By German Merino.
LA MUERTE DE SÓCRATES.
(Atenas, siglo IV A de C.)
El anciano
se asomó a la ventana de su calabozo y contempló brevemente un paisaje
lleno de dulzura: el puerto del Pireo, en cuyas aguas casi celestes
flotaban las barcas de los pescadores; la marisma cubierta por la
neblina matinal, las casas de paredes blancas al pie de la Acrópolis,
la estatua de Palas, Diosa de la Sabiduría, entronizada en el Partenón,
muy encima de los
Altos Muros que defendían la ciudad.
Después, interrogó al verdugo.
Curioso
como siempre, quería saber como beber la cicuta, el veneno que iba a
poner fin a su vida por mandato de la Ley. No aceptó el llanto de sus
alumnos que habían pasado con él la última noche; bebió tranquilo el
último trago y caminó un poco, hasta que las piernas se le entumecieron.
Entonces se acostó, impartió algunas recomendaciones finales a sus
discípulos y se cubrió la cara con el manto para morir.
La ciudad era Atenas y el hombre, Sócrates.
Una cultura espléndida.
“Nuestro
régimen no imita instituciones ni constituciones ajenas; somos nosotros
mas bien quienes servimos de modelo a los demás. En ésta tierra de
nuestros antepasados hemos creado una sociedad de hombres libres y la
hemos defendido con nuestras propias armas”.
Estas orgullosas
palabras del gobernante ateniense Pericles describen a la democracia
esclavista de Atenas en el apogeo de la cultura helénica. En aquel
“Siglo de Pericles” la economía, la cultura y la democracia atenienses
sirvieron de modelo al mundo; unos 30,000 ciudadanos, dueños de la
tierra y los esclavos, tomaban las decisiones del gobierno, la
administración y la justicia. El arte, la filosofía y el comercio
alcanzaron niveles excepcionales en aquella ciudad-estado cuyos valores
se extendían a toda la península griega y el archipiélago inmediato.
Atenas
había alcanzado la prosperidad y el poder a partir de una economía
basada en la pequeña propiedad agraria. El cultivo de los cereales,
algunos frutales, la vid y el olivo sustentaban la dieta nacional.
Algunas cabras y muy pocas vacas proporcionaban carne, queso y leche. La
pobreza del suelo obligó a los atenienses a buscar un futuro en el
comercio y la artesanía, pero las minas de plata de Laurión, inmediatas a
la ciudad, garantizaban la estabilidad monetaria.
El terreno
quebradizo, lleno de barrancas, no permitía el uso de los caballos y así
los atenienses aprendieron a pelear a pie. Combatían en filas
apretadas, cubiertos de pesadas armaduras. El deporte gimnástico que
aseguraba el excelente estado físico de los atenienses y la actitud
científica de los estrategas de Atenas que aplicaron la filosofía al
arte de la guerra, convirtieron a aquella temible infantería de
ciudadanos-soldados en la más poderosa fuerza militar de su tiempo.
El
maravilloso mundo de las ciudades-estado griegas y su cultura imperaba
en la cuenca del Mediterráneo; la flota mercante griega dominaba los
mares y sus tropas, dirigidas por hijos de la gran ciudad de Atenas
habían derrotado al enorme imperio persa. Los artistas atenienses
impusieron un código estético vigente hasta nuestros días, sus
fabricantes, comerciantes y banqueros, impulsaban la producción y la
circulación de mercancías.
Un viejo detestable.
A la metrópoli
acudían de todo el mundo helénico artistas, poetas, científicos,
filósofos, estudiantes y maestros. Hombres ricos de lugares tan lejanos
como Sicilia enviaban a sus hijos a estudiar en Atenas, donde el maestro
más eminente era Sócrates. Pero el filósofo se negaba tercamente a
cobrar ninguna clase de honorarios.
Desde un código de valores contemporáneo, Sócrates sería considerado seguramente un viejo detestable.
Calvo,
de nariz gruesa y corta estatura, era, además, pobre, condición que
nunca ha despertado simpatías. Trabajaba, apenas lo necesario para
mantener a su familia, como cantero o escultor ocasional. Su mujer,
Xantipa, adolecía del mal genio común a las esposas de los pobres y así
el mayor placer para ese hombre consistía en verse lejos de casa.
