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25 oct 2013

SENOR DE LOS MILAGROS


EL SEÑOR DE LOS MILAGROS

Por German Merino Vigil.

El “bastonero” encabeza la cuadrilla: moreno, alto, robusto, viste de morado y camina con solemnidad. Cada diez pasos, golpea el suelo con su bastón de madera forrado en plata y grita: “Paso a nuestro Amo y Señor”.
Detrás, los cordeleros: también vestidos de morado, forman una cadena humana alrededor de las andas
conducidas por los cargadores, que aplastados bajo el peso de casi cinco toneladas de plata, madera y lienzo, caminan lentamente al compás imperioso que marcan los mayorales.
La cuadrilla - inmensa cuña de color morado- abre una brecha en el mar humano, morado también, que acompaña la procesión.
En la periferia, los fieles:
Medio millón de personas orantes, afligidas, consoladas, sudorosas y agotadas, piden un milagro, el perdón de algún pecado, la curación de alguna enfermedad, o el eterno descanso para un difunto querido; cumplen una tradición entrañable heredada de los abuelos y que se transmitirá a los nietos; muchos caminan de espaldas para no perder de vista la imagen.
Cada año es más difícil distinguir en el lienzo -rodeado de exvotos y ofrendas, cubierto de flores- la figura sombría del Dios moreno bañado en sangre, clavado en una cruz, atrozmente martirizado, trazada por un pintor anónimo hace más de trescientos años.
Envuelto en nubes de humo, acompañado por la música marcial y fúnebre de una banda militar, precedido por sacerdotes que entonan cánticos gregorianos, el Señor de Los Milagros recorre las calles de Lima, celosamente custodiado por la Hermandad de Cargadores, virtual aristocracia religiosa que, desde hace tres siglos, mantiene intacto el centenario ritual de la procesión: “Paso a nuestro Amo y Señor”.
Las sahumadoras agitan incensarios; los penitentes se desplazan de rodillas; las mujeres llevan mantillas sevillanas; los hombres, grandes cirios de cera morada; desde balcones primorosamente decorados, los guitarristas entonan canciones criollas en homenaje al Señor; una lluvia de flores y papel picado cae del cielo de Lima, ceniciento en octubre, mes morado.
Pachacámac.
Pachacámac, "aquel que mueve al mundo” era la más importante divinidad de la cultura yunga. Su santuario o huaca se hallaba unos veinticuatro kilómetros al sur de Lima.
La historiadora María Rotworowski de Diez Canseco , en su minucioso estudio sobre el tema, explica que Pachacámac tenía entre sus atributos el de ser Señor de los Temblores, poderoso domador de las temibles sacudidas sísmicas que asolan periódicamente la costa peruana.
Se creía que el menor movimiento de su cabeza podía desatar un temblor. Un temible prestigio rodeaba la huaca, cuyos sacerdotes profetizaban en nombre de la divinidad. El culto a Pachacámac adquirió una amplia difusión en todo el territorio. Dominada la costa por los Incas, Pachacámac mantuvo su condición de centro religioso y oracular.
En 1534 la huaca de Pachacámac fue destruida por los españoles. Enérgico y poderoso señor, hermano del conquistador y mayorazgo de la familia, Hernando Pizarro, como lo relata en su Carta a los Oidores de la Audiencia de Panamá, no temió: “enfrentarme, como español, al mesmo Diablo y ansí, entré sólo en su Mezquita y mandéla destruir”.
El señorío de Pachacámac fue desarticulado después de la conquista y transformado en Encomienda..
Sincretismo.
El sincretismo -conciliación de sistemas diferentes- es una concepción filosófica. El llamado sincretismo religioso está considerado por los antropólogos como “fenómeno universal necesario para el establecimiento de nuevos cultos”. Mediante el sincretismo, una nueva divinidad asume los atributos de su antecesor, al que reemplaza y con el cual en cierta manera se identifica. La implantación del cristianismo en la ciudad de Roma -cuando los templos de los dioses paganos fueron dedicados a los santos y mártires de la nueva religión- fue un caso típico de sincretismo.
