German Merino
LA MISIÓN DE PIERRE RAULET.
(Lima,7 de julio de 1821)
Contempló con cierta aprensión la Portada de Guía, entrada de la ciudad
custodiada por ocho centinelas y se consideró a sí mismo un pobre
bocado para los 800 soldados del Rey que guarnecían
aún Lima.
Acompañado por un ayudante y dos soldados, armado apenas con un sable y
dos pistolas, el comandante Pierre Raulet era el primer republicano en
atravesar las murallas de la capital del Perú. Se encogió ligeramente de
hombros y preguntó con voz autoritaria por la casa del alcalde, Marqués
de Montemira: era portador de pliegos del General San Martín.
Entre
los 350 oficiales del Ejército Unido Libertador, Raulet era seguramente
el más indicado para la compleja misión que debería cumplir esa misma
noche.
Nacido en la lejana Cahors, aquel veterano de 37 años había
servido a Napoleón como oficial de caballería desde 1801, pero también
como secretario del diplomático y militar francés Caulaincourt.
Participó en varias campañas napoleónicas, y resulto herido en Waterloo,
donde combatió como jefe de escuadrón de los temidos cazadores de la
Guardia Imperial; derrocado el emperador, considerando que no quedaba
ningún futuro ni tenía ya nada que hacer en Europa, Raulet entró al
servicio de las Provincias Unidas del Río de la Plata.
Raulet murió en Loja, en 1828, como oficial del Ejército Peruano; dejó unas Memorias que han servido de base a este relato.
La biografía de Raulet es fascinante.
Organizando un escuadrón de caballería, instruyendo reclutas,
levantando mapas, enseñando balística, organizando partidas de
guerrilleros, diseñando audaces operaciones de espionaje, Raulet
participó en la larga marcha que desde el cruce de los Andes condujo a
las batallas de Chacabuco y Maipú, la independencia de Chile, el
desembarco en Paracas y el largo asedio de Lima.
Aquel 11 de julio,
su misión era más diplomática que militar; debía negociar con los
gobernantes de Lima para poner fin al cerco de la ciudad y facilitar la
proclamación de la Independencia del Perú.
Lima estaba cercada.
El Ejército de San Martín, compuesto por unos cuatro mil chilenos y
rioplatenses, ocupaba el territorio inmediato desde 1820, se reforzaba
día a día con nuevos voluntarios peruanos y fomentaba sistemáticamente
la deserción.
El Virrey Joaquín de la Pezuela había intentado
primero ganar tiempo, a la espera de refuerzos que nunca llegaron de la
Península. Los militares realistas depusieron al Virrey y confiaron el
mando al general La Serna; pero el nuevo Virrey, también militar
experimentado, no quiso arriesgar una batalla decisiva en la que se
podía perder toda América del Sur.
Los víveres escaseaban, porque
las haciendas, desde Huaral hasta Lurin estaban rodeadas por activos
montoneros que se apoderaban de cosechas, bueyes y caballos para el
Ejército independiente. Todos los caminos estaban interceptados y la
correspondencia no era segura. Los esclavos se fugaban para alistarse
como soldados, porque San Martín declaraba libres a todos los
voluntarios negros. Algunas semanas atrás, el batallón realista Numancia
se había pasado a los insurrectos, conducido por sus propios oficiales.
Todo el norte estaba ya en armas contra el Rey.
El golpe final lo
dio Alvarez de Arenales, un español de ideas republicanas que a la
cabeza de mil doscientos expedicionarios recorrió la sierra,
apoderándose de los minerales de Pasco y las cosechas del valle del
Mantaro, después de derrotar a un Ejército del Rey.
Finalmente, el
exasperado La Serna había empezado a evacuar la ciudad el 6 de julio
retirándose al interior: esperaba reforzar sus debilitados batallones
con reclutas del Cuzco y Puno, tradicionalmente realistas, recuperar las
minas de Pasco y el rico granero del Centro: Tarma, Junín Huancayo, .
Encerrado en el puerto fortificado del Callao, el general La Mar, un
peruano nacido en Cuenca, ofrecía pasarse a los independientes si San
Martín entraba a Lima sin dañar vidas ni haciendas. Pero La Mar había
dicho también que si una sola casa de Lima era incendiada, defendería el
puerto a todo trance, con los mil soldados y doscientos cañones de que
disponía en la fortaleza.
En esas condiciones, San Martín comisionó a Raulet para negociar con la nobleza realista de Lima.
Esa noche, la tertulia del Marqués de Montemira fue la más concurrida de Lima.
Condes y Marqueses, hábitos de Santiago, ricos comerciantes realistas e
importantes hacendados llenaban el salón. Damas escotadas y cubiertas
de brillantes animaban la tertulia. Conocidos liberales, el célebre
médico Unanue, el intelectual Salazar y Baquíjano y el millonario Riva
Agüero se veían más bien aislados en ese salón realista. También asistía
el influyente canónigo Luna Pizarro, secretario del Arzobispo Las Heras
y realista moderado.
