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26 nov 2013

JUECES Y CORRUPCION EN EL PERU


Los oidores (jueces) de la Real Audiencia de Lima. (Foto: virreinatosyaudiencias.blogspot.com)
 
LUIS PASARA
La recientemente publicada Historia de la corrupción en el Perú, de Alfonso W. Quiroz (Lima: Instituto de Estudios Peruanos, Instituto de Defensa Legal, 2013), ofrece una mirada nueva a hechos y personajes clave del país, a lo largo de varios siglos. Muchos son los temas y ángulos explorados por el
historiador económico que fue Quiroz, sobre la base de un extenso uso de fuentes diplomáticas poco o nada trabajadas hasta ahora. Ésas y otras fuentes le permiten ir a los hechos de la corrupción, en vez de contentarse con medir su percepción, como se estila con frecuencia, produciendo con simplicidad resultados que en rigor son equívocos.
Entre los temas que surgen del análisis sobresale el de jueces y justicia. Su origen, como el de tantos otros de nuestros rasgos, lo sitúa el autor en el sistema colonial, en el que “la corrupción tuvo un rol central” (p. 126). Acaso la semilla se sembró en 1687 con la venta del cargo de oidor de la Audiencia, mecanismo para proveer cargos públicos que se había iniciado en el virreinato peruano en 1633 (p. 70). Cuando la práctica de venta de cargos fue abolida, en 1812 (p. 72), era tarde: la venalidad en el acceso al cargo se había contagiado, como era previsible, a su ejercicio. En 1809 un informante a las autoridades metropolitanas reportaba desde Lima que “los jueces, oficiales de hacienda y miembros del cabildo se beneficiaban personalmente de sus cargos por medio de injusticias y daños al común debido al cohecho, vicio y otras granjerías” (p. 120).
Durante la colonia, “Varios virreyes participaron del cohecho al recibir sobornos abierta o encubiertamente por […] decidir e imponer sentencias judiciales sesgadas” (p. 72). En 1747, Machado de Chaves atribuyó la decadencia del Perú “al envejecimiento y deterioro de las instituciones coloniales”, incluida la justicia, sobre la que escribió: “mutuados a un dictamen virreyes y oidores, es lo mismo que unirse los lobos y los canes a devorar un rebaño porque el principal pastor se halla lejos” (p. 75). En ese escenario se inauguró –ya entonces– la práctica de poner precio a los indultos: “los virreyes concedían indultos el día de su santo o de su cumpleaños, a una tasa acostumbrada de hasta cuatro mil pesos.” (p. 76)
Los “juicios de residencia”, que esperaban a los altos funcionarios coloniales al terminar el desempeño de su cargo, no contuvieron el mal. Según los acreditados testigos de la época Jorge Juan y Antonio Ulloa, a quienes glosa Quiroz, “al finalizar su mandato, los corregidores y otras autoridades locales, incluidos los virreyes, simplemente sobornaban al juez encargado de la tradicional averiguación oficial, para evitar el castigo efectivo” (p. 68). Desde luego, el trámite era fácilmente absuelto: “Los jueces designados oficialmente favorecían al funcionario investigado o formaban parte del mismo círculo de patronazgo e intereses. La mayoría de las veces, los residenciados eran absueltos o reprendidos levemente por los jueces de residencia mediante tecnicismos procesales, la prescripción o el rechazo arbitrario de las evidencias” (p. 69). Tales prácticas, como sabemos, gozan de flagrante actualidad.
La joven república hizo lugar preferente a la herencia colonial: “Las conexiones establecidas entre los caudillos militares, la administración estatal y los compinches privados definieron los círculos de patronazgo después de la independencia.” (p. 145). En ese marco, “tanto el ejecutivo como las autoridades legislativas y judiciales subordinadas favorecían el incremento de los abusos” (p. 157). Durante los gobiernos de Agustín Gamarra (1829-1833 y 1839-1841), “las instituciones judiciales, las garantes en última instancia de los negocios y contratos justos, tampoco eran de confiar: ‘Ciertamente, en ningún país de la cristiandad está la pureza judicial menos por encima de toda sospecha como en el Perú, y en ninguno puede tenerse menos confianza en la integridad de los magistrados’”, anotó un observador extranjero (p. 166). En concordancia, cuando en 1857 el cónsul general de Inglaterra en el Perú fue asesinado en su casa, otro diplomático inglés advirtió: “Los asesinos tal vez nunca sean descubiertos, puesto que gracias a la negligencia de la policía y la mala administración de la ley en el Perú, los más atroces criminales a menudo escapan a la justicia.” (p. 185).
