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8 ene 2014

AMOR DE GUARDIA CIVIL NO QUIERO TENER......



Ricardo Franco de la Cuba

UN HECHO OCURRIDO EN LA VIDA REAL DE LOS TANTOS E IGUALES HECHOS QUE OCURREN A LAS ESPOSAS DE LOS GUARDIAS CIVILES

TAMBIÉN SON HEROÍNAS LAS ESPOSAS DE LOS GUARDIAS CIVILES, SIEMPRE SE HA OLVIDADO RENDIR HOMENAJE QUE SE DEBE A LA COMPAÑERA DEL GUARDIA CIVIL, A SU ESPOSA; A ESA AMIGA
ABNEGADA QUE EN SILENCIO SUFRE CONGOJAS Y
TRIBULACIONES, QUE SE SACRIFICA TANTO Y TAL VEZ MAS QUE EL ESPOSO GC.,

AQUI LA HISTORIA

En una vasta zona de nuestra frontera en el sector del Trapecio Amazónico, se encontraba sin la debida custodia. A la Guardia Civil, una vez más, le tocó cumplir esta difícil como delicada misión, la de vigilar la intangibilidad de nuestra soberanía. Para tal fin, se dispuso la instalación de un Puesto de Vigilancia DE LA Guardia Civil en el río Alto Cotuhé, en el punto denominado Líbano.

El río Cotuhé como es sabido, nace en la selva peruana, luego se adentra en el Trapecio Amazónico, para desembocar en el río Putumayo, a inmediaciones de la Guarnición Colombiana de Tarapacá.

Se ordenó que el personal GC que debería formar este puesto policial, utilizará para constituirse en Líbano, la ruta del río Atacuari. Como punto de concentración y de partida, se eligió al distrito de Caballo-Cocha, ubicado a orillas del río Amazonas. Para su dotación se nombró a los siguientes: Comandante de Puesto, Cabo Amancio Guzmán, guardias Rafael Laví Vásquez, Odilio Pinillos Dávila, Daniel Vásquez Paredes y Escolástico Tananta; Sargento 2do. Radio-operador Hernán Pinedo Pinedo; y Sargento 2do. Enfermero Manuel Salazar Falcón, todos los cuales marcharían a órdenes del Teniente GC Manuel Gordon Magne, Jefe de Línea del Sector de Caballo-Cocha

Cuando el Guardia GC. Rafael Laví Vásquez, que pertenecía hasta entonces al Puesto cabecera de Linea de Caballo-Cocha, al recibir la orden de marchar a Líbano fue a su domicilio para alistarse y sostuvo el siguiente diálogo con su esposa, doña Olinda:

- ¿A dónde vas Rafael?

- A fundar el Puesto de Líbano

- Y, ¿Cuánto tiempo vas a permanecer ausente?

- No sé. Tal vez seis meses, o un año, no nos han dicho.

- No pensarás dejarme en este lugar que es extraño para mi.

- Si, Olinda, tú y nuestros dos hijos, se van a quedar acá.

- No Rafael, esta vez no me quedo. Ya muchas veces me han separado de ti por no seguirte a los lugares donde te han nombrado, y mientras ha durado tu ausencia, sola, sin ninguna clase de amparo, he sufrido demasiado. Soy mujer joven, y necesito la protección de mi esposo, que para eso me he casado.

- Mi querida Olinda, yo también querría llevarte, porque la vida de un hombre dentro de la selva, sin la compañía de una mujer, es insoportable. Pero el sitio a donde vamos es muy distante, en medio de la selva, está completamente aislado de la civilización y la ruta por seguir se extiende por una jungla o zona desconocida que por primera vez se va a transitar. Y tú, no vas a poder viajar por una trocha que recién se va a abrir. ¿Y cómo van a ir nuestros hijos? Y si se enferman, ¿quién los va atender? Además, allá no hay habitantes para adquirir víveres, por lo que, apenas lleguemos, tendremos que cultivar chacras, y mientras produzcan éstas vamos a llevar una vida de muchas privaciones y mas bien de sacrificios que los hombres podemos soportar pero no las mujeres y los niños. En cambio acá hay muchos medios de vida, hay vecinos, en fin ésta es una población, y aquí te vas a quedar.

