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14 mar 2015

LA SANTA INQUISICION Y RICARDO PALMA

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Al acercarse el tiempo en que debía ser arrebatado del mundo, emprendió Jesús el viaje a Jerusalén, enviando delante de él para que le preparasen alojamiento en la ladea de Samaria. Pero como no le quisieran recibir, le dijeron dos de sus discípulos:
– Señor, haced caer fuego del cielo contra estos impíos y aniquiladlos.
Jesús les reprendió severamente y les dijo:
– Todavía no sabéis a que sois llamados, si tomáis por un movimiento de celo el soplo de la venganza. El hijo del hombre no ha venido para perder a los
hombres sino para salvarlos. El no romperá la caña cascada y no acabará de apagar la antorcha todavía humeante.
Sin embargo, en nombre de este sublime legislador que vino al mundo para abolir los sangrientos sacrificios y guiar al hombre a más suaves costumbres; en nombre de aquel que dijo a los delatores de la mujer adúltura -el que de vosotros esté sin pecado que arroje la primera piedra;- en nombre de este, fue que se vio a la Inquisición inmoral millares de víctimas en una fiesta religiosa, y apellidar auto de fe a este acto de monstruosa atrocidad.
¿Pero cómo se estableció este Tribunal sobre la tierra? Para contestar a tal pregunta haremos un rápido extracto de las obra de Llorente, Jomtob y Collin de Plancy.
Durante los tres primeros siglos de la Iglesia San Ignacio, San Justino, San Oríjenes, San Clemente de Alejandría y Tertuliano, se contentaron con escribir contra los herejes; y cuando un pueblo fanático quiso asesinar a Manes, Arquelao el Obispo corrió a su defensa y lo libró. Quizá esta conducta se debiera atribuir a la impotencia para obrar de otro modo; puesto que desde el principio del siglo cuarto, cuando los emperadores fueron cristianos, los Papas y los Obispos empezaron a perseguir imitando a los paganos. Hasta entonces sólo se había impuesto para la herejía penas canónicas; pero Teodosio y sus sucesores las impusieron corporales.
Los maniqueos eran los más temidos. Teodosio en el año 382 publicó una ley que los condenaba al último suplicio y confiscaba sus bienes en provecho del estado. Por esa ley encargaba al prefecto del pretorio que crease inquisidores y delatores para perseguirlos y descubrirlos.
Poco tiempo después el Emperador Máximo hizo perecer en Treves por mano del verdugo al español Prisciliano y sus secuaces, cuyas opiniones habían sido declaradas erróneas por algunos Obispos. Estos prelados pidieron el suplicio de los priscilianistas con una caridad tan ardiente que el Emperador tuvo que condenarlos.
Semejantes actos se multiplicaron en los siglos siguientes, aprovechándose los Papas de la debilidad de los soberanos para arrogarse un poder sin límites. Y su poder temporal llegó a ser tan grande que los tronos no adquirían solidez hasta que estaban dados o aprobados por el Papa. En 734, Estevan II absolvió a los franceses del juramento de fidelidad que habían prestado a Childerico, su legítimo rey, y ciñó la corona al hijo de Carlos Martel. En el año 800, Leon III coronó a Carlo-Magno, Emperador de Occidente. Estos dos príncipes tuvieron a grande honor recibir sus cetros de manos del Santo Padre, sin preveer que por este sistema impolítico se obligaban ellos y sus descendientes a humillarse ante la Corte de Roma.
A fines del siglo nueve, Juan VIII imaginó las indulgencias para aquellos que morían combatiendo contra los herejes. Cien años después, Silvestre II llamó a los cristianos a libertar Jerusalén y la primera cruzada se verificó bajo el Pontificado de Urbano II que la hizo predicar por toda Europa. Esta guerra injusta y sin motivo, manchada con los más atroces crímenes y los más crueles excesos, la dirigió Godofredo de Bouillon que se apoderó al fin de Jerusalén en 1099. El ejército de los cruzados era inmenso; pero compuesto en su mayor parte de fanáticos o malvados que iban a buscar en la Tierra Santa las indulgencias del Papa y las riquezas de los sarracenos.
Alejandro III subió a la silla de San Pedro en 1181. Excomulgó a los cristianos herejes y confundiéndolos con los infieles, otorgó indulgencias y prometió la vida eterna a los que muriesen combatiéndolos. Desde entonces todos los cristianos ortodoxos fueron obligados a denunciar a sus hermanos que tuviesen por herejes. ¡Infeliz del que se atreviese a darles asilo!
Llevaban consigo el anatema: la excomunión se extendía tanto al ocultador como al hereje y los bienes del protector eran confiscados.