A mediados del siglo XIX, a punto de iniciase la llamada era del guano, que hizo posible un boom fiscal de base endeble y corta duración, “Las redes de corrupción enlazaban a ministros, parlamentarios, jueces y hombres de negocios, así como a ciertos abogados que actuaban como intermediarios claves.” (p. 195). Pero la judicatura ya tenía asignado un papel menor; por ejemplo, con ocasión del crucial litigio en torno al contrato Dreyfus, que adjudicó en exclusividad la comercialización del fertilizante a un empresario francés, “El Ejecutivo redobló su campaña en defensa del contrato y simplemente desautorizó al poder judicial, colocando la decisión final en manos del legislativo”, donde, sobornos mediante, el contrato fue aprobado (p. 210). No obstante, el poder judicial no era inmune a tales incentivos: “El encargado de negocios francés [en 1869] apuntaba a que los jueces de la Corte Suprema sucumbieron a los sobornos de Dreyfus o los de sus contrincantes” (p. 211, nota 48). Dos años después, en 1871, fue motivo de escándalo la adquisición de barcos de guerra estadounidenses, que había sido “supervisada por el juez Mariano Álvarez (a quien se acusó de haberse beneficiado personalmente con la transacción)” (pp. 219-220). Para el periodo que va entre 1860 y 1883, Quiroz concluye: “Parlamentarios y jueces, juntamente con las autoridades del ejecutivo, participaron de modo más amplio en el tráfico de influencias y corruptela” (p. 238).
Luego de la derrota peruana en la Guerra del Pacífico (1879-1883), se erigió la voz de Manuel González Prada contra la corrupción. Su dedo acusador también recayó sobre la judicatura: “¿Qué era el Poder Judicial? Almoneda pública, desde la Corte Suprema hasta el Juzgado de Paz” (p. 242). El país intentaba reorganizarse y, para ello, atraer capitales extranjeros pero “ciertos empresarios británicos se quejaron de que ‘la administración de justicia […] ha pasado a ser indigna de dicho nombre’”, según relato de la época (p. 247).
Esta ‘normalidad’ en la justicia transcurrió sin mayores alteraciones hasta llegar, entrado el siglo XX, al gobierno de Augusto B. Leguía (1919-1930), cuando “las drásticas medidas punitivas dictadas por [el ministro de Gobierno] Leguía y Martínez causaron conflictos entre el poder ejecutivo y el poder judicial” (p. 297). La mención de Quiroz es corta e insuficiente porque el episodio fue el único de la historia nacional en el que la Corte Suprema, ejerciendo su facultad de control de constitucionalidad, en 1920 observó por escrito determinadas normas represivas adoptadas por el gobierno. El conflicto desembocó posteriormente en la destitución de los miembros de la Corte, por el gobierno, en razón de que el máximo tribunal mantuvo sus posiciones en defensa de la legalidad. Lección de dignidad y valor, destinada a no tener muchos discípulos en la historia de la judicatura.
 Quiroz observa que los argumentos de la defensa de los procesados en estos casos “son muy parecidos a los que usaron virreyes y funcionarios coloniales cuando enfrentaron a sus supuestos ‘enemigos’ y acusadores partidarios en los denominados juicios de residencia.” (p. 439).