-

- Rafael, mi vida, tus argumentos son poderosos, pero no llegan a convencerme; estoy decidida a seguirte y por nada del mundo me quedaré aquí. Yo estoy joven, me siento fuerte y ya me he acostumbrado andar en la selva; en mi niñez y mi adolescencia acompañando a mis padres y cargando a mis hermanos menores en la sierra y en la costa, mucho he caminado, y no me será extraño viajar esta vez llevando en la espalda a uno de nuestros hijos, que tú me ayudarás con el otro. Te lo ruego Rafael, por lo que más quieras en la vida, que consientas que te acompañe. Allá en Líbano, te haré los días más llevaderos, y en tanto tú trabajas, yo te cocinaré, te lavaré y te cuidaré.

Estas últimas frases que parecían más una plegaria, fueron dichas con tanta vehemencia y con las lágrimas que bañaban a su rostro, que el guardia Laví tocado en sus sentimientos más íntimos, le respondió:

- Mi buena Olinda, has llegado a mi corazón y no puedo seguir negándome. Viajarás, pues, en nuestra compañía, aunque algo me dice que cometo una imprudencia al aceptar tus exigencias, que más tienen de capricho. En fin, que Dios me perdone por haberme dejado convencer.
-
La señora Olinda que no esperaba más se echó a los brazos de su esposo y llena de alegría le colmó de caricias. La pobre no se imaginaba ni sabía de los sufrimientos que iba a soportar y el final a donde le conduciría su amor, amor de esposa fiel y generosa.

Parecidos diálogos se habían sucedido en otros tres hogares, en los cuales oras tres señoras, se empeñaban en acompañar a sus maridos en esta dura travesía.

No podemos continuar adelante, sin detenernos un poco para destacar el temple de esas cuatro valientes mujeres que no se arredraban ante la falta de caminos, ante las privaciones, sufrimientos y peligros que afrontarían al viajar por una selva desconocida y desolada, conduciendo a sus hijos a la espalda con tal de estar al lado de sus maridos. Estas mujeres, las esposas de los guardias civiles, son así, temerarias si se quiere, pero llenas de nobleza y de espíritu de sacrificio. Se diría que contagiadas por la vida que llevan sus conyugues, se acostumbran a afrontar con valentía los sacrificios a que les somete el diario servicio y el continuo trajinar de un punto a otro de la República. Por esto ellas merecen nuestra admiración y el respeto de la conciencia ciudadana.

Hecho el acopio suficiente de víveres y demás menesteres para el largo trayecto a seguir y la prolongada permanencia en Líbano, el 15 de Octubre de 1955, embarcada en dos botes de motores, salió la expedición compuesta por los antes mencionados servidores, cuatro esposas, entre ellas doña Olinda; trece niños, todos hijos de los guardias civiles y veintiocho indígenas de la tribu de los “yaguas” que servían de cargueros para conducir las provisiones. Ese mismo día, todos llenos de optimismo penetraron al río Atacuari, afluente del Amazonas, por cuyas aguas navegaron durante tres días.

Al atardecer de este último día, y cuando ya se acercaban al término de la jornada, el viaje que sin contratiempos se había realizado hasta entonces, bruscamente fue interrumpido al chocar violentamente una de las embarcaciones con un palo que se encontraba sumido a flor de agua. A efecto del impacto, uno de los hijos del Cabo Guzmán fue lanzado al río que en este sitio corría con suma rapidez.

A los gritos de la madre y de todos los demás, el guardia Laví, así vestido como estaba sin titubear un solo momento a pesar del peligro que ofrecía una serie de remolinos, pirañas, caimanes se tiró al agua para rescatar al niño que era arrastrado por la corriente, y mediante vigorosas braceadas, logó alcanzarlo en circunstancias en que iba a desaparecer de la superficie.

Laví con su preciosa carga entre los brazos mantenía a flote valiéndose únicamente de los pies, dando tiempo a que uno de los botes pueda a rescatarlo, empero como por la estrechez del río demoraba en voltear, con el peso del niño iba cansándose y alejándose más y más. En tanto que la madre con suprema desesperación gritaba.

- ¡Mi hijo! ¡Mi hijo! – ¡Mi hijo se ahoga! ¡Sálvenlo!

- ¡Apúrense! ¡Apúrense! Que el guardia Laví está fatigado – repetían los demás.

-
En verdad, no pudo ser más oportuna la llegada del bote a su lado, pues cuando lo embarcaron a bordo, ya estaba exhausto y el niño había perdido el conocimiento. El Sargento Enfermero tuvo que emplear sumo esfuerzo para reanimarlos.