Cuando el anciano sacerdote Toribio Rodríguez
de Mendoza entró en el salón, el Marqués invitó a los caballeros a
pasar a la biblioteca.
Raulet fue al grano: durante 12 años, -dijo-
Lima y el Callao habían sido la columna vertebral de España en América
del Sur, el filo de su espada injusta. Con el dinero de los señores allí
reunidos, el Virrey Abascal había enviado expediciones de reconquista
contra Santiago, Quito, Buenos Aires, Bogotá y Caracas. Miles de
platenses y colombianos habían muerto en batallas como Cancharrayada,
Guaqui, Vilcapugio, Ayohuma, Queseras del Medio y Calabozo, a manos de
soldados peruanos dirigidos por oficiales españoles. Las Provincias
Unidas del Río de la Plata no estaban invadiendo el Perú, sólo querían
garantizar su propia Independencia. Pero no podían permitir que el Perú
siguiera siendo un reducto realista en América del Sur. A nombre de las
Provincias Unidas del Rio de la Plata, Raulet ofrecía la paz o la
guerra. Los señores de Lima eran dueños de escoger.
El Marqués de
Montemira se mostró conciliador: los comerciantes no habían hecho mas
que pagar impuestos a la autoridad constituida: ¿qué otra cosa podían
hacer?. Las incursiones de los corsarios chilenos estaban liquidando el
comercio marítimo de Lima y el Callao. Montoneros dirigidos por
oficiales como el propio Raulet, cometían incendios y asesinatos,
amenazaban la propiedad de las personas y el orden establecido. El
reclutamiento de los esclavos fugitivos atentaba contra el derecho de
propiedad y podía provocar las mayores atrocidades. Los notables de Lima
no querían la guerra, eran comerciantes que deseaban vivir en paz. Pero
ahora, el señor coronel Raulet les pedía ni más ni menos que
convertirse en rebeldes.
Luna Pizarro señaló que la causa de los
independientes era sin duda justa, pero los limeños no eran
republicanos. Con todo respeto, el canónigo dijo que Lima no era Buenos
Aires ni Caracas: existía en la ciudad una nobleza comercial y militar,
la mayoría de los asistentes tenían títulos de Castilla, el clero estaba
sujeto al Patronato Real. Todos habían jurado fidelidad al Rey: y aquel
era un compromiso sagrado. Tal vez se podía buscar una solución
intermedia, insinuó Luna Pizarro, para eso estaban conversando.
Entonces Toribio Rodríguez de Mendoza, -el viejo conspirador
chachapoyano a quien el Virrey Jáuregui había llamado “sembrador de las
rebeldías”-, habló en su habitual tono didáctico.
América había
alcanzado ya la mayoría de edad -dijo- pero las autoridades españolas no
lo aceptaban. Las colonias habían mostrado su fidelidad al Rey durante
la invasión francesa sin recibir recompensa alguna. Los impuestos
recaudados en América se destinaban a España y las autoridades
coloniales impedían a los maestros impartir una educación ilustrada a
los hijos del país. Recordó que propia biblioteca había sido requisada
en tres oportunidades y que sus mejores alumnos estaban condenados al
ocio porque su condición de americanos les cerraba el camino a los altos
empleos, la magistratura y el mando de los ejércitos. Los peruanos
ricos como Montemira eran los más interesados en gobernar una nación
independiente. Como sacerdote católico, Rodríguez de Mendoza podía
asegurar a su docto amigo Luna Pizarro que el Patronato Real no era
materia de fe o de doctrina, sino una simple disposición de disciplina
eclesiástica.
Entonces Raulet mostró sus cartas: si terminaba la
guerra, terminarían las actividades de los corsarios, dijo. No era
intención del general abolir los títulos de nobleza ni usurpar la
autoridad del Rey. Sólo asumiría el mando en calidad de Protector,
mientras se gestionaba el nombramiento de un príncipe español para
reinar en estas tierras.
En ese caso, el propio Ejército Libertador
se encargaría de poner en vereda a los montoneros. El General quería
entrar a Lima invitado por el Cabildo y no proclamaría la Independencia
sin consultar la voluntad de los pueblos.
Pero en caso de
resistencia, dijo sin ambigüedades, San Martín tomaría la ciudad a
sangre y fuego. Para ahorrar las vidas de sus soldados disciplinados, el
General mandaría por delante a los montoneros y los esclavos
sublevados. Sus Señorías eran libres de escoger lo más conveniente.
A
la mañana siguiente, un satisfecho Raulet regresaba a su campamento con
buenas noticias: los Notables invitaban a San Martín. Previa la
consulta pertinente, el Cabildo firmaría un acta manifestando que la
voluntad general de los pueblos estaba por la Independencia del Perú. El
Acta se podía firmar el 15, la Independencia sería proclamada el 28.
Misión cumplida, mi general.
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