A la caída de Leguía, el gobierno de Sánchez Cerro echó mano en 1930 a la creación del Tribunal de Sanción Nacional, a partir de la estimación de que el Poder Judicial no era el lugar donde los latrocinios del oncenio leguiísta podían ser sancionados. Esta instancia, cuyo estatuto jurídico era cuestionable, recibió 664 acusaciones formales y procesó sólo 11% de ellas; 75 acusaciones fueron, pues, llevadas a juicio pero, de ellas, no llegaron a diez las que concluyeron con sentencias condenatorias (p. 306-307). Según rumores de fuentes diplomáticas que Quiroz recoge, “partidarios leguiístas de alto rango […] aparentemente tuvieron que pagar sobornos para ser exonerados o evitar ser encarcelados” (p. 317). Los sobornos también resultaron de utilidad a algunos de los militantes del APRA condenados por una corte marcial en 1932, luego del levantamiento armado en Trujillo, para evitar la ejecución que les había sido dictada (p. 321).
En las décadas siguientes a la destitución de los miembros de la Corte Suprema por Leguía, el Poder Judicial adquiere un perfil más bajo en el recuento de la corrupción al que está dedicado el libro. El historiador Jorge Basadre, que fue ministro de Educación entre 1945 y 1947, denunció judicialmente “una trama para defraudar al Estado” en la compra de pupitres escolares y encontró “un tribunal indiferente” (p. 345). Llegado el gobierno del general Manuel Odría (1948-1956), las denuncias de escandalosos negociados “no tuvieron como resultado sanciones judiciales” (p. 369). En los años posteriores, irregularidades de todo tipo se suceden, delitos evidentes se repiten una y otra vez, gobierno tras gobierno, sin encontrar condena en los tribunales. Esta constante acompaña al primer gobierno de Fernando Belaunde (1963-1968), en el que se multiplican las denuncias periodísticas y parlamentarias sobre sobornos, tráfico de influencias y una modalidad delictiva que alcanzó gran importancia: el contrabando. Por este delito finalmente fueron condenados algunos personajes públicos de primer nivel: el vicealmirante Texeira y el parlamentario Napoleón Martínez (p. 393).
Desde mediados de la década de 1970 y particularmente en la de 1980, los problemas del narcotráfico, asociados fundamente con la creciente producción y el contrabando de cocaína, corroyeron seriamente el cumplimiento de la ley y las instituciones judiciales.” (p. 441). En la década de los años ochenta, iniciada con el segundo gobierno de Belaunde, cobró singular relieve el narcotráfico y apareció la subversión. En 1980 en el caso de un importante narcotraficante, Guillermo Cárdenas, apodado “Mosca Loca”, cinco jueces de la Corte Suprema “encontraron que las evidencias no bastaban para condenar al narcotraficante y ordenaron su inmediata liberación”. Aunque en definitiva “Mosca Loca” fue condenado a 20 años de prisión, el caso fue ilustrativo de un problema mayor. “Los escandalosos casos de ineficiencia judicial, el descarrío de la justicia y el soborno de los magistrados contribuyeron a la caída precipitada del prestigio de la judicatura. […] la percepción de que los jueces estaban parcializados o sobornados por terroristas y narcotraficantes detenidos exacerbaron el cinismo con respecto al poder judicial” (p. 421). El escándalo del contrato con la empresa española Guvarte, en el que estuvo involucrado el ministro de Justicia Elías Laroza, resultó judicialmente inconducente cuando “Elías adquirió inmunidad parlamentaria tras ser elegido diputado en 1985.” (p. 422). Otros casos igualmente llamativos no dieron lugar a procesamientos exitosos.
Durante el primer gobierno de Alan García (1980-1985), “El sistema de justicia mantuvo una decadencia que parecía imparable. […] Muchos narcotraficantes operaban con virtual impunidad sobornando a los jueces, en tanto que los magistrados de Lima y provincias temían condenar a terroristas por miedo a sufrir represalias.” (p. 428). El propio García se benefició de esta confluencia de incompetencia y falta de moralidad en el aparato de justicia. Cuando en 1991 el congreso decidió suspender la inmunidad del ex presidente “y procesarle por enriquecimiento ilícito”, la Corte Suprema “rápidamente desestimó el caso por falta de evidencias e imprecisión de los cargos criminales” (p. 436). En 1995 se abrió un nuevo caso contra García: “conspiración para defraudar (colusión ilegal), tráfico de influencias (negociación incompatible), recepción de sobornos (cohecho pasivo) y enriquecimiento ilícito.” (p. 437). El caso fue declarado prescrito y, gracias a esta declaración judicial, Alan García pudo volver a postular a la presidencia de la República y ser elegido para un segundo periodo. Quiroz observa que los argumentos de la defensa de los procesados en estos casos “son muy parecidos a los que usaron virreyes y funcionarios coloniales cuando enfrentaron a sus supuestos ‘enemigos’ y acusadores partidarios en los denominados juicios de residencia.” (p. 439).
