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13 may 2013

LA MUERTE DE SOCRATES

By German Merino.

LA MUERTE DE SÓCRATES.
(Atenas, siglo IV A de C.)
El anciano se asomó a la ventana de su calabozo y contempló brevemente un paisaje lleno de dulzura: el puerto del Pireo, en cuyas aguas casi celestes flotaban las barcas de los pescadores; la marisma cubierta por la neblina matinal, las casas de paredes blancas al pie de la Acrópolis, la estatua de Palas, Diosa de la Sabiduría, entronizada en el Partenón, muy encima de los
Altos Muros que defendían la ciudad.
Después, interrogó al verdugo.
Curioso como siempre, quería saber como beber la cicuta, el veneno que iba a poner fin a su vida por mandato de la Ley. No aceptó el llanto de sus alumnos que habían pasado con él la última noche; bebió tranquilo el último trago y caminó un poco, hasta que las piernas se le entumecieron. Entonces se acostó, impartió algunas recomendaciones finales a sus discípulos y se cubrió la cara con el manto para morir.
La ciudad era Atenas y el hombre, Sócrates.
Una cultura espléndida.
“Nuestro régimen no imita instituciones ni constituciones ajenas; somos nosotros mas bien quienes servimos de modelo a los demás. En ésta tierra de nuestros antepasados hemos creado una sociedad de hombres libres y la hemos defendido con nuestras propias armas”.
Estas orgullosas palabras del gobernante ateniense Pericles describen a la democracia esclavista de Atenas en el apogeo de la cultura helénica. En aquel “Siglo de Pericles” la economía, la cultura y la democracia atenienses sirvieron de modelo al mundo; unos 30,000 ciudadanos, dueños de la tierra y los esclavos, tomaban las decisiones del gobierno, la administración y la justicia. El arte, la filosofía y el comercio alcanzaron niveles excepcionales en aquella ciudad-estado cuyos valores se extendían a toda la península griega y el archipiélago inmediato.
Atenas había alcanzado la prosperidad y el poder a partir de una economía basada en la pequeña propiedad agraria. El cultivo de los cereales, algunos frutales, la vid y el olivo sustentaban la dieta nacional. Algunas cabras y muy pocas vacas proporcionaban carne, queso y leche. La pobreza del suelo obligó a los atenienses a buscar un futuro en el comercio y la artesanía, pero las minas de plata de Laurión, inmediatas a la ciudad, garantizaban la estabilidad monetaria.
El terreno quebradizo, lleno de barrancas, no permitía el uso de los caballos y así los atenienses aprendieron a pelear a pie. Combatían en filas apretadas, cubiertos de pesadas armaduras. El deporte gimnástico que aseguraba el excelente estado físico de los atenienses y la actitud científica de los estrategas de Atenas que aplicaron la filosofía al arte de la guerra, convirtieron a aquella temible infantería de ciudadanos-soldados en la más poderosa fuerza militar de su tiempo.
El maravilloso mundo de las ciudades-estado griegas y su cultura imperaba en la cuenca del Mediterráneo; la flota mercante griega dominaba los mares y sus tropas, dirigidas por hijos de la gran ciudad de Atenas habían derrotado al enorme imperio persa. Los artistas atenienses impusieron un código estético vigente hasta nuestros días, sus fabricantes, comerciantes y banqueros, impulsaban la producción y la circulación de mercancías.
Un viejo detestable.
A la metrópoli acudían de todo el mundo helénico artistas, poetas, científicos, filósofos, estudiantes y maestros. Hombres ricos de lugares tan lejanos como Sicilia enviaban a sus hijos a estudiar en Atenas, donde el maestro más eminente era Sócrates. Pero el filósofo se negaba tercamente a cobrar ninguna clase de honorarios.
Desde un código de valores contemporáneo, Sócrates sería considerado seguramente un viejo detestable.
Calvo, de nariz gruesa y corta estatura, era, además, pobre, condición que nunca ha despertado simpatías. Trabajaba, apenas lo necesario para mantener a su familia, como cantero o escultor ocasional. Su mujer, Xantipa, adolecía del mal genio común a las esposas de los pobres y así el mayor placer para ese hombre consistía en verse lejos de casa.
