Uno de los elementos esenciales del
discurso en contra de las “drogas” ―y aun de la definición social que
hace de “droga” un término con implicaciones negativas moralmente― es el
“peligro”, el “daño” que puede provocar en una persona, en especial en
su salud, en las varias formas
que asimismo la noción de salud ha
adquirido en nuestra cultura: la del cuerpo, la de la mente, la
emocional, etc.
Y si bien en varios casos esta alarma puede ser irrebatible ―la combinación de alcohol y cigarro, por ejemplo, acelera el declive cognitivo―,
al menos en lo que respecta a la situación específica de la sobredosis y
la consecuente muerte que esto puede acarrear, la marihuana está exenta
de dicho riesgo.
Sabemos bien que se puede beber hasta el
punto de una congestión alcohólica, que la cocaína puede acelerar el
ritmo cardiaco hasta hacer que el corazón se detenga o que otras drogas
sintéticas, consumidas más allá de lo que el organismo puede soportar,
hacen que este finalmente sucumba y la persona fallezca, pero en el caso
de la marihuana este desenlace fatal es casi imposible: se necesitarían
entre 20 mil y 40 mil veces más THC del que hay en un cigarro promedio
de marihuana para matar a un consumidor.
Si a esto se añade el hecho de que la marihuana tiene beneficios médicos comprobados,
parece lógico preguntarse entonces por qué, desde ciertos sectores de
la sociedad, existen un verdadero empeño por combatir su consumo, la
autoproducción y otras actividades asociadas con esta.
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