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12 may 2013
ERROR FATAL DE JUAN VELASCO.
El error fatal del general Velasco.
(Lima, 5 de febrero, 1975)
Los periodistas y empleados de "La Crónica" empezamos a disparar desde ventanas y azoteas cuando el primer grupo de amotinados se precipitó por la Avenida Abancay con la evidente intención de quemar el periódico. Vi a Mirko Lauer empuñar con las dos manos una pistola
"Star" de fabricación española y a Pedro Parra disparar con una carabina M1 calibre .30. Raúl Vargas, integrante del Consejo Directivo del diario, arrojaba pestilentes botellas de ácido sulfúrico desde la azotea. Se me había asignado una escopeta "Stevens" de repetición, un arma más bien disuasiva, así que disparé al pavimento, cerca de la masa, desde el portillo de distribución de la puerta principal, procurando desalentar a los atacantes, saqueadores o simples vándalos que jaqueaban La Crónica.
Después de resistir varios ataques con dinamita y “cocteles molotov”, logramos cerrar la calle a balazos. Episodios similares se vivían en Expreso, La Prensa y el Comercio. Esa tarde se supo que los diarios de Lima -estatizados siete meses antes- eran en realidad sólidos fortines ocupados por gente armada. Pero Correo y Ojo en la avenida Wilson, el local del SINAMOS en el Centro Cívico y el Círculo Militar de la Plaza San Martin fueron incendiados por la muchedumbre.
La víspera, el cuatro de febrero, un cordial ginecólogo me había informado acerca de mi nueva condición de futuro padre. Después de la consulta , me dirigí al centro, para cumplir mi horario de redactor político en La Crónica, a pocos metros de la Comandancia de Radiopatrulla de La Victoria, donde se habían concentrado desde la víspera unos tres mil policías en huelga. No se sabían las causas. Se hablaba de los bajos sueldos, del trato prepotente que sufrían los policías en aquel gobierno compuesto exclusivamente por militares. Se hablaba de un sargento de la Guardia Civil abofeteado por el poderoso Jefe de la Casa Militar, el general Ibáñez. Nadie sabía las causas pero los policías se hallaban en huelga desde el dos de febrero y el comando de la sublevación se había atrincherado, justamente, en la comisaria de La Victoria.
En la noche del 4, la División Blindada entró en Lima, capturó los cuarteles policiales y se retiró después, dejando la ciudad desguarnecida.
Fue un episodio relativamente incruento: desde la azotea del diario pudimos ver como los tanques derribaban el muro perimétrico e ingresaban al recinto policial; detrás de los tanques, entró la infantería, disparando ráfagas cortas y tomando el control del edificio policial en unos diez minutos aproximadamente. Como testigo presencial, puedo decir que esa noche no hubo más que tres policías heridos. No hubieron muertos ni mucho menos fusilados como se comentaría después. Los de la Blindada ocuparon el cuartel, pusieron en prisión a los cabos y sargentos sublevados y libertaron a los guardias civiles, devolviéndoles inclusive sus revólveres ´38, que en el Perú son invariablemente propiedad del policía y no del Estado.
Antes del amanecer, la División Blindada se retiró de Lima llevándose a un buen número de policías prisioneros, cabos y sargentos. Otros, la mayor parte, fueron desarmados y puestos en libertad ahí nomás, en plena Avenida Grau.
El motín policial fue debelado, pero no la huelga: los policías no volvieron a sus comisarías. Una población desorientada salió a las calles sin noción concreta de lo que estaba ocurriendo y de ese modo, el motín y los saqueos del cinco de febrero devinieron inevitables.
Grupos organizados acudían a los Barracones del Callao, a Rugía, a la Huerta Perdida y a otros barrios similares convocando gente con el grito de “Todos a Lima, no hay guardias en Lima, Lima esta papayita”. No era difícil, parece que habian buses disponibles y donde no se requisaban buses.
A las tres de la tarde, el centro de la capital era un caótico campo de batalla. Cien mil desheredados saqueaban supermercados, bodegas y bazares, apoderándose de apetecidos bienes de consumo: televisores, fardos de tela, refrigeradoras y prendas de vestir se remataban en un mercadillo improvisado en la plaza Unión, todo "a precio de saqueo".
Bien organizados grupos de hampones atacaban joyerías, cooperativas de crédito, agencias bancarias y locales de prestamistas y usureros en busca de dinero y joyas. Comandos paramilitares cuyos jefes llevaban pañuelos blancos en la cabeza coordinaban el motín: habían incendiado el diario Correo, el Centro Cívico y el Círculo Militar de la Plaza San Martín.