A fines de los años ochenta ya había aparecido Vladimiro Montesinos como un exitoso defensor en el terreno judicial. En 1988 obtuvo la absolución de sus defendidos en el caso del narcotraficante Reynaldo Rodríguez López, “el Padrino”. Su prestigio aumentó cuando logró la exoneración de su cliente, el general José Valdivia, en el caso judicial por la masacre de campesinos de Cayara en 1988 (pp. 450-451). Al llegar al gobierno en 1990, de la mano de Alberto Fujimori, “Montesinos diseñó un sistema integrado por jueces, fiscales, funcionarios de cárceles y oficiales de policía.” Con esa red “manipuló el aparato judicial para castigar e intimidar a los medios [de comunicación] independientes” (pp. 454-455). Producido el autogolpe de 1992 y luego de la purga judicial dispuesta por la dictadura, “Para liderar este sistema judicial abierto a la prevaricación y [el] cohecho, el juez Luis Serpa Segura fue nombrado presidente de la Corte Suprema, y la magistrada Blanca Nélida Colán fue designada fiscal de la Nación.” En las condiciones políticas creadas por el golpe de Estado, el “embajador Anthony Quainton” consideró “que el ataque de Fujimori al poder judicial era una buena oportunidad para influir en materia de reformas favorables a los intereses de Estados Unidos.” El embajador estadounidense no vaciló en reportar a Washington: “Perú está dirigiéndose en una dirección que es consistente con nuestros intereses de largo plazo.” (pp. 461-462).
Los “asuntos sin investigar” que fueron denunciados crecieron en número e  importancia; entre ellos, las denuncias de Susana Higuchi sobre las ong de la familia Fujimori, “el saqueo de la caja de pensiones militar y policial, y la malversación de la compañía de seguros estatal Popular y Porvenir” (p. 465). Paralelamente, “diversas acusaciones formales contra Montesinos” fueron desestimadas por la Fiscal de la Nación (pp. 475-476). Una poderosa organización de corrupción había penetrado el sistema de justicia: “Los jueces de la Corte Suprema y de los juzgados superiores y provinciales conformaron una red de prevaricación y cohecho que otorgaba decisiones y sentencias a favor de intereses privados y políticos protegidos por Montesinos. […] Desde su supuesta reforma en 1992, todo el sistema judicial estaba plagado de ‘innovaciones’ institucionales que servían como incentivo para los jueces mediocres y corruptos, y como castigo para los honrados. Aproximadamente, cincuenta jueces de cortes superiores y provinciales colaboraron en la red judicial de Montesinos.” (p. 475). En el famoso litigio en torno a la explotación minera de Yanacocha, Montesinos inclinó la balanza a favor de de Newmont-Buenaventura al inducir el voto del juez Jaime Beltrán a cambio de ciertas ventajas. (p. 489).
El epílogo de esta historia lamentable es algo más honroso. El Poder Judicial peruano ha sido capaz, a partir del año 2001, de procesar a 1250 personas por la participación en la gigantesca red montada por Montesinos (p. 523). En abril de 2009 un tribunal de la Corte Suprema condenó a Alberto Fujimori a 25 años de prisión. Estos hitos, pese a algunas limitaciones importantes, no tienen precedente en la historia del país. Lo que es más difícil de afirmar –especialmente luego de mirar esta historia ignominiosa de la justicia peruana– es si, en adelante, los jueces se demostrarán capaces de enfrentar el cáncer de la corrupción. Varios casos importantes –el del ex presidente Toledo, entre ellos– están en la agenda judicial actual o próxima, como para testar la voluntad y la entereza de nuestros jueces.

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