Ante la angustiosa mirada de todos se había realizado un notable acto de valor y arrojo, en que su autor en noble desprendimiento de su vida y poniendo de manifiesto un gran espíritu de cuerpo y camaradería, había salvado la vida del hijo de su Comandante de Puesto. El guardia Laví pues, se había granjeado la gratitud de los padres del niño y la estimación de sus demás camaradas.

Al día siguiente, dejando a los componentes de la expedición, las embarcaciones retornaron a Caballo-Cocha, y repuestos de los tres días de viaje en rio comenzaron a alistarse para emprender el viaje por tierra. Cuando todo estuvo previsto y hacia el mediodía, el Teniente Gordon ordenó iniciar la marcha.

Y el machete del guía comenzó a funcionar cortando las ramas por el rumbo que debían seguir; después de éste, iban dos hombres más para ir abriendo en la tupida maleza una estrecha senda por la que los indígenas “yaguas”, unos detrás de otros precedidos por dos guardias, iban cargando las provisiones. Le seguían los niños más grandes escoltados por las cuatro esposas que cargaban a sus respectivos pequeños. Cerraban esta heterogénea columna, los restantes guardias civiles, varios de los cuales encima de la maletera, llevaban a sus hijos menores, aparte de algunas gallinas para iniciar una pequeña crianza. A un guardia se le ocurrió llevar un casal de tiernos cochinillos. A otro que era soltero, le acompañaba su perro “Sultán”; este guard9ia llevaba también una guitarra “dizque” para, en sus momentos de triste añoranza, apagar sus penas.

A las dieciséis horas se hizo alto para preparar los alimentos y tener tiempo de construir los tambos para guarecerse de la noche.

Después de un descanso más o menos tranquilo, temprano reiniciaron la marcha. Para evitar la pérdida de tiempo, se había acordado hacer sólo dos comidas: una en la mañana y otra en la tarde al momento de acampar, temperamento que no dejó de ser observado por las señoras que por esto, tendrían que verse obligadas a llevar agua hervida en termos para el biberón de los bebes en lactancia y el fiambre para los demás niños. Pero el viaje en la selva, realizado no en son de turismo, es la lucha contra la distancia, el tiempo y la lluvia, en otras palabras es la hazaña del hombre frente a la naturaleza entre otros factores adversos.

En los primeros días se viajó con cierta tranquilidad; pero, conforme iban transcurriendo éstos, fueron presentándose las dificultades. Como es de suponer los niños de menor edad fueron los que comenzaron a sentir los efectos de esta travesía que cada vez se hacía más pesada. Influía para ello la incomodidad de la posición que ocupaban, el hambre del mediodía las rasgaduras de las ramas y las lianas, el pinchazo de las espinas y las picaduras de los insectos y la lluvia torrencial que los dejaba empapados a todos. Luego fueron las mujeres y después los hombres.

A un comienzo todos conversaban animosos, pero paulatinamente, fueron silenciándose, aunque no los niños que lloraban a menudo.

Aún los “yaguas”, con su semblante y sus gestos, hacían notar el cansancio que los agobiaba, no obstante su costumbre en esta clase de viajes.

Veintitrés días ya se encontraban en el corazón de la selva, y según los cálculos que se hizo, todavía faltaba de siete a ocho días para llegar al final del itinerario que parecía alejarse.

El Teniente Gordon, que llevaba la gran responsabilidad de hacerles llegar a su destino sin novedad, constantemente les alentaba ya con sus palabras, ya con su ejemplo. Los otros guardias civiles hacían otro tanto con sus esposas e hijos. Pero llega un instante en que el entendimiento se nubla y las palabras suenan huecas o no tienen sentido. Sin embargo con la obsesión de salir lo antes posible de esta maraña verde que parecía aprisionarlos, haciendo un gran esfuerzo de voluntad que llegaba hasta lo heroico, esas pobres mujeres y los niños más grandes, con los pies hinchados, el cuerpo lleno de granos y las axilas completamente escaldadas por el calor, la humedad y el sudor, sin quejarse seguían adelante tras de los guías y los “yaguas”, ya sumergiéndose en algunas ocasiones hasta más arriba de la cintura en los temidos “tahuampales” llenos de lagartos y reptiles, ya pasando quebradas profundas por un palo recientemente derribado para servir de puente y que por su reducido grosor les obligaba a equilibrarse con mucho cuidado llevando unos su carga, y otros, a los niños en la espalda.