La crisis originada por la primera huelga policial en la historia de la República no terminó hasta las cinco de la tarde, cuando una docena de carros blindados irrumpieron en Lima por la Avenida Tacna "barriendo" las calles con ametralladoras calibre ´50. Las tanquetas impusieron, finalmente, un silencio ensangrentado.
El número de muertos nunca se conoció oficialmente.
Pero esa noche, en "La Crónica", el veterano periodista Humberto Castillo Anselmo resumió la situación en cuatro palabras: "esto se acabó, muchachos", dijo. El "chivo" Castillo se refería, naturalmente, a la Revolución Peruana y al Presidente Juan Velasco Alvarado
Estatización.
Algunos meses antes, el 28 de julio de 1974, el Gobierno Revolucionario había expropiado todos los diarios con tiraje superior a los 25,000 ejemplares. Los periódicos -se dijo- estaban al servicio de poderosos intereses económicos. La nueva sociedad que se estaba creando exigía modificar también la estructura informativa del país y en consecuencia, los diarios serían «transferidos», en algún momento, a las organizaciones populares de campesinos, profesionales, obreros y artistas.
Transitoriamente, los diarios serían dirigidos por Comités Especiales, designados mediante Decreto Supremo. Brillantes periodistas como Guillermo Thorndike, intelectuales como Walter Peñaloza Ramella, políticos como Efraín Ruiz Caro, Alberto Ruiz Eldredge y Héctor Cornejo Chávez, aceptaron la Dirección de los diarios expropiados.
Con ellos, entraba a los diarios de Lima una nueva generación de periodistas comprometidos con el proceso que dirigía Velasco. Jóvenes pero veteranos ya en el periodismo político y artesanal del mimeógrafo, el boletín sindical y la emisora provinciana, sabíamos que controlar diarios como La Crónica, El Comercio, La Prensa y Correo era acceder al verdadero poder informativo del país.
Desde esos diarios, se había manipulado la opinión pública durante casi cien años. El Partido Civil, el leguiísmo, el sanchecerrismo, el pradismo y el odriísmo habían hallado en esa prensa oligárquica el poderoso soporte ideológico que les permitió hacer del Perú un país injusto. Por eso, el 28 de julio el primer gran titular de La Crónica estatizada fue un ingenioso juego de palabras "Ahora, la oligarquía es un tigre sin papel"
Muy pocos de entre nosotros advirtieron que, paralelamente, se había dictado un Estatuto de Prensa que establecía una normatividad sibilina: para editar un periódico era necesario inscribirlo previamente en un Registro a cargo del Prefecto de cada Departamento. La libertad de prensa, en el Perú, era un asunto reservado al Ministerio del Interior.
Desde 1968, el general Velasco gobernaba el país con mano de hierro. Nacionalista, autoritario, carismático y eficiente, había conducido la Reforma Agraria más radical de América Latina. Las reformas estructurales de Velasco -muy lejos de la inspiración comunista que se les atribuiría más tarde- se basaban en el modelo cepaliano de sustitución de exportaciones vigente en la década de los 70: se trataba de crear un mercado interno, reduciendo las diferencias sociales y encomendando la industrialización a empresas privadas que debían ser tuteladas por un poderoso sector estatal. Un eficiente sistema de subsidios mantenía los precios relativamente bajos y un severo control aduanero recortaba la importación de numerosos bienes de consumo considerados suntuarios.
Paralelamente, Velasco declaró cancelados los partidos políticos: parasitarios e ineficientes según la versión oficial, los partidos fueron condenados como mecanismos de intermediación, conducidos por cúpulas que manipulaban la voluntad colectiva. En tales términos, la estatización de la prensa parecía paso necesario hacia un nuevo orden, orientado a la solidaridad y la justicia.
Pero en realidad, la estatización de los diarios sacó del juego al sector mayoritario de la clase política, a la oposición formal y establecida.
Decepción
Los jóvenes periodistas e intelectuales que conducíamos los periódicos estatizados comprobamos bien pronto los límites de la nueva libertad de prensa: si ningún gobierno acepta la crítica, menos que ninguno la aceptará un gobierno militar. Casos de corrupción denunciados por la prensa motivaron severas y sibilinas advertencias. Prestigiosos columnistas fueron silenciosamente defenestrados: eran "contrarrevolucionarios". La noción de una Verdad Oficial, legitimada desde el poder, empezaba a abrirse paso ominosamente.
Cuando la irreverente crítica de «Caretas» trajo consigo la clausura del semanario y la deportación de su Director Enrique Zileri, los periodistas fuimos conminados a guardar silencio: la libertad de prensa estaba limitada por "los parámetros de la Revolución Peruana", explicó el Director de «El Comercio», Héctor Cornejo Chávez.