Al principio del siglo trece se acusó a los albigenses de haber ocasionad disturbios, declaróseles la guerra y esta fue atroz. Santo Domingo la predicó en nombre de Inocente III y la mayor parte de los albigenses fueron víctimas. En el mismo tiempo hubo turbulencias en Inglaterra acerca de la elección de un Arzobispo de Cantorbery y el Papa puso al reino en entredicho. Juan Sin Tierra en vez de apoyarse en su clero contra las pretensiones de Inocente III, confiscó todos los bienes de la Iglesia y acabó de sublevar a sus súbditos. El Papa pasó del interdicho a la excomunión, levantó a los ingleses el juramento de fidelidad y dio la corona al Rey de Francia. Juan Sin Tierra que se vio abandonado de su nación, tomó el partido de someterse al Papa haciendo su reino tributario de la Santa Sede.
En esta época principió a elevarse la Inquisición. Inocente III la estableció en 1208 en el Languedoc, no sin costarle mucho. Pedro de Castellnou, enviado por el Papa para predicar contra los herejes fue asesinado por los albigenses y su nombre está incluido entre los mártires de la Iglesia. Inocente III murió en 1206 antes de haber podido dar una forma estable a la Inquisición. Sucedióle Honorio III, quien se propuso continuar la empresa con ayuda de Domingo de Guzmán. Mientras esté establecía la Inquisición entre los albigenses, Honorio III la puso en Italia confiándola a los dominicanos. Cinco años después, Gregorio IX erigió la Inquisición en Tribunal y la dio de leyes y reglas.
Este Papa fulminó contra los herejes una bula de la que copiaremos este fragmento:
– “Los herejes condenados por la Inquisición serán entregados al juez secular para recibir el justo castigo de su crimen, después de haber sido degradados si perteneciesen al estado eclesiástico. El que quisiese convertirse sufrirá solamente una penitencia pública y un encierro perpetuo. Los que diesen asilo a los herejes serán privados de obtener empleo, hacer testamento y heredar y declarados infames,  a no ser que se reconcilien con la Iglesia. Todo fiel está obligado a denunciar ante su confesor a los herejes y su ocultamiento, bajo pena de excomunión. Los hijos de los excomulgados no optarán empleo público ni heredarán los bienes de sus padres que serán propiedad de la Iglesia. El cadáver de un hereje será quemado y sus cenizas echadas al viento”.
En 1233, cuando San Luis hubo dado a la Inquisición de Francia alguna consistencia, apoyado en los concilios de Tolosa, Narbona y Beziers, Gregorio IX pensó en organizarla completamente en España, sin embargo de que ya en ella existían sacerdotes dominicos. Pero a Inocente IV y Urbano IV cupo en suerte perfeccionar el establecimiento del Santo Oficio en España.
El poder de la Inquisición pronto no conoció límites. En su origen no tenía derecho de imponer pena de muerte; pero se consolaba de ello porque una ley del Soberano obligaba al juez de secular a condenar al suplicio a todo acusado que la Inquisición la remitiese como culpable de herejía. Sin duda debe sorprender que los inquisidores al pie de sus sentencias empleasen al reo la pena capital. Pero si el juez, conformándose con los ruegos de los inquisidores, no la aplicaba se exponía a ser juzgado como sospechoso de herejía.
Como el primer canon del Concilio de Tolosa del año 1229 había mandado a cada Obispo, a cada parroquia, un sacerdote y dos o tres legos de buena reputación, que jurasen buscar a los herejes en las casas y demás lugares donde se ocultasen; se deduce que los inquisidores obraban en aquel tiempo de acuerdo con los Obispos. Entonces aunque el curso de una causa era el mismo, no podía un inquisidor sin intervención del Obispo hacer aplicar tormento, ni pronunciar sentencia definitiva. Los frecuentes altercados entre los Obispos y los inquisidores sobre los límites de su autoridad y sobre los bienes de los reos, obligaron en 1473 a Sixto IV a hacer la Inquisición independiente de los Obispos.
Estas disputas entre Obispos e inquisidores habían debilitado la Inquisición en España hasta que llegó la época del Gobierno de los Reyes Católicos, Fernando e Isabel. Los inquisidores establecieron su Tribunal en el convento de padres dominicos de Sevilla por el año de 1481.
