¿Por qué el deporte principal del limeño es gritar a través
de su camioneta? ¿Por qué los parques públicos ahora tienen cartelitos
que dicen "privado"? ¿De verdad estamos tan ensimismados en la ciudad?
En todo caso, es hora de desalojar.
Lima york
Cuatro de la mañana. Los automóviles duermen. Qué rara sensación. No hay bocinazos en Lima. Las aves empiezan a cantar.
La semana pasada encontré un libro llamado Aves del Barrio, que
muestra fotografías de los pájaros que se mueven entre Barranco,
Chorrillos y Miraflores. Son unas treinta variedades de todos los
colores y tamaños. Desde pequeños guardacaballos hasta alcatraces y
gallinazos. En una ciudad tan ruidosa y desalmada, sorprende la cantidad
de vida natural que sobrevuela este infierno diario de motores
humeantes, bocinazos insistentes y gente que se grita a través de las
ventanillas. Animal. Avanza, pues oe. Tarado.
Annie y yo revisamos el libro con interés. Esperaba presentarle
un lado inesperado de la ciudad. Un mundo delicado y marginal que, de
pronto, a mí también me encantó y que me decía que había que tener
paciencia con la ciudad, que todo se arreglará pronto.
Porque algo está mal, ¿no es así?
Antes manejaba con alegría el espíritu dividido del limeño. Odiaba a
Lima en mi pequeña rutina y, poco después, comentaba en la sobremesa del
almuerzo que a pesar de todo se trataba de una ciudad increíble.
Difícil pero hermosa a su manera. Pasé muchos años explicándoles a
amigos extranjeros las claves para conocer este lugar. Su verano
maravilloso y repentino. La comida enloquecedora. Los artistas que
pueblan las sombras.
Amaba Lima de una manera natural. Corría por las mañanas en parques y
veredas. Iba al trabajo en bicicleta. Me reunía con amigos a beber
cervezas. Era la Lima de la década pasada. Una ciudad caótica pero
vivible aún. Ingenua en su caos sudamericano. Enamorada del futuro que
profetizaban las estadísticas de crecimiento económico y que la
anunciaban maravillosa, no solo adinerada, sino cosmopolita, más culta
quizá, más loca, más fácil de querer. Más cerca de Nueva York que de
Calcuta. Más cerca de Madrid que de Jualica.
Muchos amigos comenzaron a comprarse entradas y palcos para vivir
ese momento estelar. Era la fiebre de la compra de departamentos. Cada
semana alguien invitaba a su open house para celebrar bebiendo hasta el
amanecer con una vista inédita de la ciudad desde una terraza o balcón
que miraba con extrañeza a la Lima que se iba: la de quintas y casas con
árboles y jardines.
Yo no compré un departamento. Quizá no era el momento, me decía. A lo
mejor más adelante –intentaba convencerme, alertado por una intuición–.
Algo en el ambiente no terminaba de gustarme. Durante años alquilé un
departamento tras otro. Mi padre, que era soltero como yo, compró un
departamento en Miraflores. No era para vivir allí sino para alquilarlo a
gente como yo, que no pensaba en el futuro. Un gran negocio. Poco antes
de morir, me dejó una pequeña herencia. Lo suficiente para ponerme al
día con mi generación y poder comprar mi entrada al futuro de la ciudad.
No tenía excusas. Ahora podía tener mi propia, sala, comedor y
balconcito.
Era el año 2009. Yo era un poco más joven e irresponsable. Seguí
mis instintos, querida Lima, y compré un terreno a mil kilómetros de
distancia de tus avenidas ruidosas y de tus ‘depas’ hacinados. Es una
chacra con árboles de tara, pencas y flores que mira a un río de agua
templada. Un pequeño remanso con vecinos que sonríen y que se visitan
unos a otros por las noches para beber y hablar de la vida mientras arde
una fogata. Un lugar donde la leche viene de las vacas (y no de las
fábricas), donde a los pollos se les permite dormir y donde es posible
cerrar los ojos y no oír el ruido de los automóviles, los martillos ni
los gritos de las personas.
De regreso a la ciudad, donde aún está mi trabajo, contemplo desde mi
espacio alquilado en el piso 17, frente a la Vía Expresa, el ansiado y
luminoso futuro de esta ciudad. Es curiosa la sensación de saber que
tarde o temprano ya no estaré aquí. Pero aún no sé si me he equivocado.
esto es mío, sólo mío
Annie me contó la semana pasada sobre un parque frente al mar de Barranco que ahora está cerrado.
Van a construir un edificio, me dijo muy contrariada. Recuerdo el
lugar porque he llevado a Piji a mear allí. He visto a niños jugar y a
ancianos caminar mientras las olas rugen al fondo. Era un parque
superviviente en medio de edificios enormes que se comieron el malecón,
sin que nadie pudiera evitarlo. Ahora la novedad era que ese parque
también iba a desaparecer. Según Annie, alguien lo iba a secuestrar de
manera indefinida para levantar una mole que tapará la vista al mar a
nueve millones de personas para ofrecérsela únicamente a un centenar de
familias en primorosos dúplex con cochera incluida y piscina compartida.