Al hacer alto cerca de una fuente de agua para pernoctar a sus inmediaciones, admiraba contemplar la actividad del enfermero, el que con los escasos medios que disponía, sin esperar recuperarse de las fatigas de la jornada, inmediatamente se dedicaba a aplicar inyecciones o a curar las heridas y magulladuras de casi todos los que viajaban. Esta esforzada como abnegada atención, se prolongaba hasta algunas horas entrada la noche, en que recién probaba los alimentos que le habían guardado, para después templar su hamaca y echarse a dormir para levantarse entre los primeros con el objeto de hacerles una revisión antes de la partida; y, por último, hasta por las noches levantándose a cualquier hora, cuando alguien le reclamaba.

Por fin a los veintisiete días de viaje, a eso de las catorce horas, el guía avistó el río Cotuhé, exclamando jubilosamente:

- ¡Ya llegamos al Cotuhé! ¡Ya llegamos! Al escuchar este nombre, un espontáneo ¡VIVA! Salió de todas las gargantas, comenzando por los que iban adelante, para ir repitiéndose sucesivamente, y terminar con el ¡VIVA! Del que cerraba esta larga columna.
-
En este momento, hasta los “yaguas” parecía que hubieran despertado de un sueño lleno de pesadillas, porque en los últimos días casi mecánicamente, igual que los otros, movían los pies hacia adelante. Pero al cerciorarse que habían llegado al Cotuhé les renacieron las fuerzas y olvidándose del cansancio corrieron hasta las orillas del río, en que dejando sus cargas, se lanzaron a sus aguas frías y cristalinas para refrescarse en ellas. Habían sido veintisiete días de dura lucha, de un constante sacrificio que no hubiera sido tanto, si no hubieran viajado mujeres y niños. Sin embargo, los unos como los otros, esforzándose hasta lo más, sin pronunciar una sola palabra de descontento, al fin habían vencido la distancia, los obstáculos, el cansancio, el hambre, la sed y demás peripecias que representa la selva, cuando se penetra a sus entrañas.

Una vez construida muy a la ligera una casa de regulares dimensiones que diera albergue a los que se iban a quedar, o sea el 12 de Noviembre de 1951, con las formalidades del caso y ante el Pabellón Nacional que desde ese día comenzó a flamear, el Teniente Gordon, después de haberse cantado el himno nacional inclusive las mujeres y los niños, ante las armas que presentaba su pequeño efectivo, procedió a instalar el Puesto de la Guardia Civil de “Líbano”, que desde entonces, mantendría incólume nuestra soberanía.

Esta sencilla ceremonia, tenía un significado trascendental para nuestra Patria. No importaba que los encargados de custodiar esta parte de nuestra frontera, fueran pocos. Su mérito estaba en haber sido los primeros en materializar con su presencia nuestros derechos soberanos, y en haber sido también los primeros en entonar nuestro Himno, cuyas notas al salir viriles y graves de las gargantas de esos guardias civiles, juntándose con las voces agudas de las mujeres y las infantiles de los niños, retumbaron en la inmensidad de la selva extendiendo su eco por la fronda para perderse en el infinito, haciendo que se exaltara el patriotismo colmando de lágrimas los ojos de todos.

Las lágrimas en esos instantes, eran el desahogo ante la solemnidad del acto y ante lo grandioso de sentirse representando a todos los peruanos, haciéndoles olvidar este acto las peripecias de los días pasados, exclamando a viva voz y a todo pulmón los guardias civiles, con sus esposas e hijos del Puesto Líbano de la Casa Cuartel de la GC:

¡El Honor es nuestra Divisa!
¡Viva el Perú!
¡Viva la Guardia Civil!

Instalado el Puesto de la Guardia Civil de Líbano, el Teniente Gordon, y los indígenas “yaguas”, tomando la ruta del río Loreto-Yacu, retornaron a Caballo-Cocha, a donde llegaron el 4 de diciembre del mismo año.