Hernán González, encomendero de Pachacámac, destinó para el servicio de su casa en Lima a 24 indios de su encomienda. Para vivir, les asignó un viejo galpón ubicado en una de sus huertas y el lugar recibió el nombre de Pachacamilla, diminutivo castellano que significa pequeño Pachacámac.
Como todo español pudiente, González poseía esclavos negros. Se generó, de ese modo entre los indios de Pachacamilla, -superficialmente cristianizados- y los negros animistas del encomendero, una vinculación, una suerte de alianza: los esclavos, ante los movimientos telúricos tan frecuentes en Lima, unieron sus plegarias a las de los mitayos.
El Cristo Morado.
Fueron negros, habitantes de Pachacamilla, quienes fundaron una cofradía en el lugar. Uno de ellos pintó la imagen de Cristo en una pared de la ermita donde se reunían los cofrades. Era un Cristo de piel oscura, martirizado y sufriente.
El primer milagro se produjo en 1665. El terremoto de ese año destruyó la ermita, pero la pared con el Cristo moreno quedó intacta.
El milenario culto al Señor de los Temblores se extendió así a todos los africanos de Lima y muy pronto a los mestizos y blancos pobres, habitantes del antiguo barrio del Cercado.
Según el sacerdote e historiador jesuita Rubén Vargas Ugarte, ese nuevo movimiento religioso no estaba dirigido por un sacerdote. Tal devoción clandestina suscitó pronto las suspicacias del Arzobispado de Lima, que en 1671 ordenó la destrucción de la imagen.
El segundo milagro se produjo cuando los albañiles contratados por el Arzobispo no pudieron echar abajo la vieja pared. Entonces las autoridades religiosas cambiaron de actitud: en 1681, una Real Cédula autorizó la construcción de una capilla “destinada al culto del Cristo de los Milagros”, en el solar de Pachacamilla.
Después del terremoto del 20 de octubre de 1687, el Arzobispo de Lima autorizó la primera procesión del Señor de los Milagros; con ese objeto se mandó confeccionar una copia en lienzo del Cristo pintado en la pared.
En 1753 se imprimió en Lima una relación de los milagros atribuidos al Cristo de Pachacamilla y el Papa Benedicto XIV autorizó que la imagen saliera en procesión cinco días al año, para pedir al Señor que librase a la ciudad de los temblores. El terremoto del 28 de octubre de 1746 -relata Vargas Ugarte- incrementó la fe en el Cristo de los Milagros, considerado como “especial abogado contra los temblores”. Se fijó entonces como fecha principal del culto los días 28 de octubre de cada año.
El 28 de octubre de 1771 todas las corporaciones de la ciudad, reunidas en la plaza mayor proclamaron al Cristo de los Milagros como “Patrón Jurado de esta ciudad contra los temblores de que es amenazada”.
El Mes Morado.
En Lima -y en casi todo el Perú-, octubre es el Mes Morado.
El criollismo, entendido como una manifestación cultural antes que geográfica del nacionalismo peruano, cobra particular intensidad en octubre, tiempo de comer anticuchos y turrones, de cantar valses, de practicar la bohemia, de ir a las corridas de toros, de tomar “pisco sour”. No por casualidad, en octubre se celebra el “Día de la Música Criolla”. En octubre murió Lucha Reyes, acaso la más popular intérprete de música peruana: la enterraron con hábito morado y al compás de las guitarras.
Pero octubre es, antes que todo, tiempo de venerar al Señor de los Milagros. Se le llama también Cristo Morado, Cristo Moreno, Señor de las Maravillas, Cristo de Pachacamilla.
La intensa y mayoritaria devoción popular se ha extendido a todos los sectores de la sociedad y ha trascendido las fronteras en brazos de la emigración, sin perder su carácter nacional. En Miami, en Buenos Aires, en Toronto, en Ciudad de México, dondequiera que se reúne un grupo de peruanos, se forma una Hermandad del Señor de los Milagros y se celebra, en octubre, una procesión morada.
La devoción al Señor de los Milagros representa, así, la unidad y la síntesis de los diferentes componentes étnicos y culturales que integran la nacionalidad peruana. Su origen se halla en la herencia indígena fecundada por un pasado milenario, que floreció en el Perú bajo el influjo una Fe nacida en Palestina.

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