Todo un sueño.
Por supuesto, pocos en la ciudad protestarán porque a pocos
parece interesarles un tema tan, digamos, lejano. Reclamar por el
espacio público es tan poco cool. Tan cholo.
La bonanza de los
últimos años ha creado un tipo de limeño aturdido. Encerrado en su vida
privada. En su camioneta. En su ‘depa’. Un limeño egoísta para los
asuntos de la comunidad. Alguien que no siente la ciudad como suya sino
como un lugar lleno de extraños al que acaba de mudarse. Un mundo donde
lo importante es conquistar un espacio antes de que ya no quede ninguno.
Donde nadie puede concitar a la calma para comenzar a pensar los que
vendrán. Porque el mañana no existe.
Lima
es una ciudad de migrantes ensimismados, de conquistadores de barrio,
de pioneros que siembran el cemento sobre las áreas verdes, de gente
pobre que invade los arenales, de gente rica que invade los últimos
cerros vírgenes. Somos invasores de nuestro propio espacio común.
Forasteros permanentes. Estamos los que llegamos de la sierra huyendo de
la guerra o en busca de educación. Los extranjeros que llegan todos los
días. Los peruanos que se fueron en la década pasada y que volvieron en
esta. Pero también los que, sin salir de Lima, migran de un distrito a
otro, de un barrio a otro. De Los Olivos a Miraflores, de Miraflores a
Surco, de Surco a La Molina. Todos somos migrantes. Nuestras raíces son
jóvenes. No terminamos de conocer al vecino. No saludamos a nadie.
Annie ha vivido muchos años en distintas ciudades de Sudamérica.
En La Paz, Santiago, Río de Janeiro. Y se acostumbró a ellas con
relativa facilidad. Las disfrutó. Hizo amigos. Tuvo mascotas. En Lima,
sin embargo, le cuesta afrontar la vida cotidiana. El otro día, cuando
ella manejaba en la Vía Expresa, un tipo en camioneta 4x4 le tocó el
cláxon de manera insistente reclamando su derecho de casta a avanzar.
Annie iba en nuestro auto compacto y ahorrador y cometió el error de no
hacerle caso. El hombre le cerró el paso. Era un tipo mofletudo, de
corbata, de unos cuarenta años y panza señorial. Annie lo observó con
curiosidad a través de la ventanilla. Es antropóloga. El tipo estaba
rojo de ira como un rocoto. Gritaba haciendo gestos con las manos.
Idiota, qué te pasa, carajo, manejaba bien, mujer tenías que ser.
Parecía a punto de tener un infarto. Y así, encabronado, se perdió en la
ciudad.
Después de convivir en Lima durante seis meses, Annie y yo tenemos una
conclusión. Esta es una ciudad de posguerra. «Han pasado por una guerra
civil. Esto tiene consecuencias», me dijo ella el otro día mirándome
como a un paciente mientras desayunábamos.
Pasé los días siguientes pensando en esa frase. Lo conversé con un
periodista. «Nunca lo he visto de esa manera», me dijo él. Yo tampoco.
Pensemos en el cuarentón de la camioneta. También en quienes ahora
dirigen el país, desde el Gobierno hasta las empresas. Son los jóvenes
que durante la guerra vivieron encerrados en casa mientras afuera las
bombas estallaban y la gente era secuestrada. No iban a fiestas ni a
discotecas. Sus padres no los llevaron de vacaciones al Cusco. Tengo
hermanas mayores y de niño vi el celo con que salían para intentar
divertirse. Siempre en grupos. Siempre a lugares cercanos. Si no había
condiciones de seguridad, se quedaban en casa. Un día mataron al
compañero universitario de una prima cercana en un atentado. Empezaban
los años noventa. En los meses siguientes, ella hizo todo lo posible
para irse del país y nunca más volvió. Muchos se fueron. Luego
volvieron. O no se fueron nunca. (Pensemos en el Presidente, que es
militar, y estuvo en zona de conflicto). Y terminaron de crecer y
formarse en ese país aterrorizado, corrupto, donde se estafaban o
mataban unos a otros. Veinte años después, cuando la paz es esto que
vivimos, ellos están en el poder. Están en el Gobierno, en las empresas,
dirigiendo sus propias familias. Quieren darles a sus hijos lo que
nunca tuvieron: seguridad a cualquier precio. Sienten el derecho de
tomar lo que antes les fue negado. Y lo hacen con ese mismo frenesí de
los niños que salen al recreo después de haber pasado mucho tiempo
castigados y encerrados. Quizá intuyen que la libertad será breve,
pasajera. Que deben conseguirlo todo para hoy. Porque quizá el mañana no
existe.
Y tocan el cláxon porque están apurados.
Y enrejan sus calles.
Y compran el ‘depa’ de sus sueños en edificios levantados sobre parques públicos.
foto: píjiri
Y se aíslan en playas que antes eran para todos y ahora ya no.
E imponen un ritmo de fin del mundo en la ciudad.
Hay que comprenderlos.