El debate central versaba sobre la organización política: ¿era necesario organizar un partido capaz de asumir los espacios sociales y administrativos del Estado, reservados entonces a los militares? O por el contrario, quienes proponían crear un partido revolucionario …. ¿Eran acaso agentes de una organización secreta, probablemente comunista, que se proponía llevar el país mucho más allá del proyecto reformista que auspiciaban los militares?
Una misteriosa conspiración destinada a entregar a los Estados Unidos la relación del armamento adquirido en la Unión Soviética, fue silenciada para no comprometer al prestigioso Primer Ministro, General Mercado Jarrín. El espía era un oficial entonces desconocido, el capitán Vladimiro Montesinos.
La noticia política más importante- la sucesión de Velasco-, era un tema prohibido. El Presidente estaba enfermo y ya se generaba un peligroso vacío de poder alrededor de su persona. En las Fuerzas Armadas la necesidad de un sucesor era secreto a voces y motivo de áspero debate en el que sólo participaban los jefes de las cinco Regiones Militares.
Se formaron logias secretas, conducidas por militares y políticos que empezaron a organizar partidos políticos semiclandestinos, deseosos de imponer su propia alternativa de gobierno.
Algunos de los numerosos Servicios de Inteligencia se preparaban ya, silenciosamente, a controlar los diarios, los sindicatos y el agonizante SINAMOS.
Así, la prensa estatizada se convirtió en escenario de un conflicto institucional en el que se jugaba el destino del país. La importante y politizada clase media no participaba en la polémica y desconfiaba de la prensa "parametrada". Muy pronto los rumores reemplazaron a las noticias: se hablaba de una inminente guerra con Chile, de supuestos asesores "infiltrados" que gobernaban al país desde una cierta clandestinidad. Misteriosos atentados sacudían Lima. Los periodistas aprendimos a llevar pistola bajo el sobaco y a enterarnos de las noticias a través de los boletines nocturnos de la BBC de Londres.
De ese modo, cuando en la madrugada del 3 de febrero la Guardia Civil se declaró en huelga, los diarios estatizados sólo atinaron a guardar silencio.
La historia ha preferido olvidar los sucesos -y las lecciones- del cinco de febrero de 1975.
Una antimemoria selectiva afecta a políticos, periodistas e historiadores que guardan sobre el tema un incómodo silencio. Nunca se llegó a saber quiénes organizaron la asonada. Ningún científico social ha efectuado investigación alguna sobre el motín policial y sus consecuencias políticas.
Nadie llegó a explicar, por ejemplo, porqué el general Leónidas Rodríguez, considerado como el hombre de confianza de Velasco, se retiró de Lima con sus tanques después de tomar Radiopatrulla, sin adoptar medida alguna para garantizar el orden ni la propiedad. Nadie se ocupó de investigar quienes eran esos jóvenes bien vestidos que llegaron temprano, cerca de las nueve, con buses alquilados hasta los barrios del hampa como Malambito, la Huerta Perdida y Ruggia, movilizando a los delincuentes que a mediodía desataron el saqueo de la ciudad desguarnecida.
Mi opinión personal, la sensación que conservo treinta y seis años después, es que tanto la huelga policial como el saqueo subsecuente fueron episodios promovidos por algún servicio secreto, probablemente el de la Marina, para agudizar las discrepancias internas del gobierno militar y precipitar un golpe de Estado contra Velasco.
El motín del cinco de febrero demostró las debilidades internas del régimen: no había, realmente, una organización política, popular, capaz de defender en la calle las reformas de Velasco. La autoridad omnímoda del Presidente había anulado las instituciones que hubieran podido conjurar la crisis.
Las muchedumbres que respaldaban al general Velasco en nutridas manifestaciones, no salieron a las calles ese día, no estaban organizadas. La prensa estatizada había perdido la credibilidad. Sin partidos organizados ni canales coherentes para la actividad política, el Perú era un peligroso polvorín donde cualquier incidente podía provocar una catástrofe.
Los sucesos del cinco de febrero hicieron también evidente el rencor, la indignación colectiva que convirtió a los periódicos estatizados en la presa de una clase media que, al incendiarlos, exigía con violencia su derecho a una información veraz e independiente.
Los sucesos de febrero demostraron, además, que los miles de saqueadores que convirtieron Lima en un campo de batalla, estaban dispuestos a acudir a la violencia para acceder a los bienes de la satanizada "sociedad de consumo".
Apenas seis meses después, el general Velasco fue derrocado por las Fuerzas Armadas. Los diarios fueron devueltos a sus dueños el 28 de julio de 1980.
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