Se
levantaba temprano, tomaba un desayuno de pan con vino, vestía una
túnica y un manto de tela burda y escapaba en busca de una tienda, un
templo, un baño público, acaso una esquina propicia para conversar y
discutir, hostigando a los atenienses con sus preguntas mayéuticas,
impregnadas de lógica implacable e irritante.
Cuando el oráculo de
Delfos proclamó que aquel holgazán era el más sabio de los atenienses,
Sócrates comentó con sorna: “el oráculo me ha escogido como el más
sabio, porque soy el único que sabe que no sabe nada”.
Esa actitud
de maliciosa ironía y equívoca modestia le daba ventajas imprevistas:
aparentando desconocer las respuestas, acosaba a sus interlocutores con
preguntas e inferencias, llevándolos a conclusiones inesperadas pero
lógicas.
Sus conciudadanos reconocían su valor de soldado,
demostrado en la batalla de Delium contra los espartanos. Pero admiraban
en mayor medida el valor moral que demostró cuando, después de una
derrota, se ordenó la ejecución colectiva de diez generales. En el
ágora de Atenas, Sócrates se enfrentó a la multitud enfurecida y salvó
aquellas vidas demostrando que condenar a diez hombres por un mismo
delito era un acto carente de lógica y, por lo mismo, una injusticia.
Evangelista
del razonamiento riguroso, predicaba lógica en las calles de Atenas
como después Jesús predicaría amor en las aldeas de Judea.
Y como
Jesús, sin haber escrito en su vida una palabra, ejerció en el
pensamiento humano una influencia que millares de libros no podrán
superar.
Intolerancia.
Ese hombre persuasivo cambió el curso de la civilización.
Enseñó
que toda buena conducta se desarrolla bajo la guía del entendimiento y
que, en el fondo, toda virtud consiste en la primacía de la inteligencia
sobre la emoción: el acto bueno es el acto inteligente y lógico; la
felicidad humana llegaría, a criterio de Sócrates, cuando el hombre
hubiera aprendido a definir las premisas y deducir las consecuencias.
Sus
deducciones exactas y luminosas sentaron las bases de la filosofía
griega y por extensión, constituyen el punto de partida del pensamiento
contemporáneo.
Las enseñanzas de Sócrates acaso no hubieran
impresionado tanto a la humanidad si su autor no hubiera muerto mártir
de sus ideas.
Se acusó al maestro de no creer en los dioses de la
ciudad y corromper a la juventud con ideas perniciosas. Aquel proceso
fue un típico caso de intolerancia. Aristóteles dijo mas adelante que la
muerte de Sócrates demuestra las debilidades del sistema democrático,
donde una mayoría perversa puede imponer el mal.
En efecto, pese a la
lúcida defensa de Sócrates, un jurado de 501 ciudadanos lo condenó a
muerte por 60 votos. Al reo le quedaba el recurso legal de pedir una
pena más suave y una nueva votación. Si hubiera apelado humildemente,
con los lamentos e imploraciones acostumbrados, más de 30 jueces
hubieran cambiado su voto.
Pero el anciano se mantuvo racionalmente
ecuánime ante la tragedia. “Yo creo en el imperio de la Ley- dijo-: el
buen ciudadano obedece las leyes de su ciudad. Las leyes de Atenas me
han condenado a muerte y la inferencia es que, como buen ciudadano, debo
morir ”.
La deducción era inaceptable para sus amigos, jóvenes y
ricos, ansiosos de pagar una fuga a cualquier ciudad del archipiélago
donde el maestro hubiera seguido enseñando. Pero el viejo se mantuvo
firme: para dar su última lección, Sócrates debía morir.
El final de un justo.
En
su dialogo “Fedón”, Platón cuenta que Sócrates pasó su última noche
hablando de filosofía con sus jóvenes discípulos: ¿Existe otra vida
después de la muerte?
Sócrates se inclinaba a la afirmativa, pero
escuchaba con atención las opiniones contrarias. Conservó su serenidad
hasta el fin sin permitir que la emoción influyera en su razonamiento. A
pocas horas de su muerte, discutía sobre la inmortalidad del alma con
desapasionada lucidez.
Cuando llegó la hora fatal, sus discípulos se
congregaron alrededor del maestro, preparándose para el horror de verle
beber la cicuta. Entonces, Sócrates se acercó a la ventana para mirar
por última vez la ciudad que tanto había amado.
“Así llegó - dice
Platón- el fin de nuestro amigo, que entre todos los hombres que hemos
conocido, fue el más bueno, el más justo y el más sabio”
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