Están viviendo su posguerra.
bienvenido al club
Un domingo por la tarde, Annie y yo
fuimos de excursión al Parque Zonal Huáscar, en Villa El Salvador. Es
un espacio inmenso, con árboles, campos deportivos, un centro cultural,
piscinas y senderos flanqueados por flores. Los vecinos le llaman El
Club a pesar de que es un área pública administrada por la Municipalidad
de Lima. Y, en efecto, tiene un aire de club privado. Está bien
cuidado. Hay agua en los baños. Los caminos están señalizados. Hay
espacios para que las familias hagan sus parrilladas. Pero también un
cartel enorme en la boletería de ingreso que anuncia que allí todo tiene
un precio:
- Entrada general: S/. 1.50
- Alquiler losa de fulbito: S/. 8.00 (1 hora)
- Derecho de piso, campamento en el día: S/. 5.00 (todo el día)
- Filmación: S/. 100.00 (a coordinar)
Los vecinos que pueden pagan sin cuestionarse mucho. Según
una pequeña encuesta, lo más bonito del lugar es la oferta gastronómica
variada.
Las familias que no pueden o no quieran pagar improvisan su
propio centro de esparcimiento en una franja de terreno desocupado, al
lado del estacionamiento del ‘Club’. Allí juegan al voley o se echan a
descansar mientras los bebés gatean, los perros dormitan y los niños
corren. De rato en rato, los adultos vigilan que los pequeños no lleguen
a las pistas, donde transitan a toda velocidad carros, combis,
mototaxis y autobuses. La diversión gratuita tiene sus riesgos.
Si quieres tu parque bonito y seguro, paga tu entrada.
Es el mensaje.
Ya de salida, los vehículos corren a toda velocidad sobre la
avenida El Sol brincando rompemuelles que se desmoronan por el uso.
Levantan ráfagas de polvo a su paso. Los peatones que esperan en las
esquinas se cubren el cabello y se tapan la nariz. Es Lima. La calle es
hostil.
Un pequeño óvalo se abre en medio del arenal cual oasis
fantástico. Cuesta entender de qué se trata el monumento que domina el
centro de la plazoleta. Es una obra inconclusa a medio camino entre un
transbordador espacial y un iglú de mayólicas sucias. Los niños del
lugar trepan hasta lo alto y se deslizan cual si fuera un tobogán. La
arena seca amortigua sus caídas. A falta de parques, han colonizado ese
territorio incomprensible para poder jugar.
Hay mucha nobleza en su actitud. Una inocencia similar a la de
los niños que dan saltitos en las camas elásticas de los KFC mientras
los adultos complacidos hacen la sobremesa.
Intentan jugar en una ciudad tugurizada.
La nueva invasión
Me tomé una mañana para visitar el
parque cerrado del que Annie me habló. Está en la cuadra 3 del Malecón
Junín, en Barranco. Los obreros han instalado una tela verde de
plástico. Un agujero permite ver el interior: un pequeño cuadrado con
pasto y arbustos, casi un balcón sobre el mar del distrito, ese litoral
sucio y colonizado por restaurantes, pollerías y discotecas bañado por
el Océano Pacífico.
Arriba, en el malecón, la buena noticia era
un papel amarillo adherido a la tela verde. El parque solo estaba «en
mantenimiento», decía la nota. La municipalidad y los vecinos
invertirían dinero para reparar veredas, volver a sembrar pasto, pintar
esculturas, bancas y papeleras.
Estuve a punto de correr a casa para darle la buena noticia a
Annie. Pero, al mirar bien el paisaje, me sentí un poco idiota. Aquel
parquecito, también llamado «Malecón de los ingleses», era un triste
superviviente de la última invasión, y se apretaba entre dos moles de
departamentos que se han tragado el malecón y que ahora ocultan la
visión del mar. De rato en rato, los portones se abren para que los
dueños puedan entrar o salir en sus camionetas y automóviles. Adentro
los espera su pedacito privado de océano. La vista cotidiana a una playa
donde se enseñorea la chimenea de una pizzería.
A medio centenar de metros, vuelve el malecón en la forma de un
breve jardín de margaritas. Una pared de color ocre delimita ese tímido
espacio público (la Lima que ya fue) de la mole de departamentos egoísta
y ensimismada (la Lima de hoy). El paseante debería recuperar la calma
al pisar ese oasis bañado por la brisa del mar. Pero un cartel advierte:
«Este jardín se ha levantado temporalmente sobre esta propiedad privada».
Es la una de la tarde. Un anciano pasea por allí junto a su
enfermera. Una mujer empuja el coche de su bebé. Tres niños de un
colegio cercano se gastan la propina en helados. Luego corren al filo
del acantilado y se echan a mirar el mar, retardando el camino a casa.
En
el futuro, cuando el cemento crezca, pasarán de largo nomás. Olvidarán
lo que hubo antes. Quizá lo recordarán con pena. O hasta podría
resultarles indiferente.
Es difícil adivinar cómo será la ciudad que ellos construirán.
Quizá, al revisar las obras de sus padres, sepan entender que
estos hicieron lo que hicieron para poder darles lo mejor a toda costa. Y
que, solo por este detalle, se equivocaron.
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