Al partir el Teniente Gordon, los guardias civiles, sus esposas y sus hijos, restablecidos de las penurias del viaje, quedaban bien de salud, con la excepción de la señora Olinda, la cual a los pocos días de haber emprendido viaje de las márgenes del Atacuari , había sentido agudos dolores ventrales, los que por no alarmar a su esposo y a los demás viajeros, había silenciado, creyendo también que una vez en Líbano se mejoraría. No fue así, sin embargo, porque su mal había ido aumentando en intensidad, hasta culminar, después de la partida del Teniente Gordon, con dos hemorragias seguidas de las que recién dio aviso a su esposo:

No es nada grave – le dijo – y con el descanso de unos días más estaré restablecida.

El Guardia Laví llamó al enfermero, el que al tomarle la temperatura, encontró que el termómetro marcaba 39° llegando al día siguiente a los 40°. Se le aplicó varios antibióticos que no sirvieron como paliativos, porque la fiebre nuevamente reaparecía. No había duda que se trataba de una infección producida por una causa desconocida, seria la fiebre del pantano El enfermero al ver que nada podía hacer y desalentado ante el decaimiento cada vez más pronunciado de la enferma, que ya no se levantaba de la cama, dio cuenta de sus temores al Comandante de Puesto quien ante la gravedad del caso, dispuso su inmediato traslado a Caballo-Cocha, y llamando al guardia Laví le dijo:

- No creo que sea un caso desesperante el de su esposa, pero como acá no disponemos de los medios necesarios para su curación, he resuelto que el día de mañana, a primera hora, sea evacuada a Caballo-Cocha; a Ud. le acompañarán los guardias Vásquez y Pinillos, los que voluntariamente se han ofrecido. Sus hijos quedarán en poder de mi señora, por ellos pues, no se preocupe.

El guardia comprendió al instante lo que esto significaba para su esposa. No había duda que se encontraba muy grave y sería una suerte que llegara con vida a aquel distrito. Su espíritu así le anunciaba, mientras que su corazón palpitaba de angustia y arrepentimiento por haberle permitido efectuar tan largo como penoso viaje. Ahora las lamentaciones ya no cabían, y se alistó a hacer frente a la tragedia que ya se vislumbraba.

Para el momento de la partida, todos los presentes formaron en fila. Doña Olinda con la calentura que le quemaba los labios resecos, besó con sin igual ternura a sus dos pequeños, los que por sus pocos años, no comprendían el dolor que en esos momentos le prendían el dolor que en esos momentos laceraba el corazón de su madre.

- ¡Adiós! Hijitos, pórtense bien mientras dure mi ausencia – les dijo por última vez con su voz entrecortada y ahogada por el llanto.

- ¡Adiós! Mamita – respondió el mayorcito.

-
El guardia Laví, tomándola de su lecho la hizo sentar en una silla rústicamente fabricada con las tablas de un cajón, y una vez asegurada la misma, poniéndole una sábana a manera de sombrilla, cargó con la silla a la espalda sujetando la “pretina” en la frente y tomó por la trocha que conducía a Loreto-Yacu.

Doña Olinda haciendo un supremo esfuerzo se incorporó a medias y haciendo a un lado la sabana que le cubría, quiso dar una postrera mirada a sus hijos y estrechar la mano a cada uno de los que se quedaban, sin que esto fuera ya posible, porque el guardia Laví no quiso detenerse, por lo que se contentó con mover débilmente la mano, cayendo agotada sobre el espaldar de la silla.

¡Adiós! ¡Adiós! – Que les vaya bien – repitieron completamente afligidos.

Los tres guardias se turnaban constantemente en cargar a doña Olinda, la misma que sufría cruelmente, pero no se quejaba, solo pedía agua y más agua. Cuando pernoctaron esa noche, ante la luz del farol que pendía colgado de una rama, el rostro de la enferma brillaba por el sudor que le producía la fiebre, mientras que de sus labios salían débiles quejidos. Los guardias no obstante la fatiga por la dura tarea, no podían cerrar los ojos.

La selva se encapotó de oscuras nubes, cayendo al poco rato una copiosa lluvia que les mojó de “pies a cabeza”, porque la pequeña carpa que llevaban tan solo alcanzaba para cubrir a la enferma.