Se levantaba temprano, tomaba un desayuno de pan con vino, vestía una túnica y un manto de tela burda y escapaba en busca de una tienda, un templo, un baño público, acaso una esquina propicia para conversar y discutir, hostigando a los atenienses con sus preguntas mayéuticas, impregnadas de lógica implacable e irritante.
Cuando el oráculo de Delfos proclamó que aquel holgazán era el más sabio de los atenienses, Sócrates comentó con sorna: “el oráculo me ha escogido como el más sabio, porque soy el único que sabe que no sabe nada”.
Esa actitud de maliciosa ironía y equívoca modestia le daba ventajas imprevistas: aparentando desconocer las respuestas, acosaba a sus interlocutores con preguntas e inferencias, llevándolos a conclusiones inesperadas pero lógicas.
Sus conciudadanos reconocían su valor de soldado, demostrado en la batalla de Delium contra los espartanos. Pero admiraban en mayor medida el valor moral que demostró cuando, después de una derrota, se ordenó la ejecución colectiva de diez generales. En el ágora de Atenas, Sócrates se enfrentó a la multitud enfurecida y salvó aquellas vidas demostrando que condenar a diez hombres por un mismo delito era un acto carente de lógica y, por lo mismo, una injusticia.
Evangelista del razonamiento riguroso, predicaba lógica en las calles de Atenas como después Jesús predicaría amor en las aldeas de Judea.
Y como Jesús, sin haber escrito en su vida una palabra, ejerció en el pensamiento humano una influencia que millares de libros no podrán superar.
Intolerancia.
Ese hombre persuasivo cambió el curso de la civilización.
Enseñó que toda buena conducta se desarrolla bajo la guía del entendimiento y que, en el fondo, toda virtud consiste en la primacía de la inteligencia sobre la emoción: el acto bueno es el acto inteligente y lógico; la felicidad humana llegaría, a criterio de Sócrates, cuando el hombre hubiera aprendido a definir las premisas y deducir las consecuencias.
Sus deducciones exactas y luminosas sentaron las bases de la filosofía griega y por extensión, constituyen el punto de partida del pensamiento contemporáneo.
Las enseñanzas de Sócrates acaso no hubieran impresionado tanto a la humanidad si su autor no hubiera muerto mártir de sus ideas.
Se acusó al maestro de no creer en los dioses de la ciudad y corromper a la juventud con ideas perniciosas. Aquel proceso fue un típico caso de intolerancia. Aristóteles dijo mas adelante que la muerte de Sócrates demuestra las debilidades del sistema democrático, donde una mayoría perversa puede imponer el mal.
En efecto, pese a la lúcida defensa de Sócrates, un jurado de 501 ciudadanos lo condenó a muerte por 60 votos. Al reo le quedaba el recurso legal de pedir una pena más suave y una nueva votación. Si hubiera apelado humildemente, con los lamentos e imploraciones acostumbrados, más de 30 jueces hubieran cambiado su voto.
Pero el anciano se mantuvo racionalmente ecuánime ante la tragedia. “Yo creo en el imperio de la Ley- dijo-: el buen ciudadano obedece las leyes de su ciudad. Las leyes de Atenas me han condenado a muerte y la inferencia es que, como buen ciudadano, debo morir ”.
La deducción era inaceptable para sus amigos, jóvenes y ricos, ansiosos de pagar una fuga a cualquier ciudad del archipiélago donde el maestro hubiera seguido enseñando. Pero el viejo se mantuvo firme: para dar su última lección, Sócrates debía morir.
El final de un justo.
En su dialogo “Fedón”, Platón cuenta que Sócrates pasó su última noche hablando de filosofía con sus jóvenes discípulos: ¿Existe otra vida después de la muerte?
Sócrates se inclinaba a la afirmativa, pero escuchaba con atención las opiniones contrarias. Conservó su serenidad hasta el fin sin permitir que la emoción influyera en su razonamiento. A pocas horas de su muerte, discutía sobre la inmortalidad del alma con desapasionada lucidez.
Cuando llegó la hora fatal, sus discípulos se congregaron alrededor del maestro, preparándose para el horror de verle beber la cicuta. Entonces, Sócrates se acercó a la ventana para mirar por última vez la ciudad que tanto había amado.
“Así llegó - dice Platón- el fin de nuestro amigo, que entre todos los hombres que hemos conocido, fue el más bueno, el más justo y el más sabio”

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