene prudentemente de intervenir: en doce años de Revolución ha aprendido las saludables virtudes del silencio. El último republicano en ésta reunión es Tallién, el conspirador que derrocó a Robespierre y lo hizo guillotinar hace seis años. Se sienta junto a Portalis, católico devoto y defensor de los sacerdotes que no juraron fidelidad a la Revolución.
Estos hombres de tan diferente destino constituyen ahora el Consejo de Estado de Francia. No discuten medidas diplomáticas ni analizan planes militares: redactan el Código Civil.
Un hombre de treinta años, largos cabellos negros, tez pálida, corta estatura y mirada centelleante preside la mesa: es Napoleón Bonaparte, el mejor general de la República, que ahora la gobierna en calidad de Primer Cónsul.
La Revolución Francesa no se hizo para defender la justicia social -concepto entonces desconocido- sino para facilitar el desarrollo económico y garantizar las libertades individuales que el sistema prerrevolucionario ignoraba.
El feudalismo consideraba al individuo solo como integrante de un sector social, un estamento, una casta que tenía sus propios derechos y privilegios. Le Ley no era la misma para el hombre y para la mujer. Nobles y plebeyos tenían distintos derechos y obligaciones. Clérigos y laicos no estaban sujetos a la misma legislación. Tampoco el país era uno sólo: las distintas provincias de la Francia monárquica tenían sus propios impuestos, barreras arancelarias y privilegios regionales.
Las costumbres de los francos, el derecho romano, el derecho canónico y el derecho consuetudinario, habían establecido en el país un heterogéneo y contradictorio conjunto de normas legales y procesales.
La Ley no era la misma en Bretaña que en Normandía, los impuestos eran distintos, un contrato válido en una provincia podía ser nulo en otra. De ese modo, todo el orden social y económico se basaba en la voluntad del Rey, supremo legislador y arbitro definitivo.
La Revolución echó abajo ese sistema anacrónico: anuló los privilegios feudales y los impuestos internos, impuso el sistema métrico decimal y postuló una sociedad libre donde todos los hombres eran iguales.
Pero fue Napoleón Bonaparte quien codificó esos derechos y los expresó jurídicamente en un documento destinado a cambiar la historia de la civilización occidental: el Código Civil.
Oficial de artillería proveniente de la nobleza pobre y dotado de una poderosa inteligencia, Napoleón Bonaparte ganó sus batallas aplicando al arte de la guerra sus conocimientos de matemáticas e historia, así como un valor personal casi suicida. Se mantuvo al margen de la política durante los diez primeros años de la Revolución, derrotó a los ejércitos extranjeros y se definió como servidor de Francia, no de sus gobernantes.
Cuando los partidos se devoraron entre sí, cuando la inflación, el caos y la restauración monárquica amenazaron a la República, Bonaparte tomó el poder con apoyo del Ejército y proclamó que, cumplidos sus fines, la Revolución había terminado.
Aquel militar demostró entonces que era un profundo político: proclamó la amnistía, llamó a todos los emigrados, colocó en el gobierno a los más capaces sin tener en cuenta su pasado y prometió que su gobierno garantizaría la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad, compromisos aurorales de la Revolución.
El Código Civil.
Conocido durante mucho tiempo como Código Napoleón, el Código Civil fue redactado durante los cuatro primeros meses del año 1802.
Para redactarlo, Bonaparte llamó a los expertos, sin tener en cuenta su pasado político. Era necesario resumir los Derechos del Hombre y del Ciudadano -“retórica de diputados” según el Primer Cónsul-, en un documento práctico, fácil de comprender, aplicable a los problemas cotidianos de la sociedad. El Código debía combinar los principios fundamentales de la Revolución con los mejores elementos de la tradición jurídica francesa: el derecho romano y el derecho consuetudinario.
El matrimonio, el divorcio, la empresa, la herencia, la propiedad, la compra, la venta, la garantía, el nacimiento, la adopción, la defunción, el crédito, el interés, el domicilio, la asociación, la responsabilidad, debían ser normados de manera sencilla.
El Código fue discutido en cincuenta y siete sesiones del Consejo de Estado e incorporó a la legislación los conceptos fundacionales de la Revolución: la igualdad ante la Ley, el derecho a la propiedad, el matrimonio civil, las libertades de conciencia, asociación y trabajo. Políticamente, el Código Civil consagra la igualdad; socialmente, defiende y consolida la familia; económicamente, garantiza la propiedad.
Durante los debates, Bonaparte confrontaba las opiniones de monárquicos y jacobinos, pedía antecedentes, ofrecía ejemplos sencillos y debatía de igual a igual con todos. Mientras se discutía apasionadamente el tema del divorcio, Sieyés le dijo al hombre más poderoso de Francia: “ ¡Cállese, ciudadano¡”. Bonaparte - que en cualquier otra circunstancia hubiera castigado al insolente- guardó silencio.
Fundado en el principio de que todos los hombres son libres e iguales, el Código asume que todos son igualmente responsables de sus actos. Sus 2,281 artículos, escritos en un estilo claro y comprensible, constituyen la expresión jurídica de la Revolución Francesa.
Instrumento fundamental de la civilización occidental y soporte jurídico del sistema capitalista, el Código Civil regula todos los actos de la vida del hombre, desde su nacimiento hasta su muerte.
Carlos Marx, irreconciliable crítico de Napoleón, escribía cincuenta años más tarde que “El Código Civil hizo posible el desarrollo del capitalismo”. El autor de “El Capital” explicaba que la confusa legislación previa a la Revolución Francesa había sido el principal obstáculo para el desarrollo de la actividad empresarial y la acumulación de capital.
El Código fue promulgado por Ley del 21 de Marzo de 1804 con el nombre de Código Civil de los Franceses y en 1807 recibió el nombre de Código Napoleón. Al principio se impuso en toda Europa mediante la razón de la fuerza: las conquistas de Bonaparte extendieron su vigencia a todos los países incorporados al Imperio Francés.
Más tarde, el Código se impuso por la fuerza de la razón en el resto del mundo: las jóvenes repúblicas sudamericanas, hijas de la Revolución Francesa, aplicaron a su legislación la nueva normatividad.
En el Perú, fue el Libertador Ramón Castilla, -asesorado por José Gálvez- quien promulgó el primer Código Civil el 29 de diciembre de 1851.
Proclamado en 1804 emperador de los franceses, Bonaparte emprendió una larga lucha contra Inglaterra que lo llevó a conquistar toda Europa. En realidad se trataba de una pugna por la hegemonía mundial entre las dos grandes potencias de la Revolución Industrial: Francia e Inglaterra. Derrotado en 1815, Bonaparte fue encarcelado de por vida en la solitaria isla de Santa Elena, donde murió seis años más tarde.
Cuentan sus biógrafos que en las largas horas de su destierro, el emperador destronado analizaba su propia historia, recordaba las grandes batallas que había ganado y los ricos Estados que sus ejércitos habían conquistado. “Pero dentro de cien años, todo esto se habrá olvidado, -solía decir-: lo que siempre se recordará de mi obra es el Código Civil”.
Tenía razón.
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