Apenas se anunció el alba, reanudaron el viaje, pero este día bien porque no podía resistir la incomodidad de la silla o porque se agravaba su enfermedad, comenzó a quejarse de continuo; sin embargo aún pudo resistir la jornada, pero la noche para ella fue atroz, los dolores se habían hecho insoportables no permitiéndole un solo momento de sosiego. Entonces para el día siguiente, los tres guardias que dicho sea de paso tenían las espaldas con verdaderas “mataduras” y ampollas, así como la frente hinchada a causa de la pretina, decidieron utilizar una hamaca, la misma que atada por sus extremos a un largo palo, teniendo en ella la enferma una posición, menos forzada, sería cargada al hombro por dos de ellos. En tales circunstancias, parece que el destino se empeñara en poner dificultades, porque si bien la enferma encontraba una cierta comodidad, al momento de la marcha la hamaca se balanceaba haciendo perder el equilibrio a los que cargaban, obligando a otro guardia arrimar de un costado, lo que no podía realizarse sino por cortos trechos, debido a la estreches de la trocha y a la exuberancia de la selva que apenas daba paso a una persona, la que tenía que inclinarse con frecuencia para sortear las ramas, las lianas y aún a los árboles inclinados o caídos. Tubo que desecharse pues esta modalidad, y como la silla anteriormente usada se había inutilizado a causa de su construcción provisional y los golpes que recibían al rozarse con los árboles, tuvieron que hacer otra, valiéndose de bejucos y ramas flexibles; mientras el tiempo corría y la enferma se agravaba de momento a momento.

En la última noche que pernoctaron en plena jungla, doña Olinda los llamó a los tres guardias y con voz ininteligible, les dijo:

- Como ven yo estoy muy mal, y ya no merece la pena que se sacrifiquen tanto, porque de todas maneras he de morir, por eso les ruego que me dejen acá, hasta que llegue mi hora que no tardará mucho; que así me evitarán que siga sufriendo, porque el viaje y la incomodidad, me hacen padecer horriblemente. Ustedes no se imaginan cómo me duele todo el cuerpo, más la región del vientre, en el que parece que se me hubiera producido una tremenda herida.

- Tú no te vas a morir – le replicó su esposo – ; tu enfermedad no es tan grave y en Caballo-Cocha hay un médico y él te curará. Ya estamos cerca de Loreto-Yacu al que mañana vamos a llegar, y de allí ya en canoa continuaremos el viaje. Además nuestros hijos te necesitan.

- No se enojen conmigo – continuó después de pensar un buen rato – perdóneme que les moleste tanto. Es verdad que no debo morirme, porque cómo se quedarían mis hijitos. En nombre de ellos les pido que hagan un esfuerzo más para llegar a Loreto-Yacu. ¡Yo quiero vivir! ¡Yo quiero vivir! Y quedó desfallecida.
Era desesperante el trance que se les presentaba a los guardias. Efectivamente, doña Olinda ya no podría resistir mucho, y ante esto, todos se dirán para sí:

- ¿No sería preferible para evitarle nuevos sufrimientos esperar uno, dos o cuando más tres días, y dejarla morir tranquilamente?

- Pero no. Eso era imposible, ante la sola idea el espíritu se les sublevó y decidieron continuar adelante hasta encontrar auxilio. ¡Cuántos milagros se suceden!

-
Sin esperar a que amaneciera y con el fin de ganarle tiempo a la muerte, a media noche reiniciaron la marcha, valiéndose de la luz del farol que poco les alumbraba. A los tres guardias civiles, forjados en la escuela del sacrificio, no les importaba nada los diversos y tremendos peligros nocturnos de la selva frente al empeño de salvar una vida, doña Olinda, y a no ser posible esto, siquiera brindar a sus restos cristiana sepultura, porque de fallecer en plena jungla, habría que inhumarla en el mismo lugar en el que al poco tiempo desaparecería todo vestigio de la tumba.

Dios les ayudó esa noche, ya que no obstante la espesura que atravesaban, no tuvieron sino pequeños contratiempos. Y cuando vino el día, habían recorrido un buen trecho. En su desesperación por llegar cuanto antes al río buscado, hubieran querido correr, pero desgraciadamente por encontrarse ya casi sin energías y teniendo que efectuar el relevo más a menudo, cada vez avanzaban más lentamente.

A eso de las diecisiete horas del día 8 de Diciembre 1955, alcanzaron, al fin, las orillas del Loreto-Yacu, en el punto denominado “Fariñas” donde su único morador, el indígena de la tribu de los “Ticunas” Manuelillo, les ofreció su rústico albergue, en el día siguiente emprender viaje en canoa con destino a Caballo-Cocha.

