¿Queremos dinero para ser felices o somos felices cuando tenemos
dinero? Lejos de agotar la discusión en torno a estas tensiones,
queremos pensar que el dinero, de hecho, podría distraernos de buscar la
felicidad.
La imagen de alguien ganando el premio mayor de la lotería está asociada en el
imaginario colectivo a la palabra felicidad.
Incluso con ciencias dedicadas a su conocimiento y promoción, el objeto
“felicidad” sigue siendo elusivo y difícil de definir, incluso en la
imaginación.
Por ejemplo, supongamos que el
hipotético personaje del imaginario se gana efectivamente el premio
mayor, digamos uno $400 millones de dólares. Su mantenimiento de por
vida está asegurado. Ahora puede perseguir una pasión de su infancia o
ver el mundo en un viaje lleno de aventuras y voluptuosidades. Pero
mientras imagina esto y mira por la ventana se da cuenta de que, con
tanto dinero en el banco, tendrá que cambiar de barrio y de vida.
Necesitará una escolta de seguridad para prevenir posibles atentados
contra su seguridad en el caso de un secuestro. Tendrá que mudarse a un
barrio vigilado las 24 horas por personal de seguridad y será recluso de
su dinero. Mira las casas de sus vecinos por la ventana y se imagina
mirando por otra ventana, en otro barrio, con otros vecinos. La única
diferencia –además de su cuenta de banco– es que cuando se mude del
barrio, sus nuevos vecinos tendrán casas más grandes que la suya.
Algunos estudios afirman que lo que
necesita el hombre no es un exceso en sus posibilidades, sino cierta
suficiencia. Llaman a esto “punto de equilibrio hedonista”;
no tiene que ver con el conformismo, sino en el mantenimiento de las
necesidades básicas de una pirámide de Maslow cualquiera, sólo que
enfocado a la “felicidad”. Se dice que el dinero efectivamente puede
comprar la felicidad, pero que los que pueden pagarla no saben dónde
comprar; el problema no es el dinero ni el dónde, sino el comprar mismo.
La idea de que la felicidad es un estado y no un proceso complejo
y único e impredecible para cada quién. Incluso podríamos aventurar que
la felicidad se parece a un devenir siempre realimentado de su misma
fuerza; que a la felicidad no se llega, sino que se está permanente y
activamente llegando.
¿Entonces qué hacer con todo ese dinero
extra? ¿Seguir comprando cosas hasta que produzcamos una fugaz felicidad
por acumulación? ¿Haríamos obras caritativas? ¿Le daríamos dinero a
nuestros amigos? ¿A nuestra familia? Podríamos incluso tratar de mejorar
el mundo. Pero las estadísticas están en contra: durante el último
premio de Powerball en Estados Unidos (con una bolsa de $344 millones de
dólares) se vendieron tickets a razón de 130 mil cada minuto. La
obviedad sigue siendo cierta: mucha gente participa y nuestras
probabilidades, al menos con un boleto, son pocas. Tal vez compremos
boletos toda la vida o tal vez ganemos el premio mayor la primera vez
que juguemos: las estadísticas, a esta escala, dejan de ser referencia.
En La ciudad desconocida,
Ricardo Piglia cuenta la historia de una mujer que deja a su esposo e
hija y huye de la ciudad. En el lugar al que arriba encuentra un casino y
juega los ahorros de toda su vida. Gana y los multiplica por mucho,
mucho más dinero. Al salir, entra en un pequeño hotel y pide no ser
molestada. Deja el dinero sobre la cama y se da un tiro. No se trata
aquí de demonizar la riqueza y la tranquilidad económica, sino de
cuestionar la idea de que el dinero en sí mismo puede generar un cambio
deseable en nuestras vidas si nuestra estabilidad mental de cualquier
manera es mezquina y errática.
Para algunos la felicidad radica en el
sacrificio, en ofrecer su tiempo y energía para cosas que les apasionan;
para otros, la felicidad es hacer felices a las personas a su
alrededor, es decir, la felicidad es necesariamente relacional y
compartida. Unos la encuentran en los libros, otros en la comida, otros
bailando, otros en las drogas. La ubicación de nuestro propio bienestar
es difícil incluso para nosotros mismos: no se trata simplemente de
conseguir algo que queramos, sino de definir qué es precisamente eso que
deberíamos buscar.
En esa búsqueda, el dinero puede ser una
herramienta útil, pero todo lo que el dinero puede comprar son el
acceso a las experiencias, no las experiencias mismas. Podemos comprar
un ticket de avión para Maui, pero no podemos comprar el océano
Pacífico. Algunas tradiciones religiosas relacionan la felicidad con la
gratitud (de ahí el “estado de gracia” de los cristianos o el “namasté”
de los hindús, que implica tanto una despedida, como un estado mental de
pleno agradecimiento); de ahí que un contingente importante de la
humanidad tenga que buscar la felicidad sin el ticket ganador de la
lotería, haciendo uso de los medios a su alcance para los fines que su
imaginación les proponga.
La discusión por la búsqueda de la
felicidad es interminable, pero en tanto objetos, todo lo que pueda
comprarse terminará caducando y necesitando un reemplazo. La búsqueda,
con o sin dinero, es incesante: nadie sabe bien a bien de qué se trata
el juego. Si tenemos dinero podemos comprar muchos manuales (y con
suerte, el tiempo para leerlos). Pero si no tenemos dinero, debemos
jugar de todos modos. Y como afirma Tom Stafford, de hecho “el dinero
puede distraernos de lo que realmente nos interesa.”
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