Al recostar a doña Olinda en la cama – si cama puede llamarse a una hamaca tendidaen el suelo y protegida por un mosquitero –ya se encontraba en estado de semi-inconciencia. La fiebre le había aumentado en forma alarmante y al hacía delirar. Se le administró unos sedantes, que le hicieron recobrar la lucidez, permitiéndole llamar a su esposo para decirle:

- Rafael, ya hemos llegado, pero muy tarde. Siento poco mis dolores y una agradable tranquilidad me posee. Esto me hace comprender que esta próxima la hora en que debo dejarte. Nuestro Señor lo ha dispuesto así y no temo comparecer ante El; sin embargo, quisiera tener a un sacerdote a mi lado para confesarme.
-
Por toda respuesta Laví callaba teniendo el rostro contracto y los ojos preñados de lágrimas. Los otros guardias observaban consternados.

- No te entristezcas mi Rafael – continuó la enferma luego de una pausa – Ya veo a la muerte tenderme su mano pálida. Cuida a nuestros hijos, yo no los abandonaré jamás porque estaré siempre mirándoles.
-
Su voz se iban apagando y sus palabras apenas se entendían.

- Reza Rafael y ayúdame en mi último instante… Dios… mío… perdo… na… y cerró los ojos, a la vez que su cuerpo se estremecía levemente, para enseguida quedar inerte. Eran las 24 horas.
-
El guardia Laví, quiso dar un grito y no pudo. Como su dolor era demasiado grande para dar siquiera un gemido, no hizo sino llevarse las manos a la cara para cubrírsela.

Sus camaradas con el corazón constreñido de pesar, se cuadraron y ejecutaron el saludo militar, rindiendo asi su homenaje de admiración a esta abnegada señora, que por no alejarse de su marido, acababa de ofrendar la vida.

- Descansa en paz – exclamaron los guardias al bajar la mano, al concluir el saludo.

- A quien no conoce la selva, le sería muy difícil formarse siquiera una vaga idea, del ambiente grave, lúgubre y lacerante que rodeaba a los tres servidores.

El escenario no podía ser más sombrío. Dentro de la inmensidad del boscaje y de la soledad de la noche y lejos de todo vestigio de civilización, estos tres guardias civiles con el espíritu destrozado, con las barbas crecidas, el cabello desgreñado, el uniforme lleno de barro y el cuerpo lleno de magulladuras y heridas, ante la luz claudicante de un candil alimentado con sebo de pescado que les proporcionó Manuelillo, velaban a doña Olinda rezando las pocas oraciones que les venía a los labios y venciendo el sueño atrasado de varias noches, sin disponer siquiera ni de un poco de café, ni de un cigarrillo.

A cierta distancia, Manuelillo por su lado practicaba ritos fúnebres de acuerdo a sus costumbres, que constituían en cantos guturales, gesticulaciones y soplos de un instrumento nativo de notas monótonas y melancólicas.

Al dejar de rezar los guardias civiles y el indígena “ticuna” de practicar sus ritos, el silencio que les rodeaba era absoluto, interrumpido únicamente por el lejano grito del búho o el chillido de algunos simios.

Al amanecer, felizmente, arribó don Melario Navarro tripulando una canoa, quien al ser requerido, no tuvo inconveniente de ceder su embarcación para conducir el cadáver hasta Caballo-Cocha. Contando ya con esta ayuda providencial, los guardias Vásquez y Pinillos retomaron a Líbano, el guardia Laví, continuó hasta Caballo-Cocha a donde llegó a las 16:00 horas.

Grande fue la sorpresa del Teniente Gordon y de los demás guardias de ese puesto así como de los pobladores del lugar al ver llegar a Laví con su carga fúnebre. El pesar fue general para todos y casi nadie faltó al nuevo velorio que se efectuó en el local del Pesto así como a la inhumación del día siguiente, en que con la presencia del Párroco se dio sepultura a doña Olinda en el cementerio de la localidad.

Años más tarde, al tener que instalarse un Puesto de la Guardia Civil en el río Loreto-Yacu, precisamente en “Fariña”, ubicación donde falleció la esposa del guardia Laví, la Superioridad, para perennizar la memoria e esta señora mártir, dispuso que el nuevo Retén llevara el nombre de “PUESTO OLINDA”, con el que actualmente figura en el mapa del Perú.

VIVA POR SIEMPRE LA MIL VECES BENEMERITA GUARDIA CIVIL DEL PERU

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