Al ver Isabel la Católica que estaba ya afianzada la Inquisición, suplicó al Papa que diese a este Tribunal una forma que pudiese satisfacer a todos. Ella pedía que las sentencias dadas en España fuesen ejecutivas y sin apelación en Roma; y quejábase al mismo tiempo de que la acusaban que al establecer la Inquisición en España no tuvo otro objeto que tomar aprte de presa en los bienes de los condenados. Sixto IV le concedió todo; alabó el celo de la reina, apaciguó los escrúpulos de su conciencia en lo relativo a las confiscaciones; y el 2 de agosto de 1483 expidió bula nombrando un Inquisidor General en España a quien estuviesen sometidos todos los Tribunales del Santo Oficio. Este cargo lo confió a Tomas de Torquemada, fanático y bárbaro hasta la atrocidad y que hizo gala de multiplicar las confiscaciones y los suplicios. Bajo este monstruo condenaba la Inquisición más de diez mil víctimas al año. ¡Y que Inquisidor General por 10 años! Era del ta suerte aborrecido que siempre que salía iba escoltado por doscientos cincuenta familiares y esbirros. En la mesa tenía continuamente un cuerno de unicornio, al cual se le suponía la virtud de quitar la fuerza a todo veneno. Sus crueldades suscitaron tantas quejas que el mismo Papa se asustó y por tres veces se vio obligado Torquemada a remitirle sus justificaciones.
Torquemada fue principalmente quien indujo a Fernando V a desterrar de su reino a todos los judíos en el término de tres meses. Les era permitido salir de España con los efectos que hubiesen comprado; pero se les prohibía llevar balajas, oro o plata. Los infelices judíos compararon los males que entonces padecieron a las calamidades del tiempo de Tipo y Vespasiano. Transcurridos los tres meses del edicto hicieron los inquisidores sus pesquizas y aunque habían emigrado más de novecientos mil judíos hubo una enorme cifra de víctimas. El gran número de los sentenciados a morir en la hoguera obligó al Prefecto de Sevilla a construir fuera de la ciudad un cadalso perenne de piedra, que se ha conservado hasta nuestros días con el nombre del quemadero.
En 1484 Fernando V estableció el Santo Oficio en Aragon; pero los aragonenses se resistieron hasta el punto de asesinar al primer Inquisidor que se les envió, llamado Pedro Arbués. Llevaba este bajo sus hábitos una cota de malla y un casco de hierro bajo su sombrero; pero los conjurados asestándole el golpe en la garganta, rompieron los lazos de la armadura de la cabeza y lo acabaron de asesinar en la iglesia metropolitana de Zaragoza. Resultó de aquí una especie de conmoción que asustó los ánimos y facilitó el establecimiento del Santo Oficio en Aragon. Pedro Arbués fue honrado como mártir de la fe, hizo milagros y Alejandro VII lo canonizó.
Los inquisidores se apoderaron pronto de los asesinos e hicieron quemar como tales más de trescientos aragoneses. Mucho mayor número expiró en el fondo de los calabozos ya por herejía, ya por haber aprobado el asesinato de Arbués. Los principales acusados fueron arrastrados por las calles de Zaragoza, después de lo que se les ahorcó, descuartizaron sus cadáveres y colocáronse los trozos en los caminos. Finalmente, a pesar de la oposición de todas las provincias aragoneses quedó en ellas arraigadas el Tribunal de la fe.
En 1492 los reyes católicos conquistaron Granada. Los moros ofrecieron nuevas víctimas y nuevas riquezas a la avidez inquisitorial y en 1502 se les expulsó de Granada, así como antes se había hecho con los judíos.
Para no entretener al lector con atrocidades, bastará añadir que la Inquisición se estableció en Sicilia en 1503: que en 1512 los inquisidores eran allí tan arrogantes como en España; que este Tribunal sangriento se erigió pronto en Nápoles, en Malta, en Cerderña, en Flandes, en Venecia y que pasó por fin a los virreynados de México y del Perú.
El Portugal sólo conocía imperfectamente lo que era la Inquisición, aunque Bonifacio IX encomendó a los predicadores de ese reino que quemasen a los herejes. Clemente VII quiso dar al Tribunal un establecimiento fijo; pero hubo algunas dificultades entre las cortes de Lisboa y de Roma. En 1531 se presentó en la capital un legado del Papa para establecer la Inquisición. Presentó al Rey cartas de Paulo II; sus patentes estaban debidamente selladas y firmadas y manifestó los más amplios poderes para crear una Inquisición Mayor. Pidió prestadas crecidas sumas en nombre de la Cámara Apostólica de Roma y en el mismo día que estableció un Inquisidor Mayor, recogió más de doscientos mil escudos, valor de los diezmos, y fugó para España, donde se le aprehendió pro haberse descubierto que era un embaucador. El Consejo de Madrid le condenó a diez años de faleras; pero lo maravilloso fue que Paulo IV confirmó después todo lo que había el falsario y ratificó con su pleno poder divino las irregularidades de los procedimientos e hizo sagrado lo que había sido puramente humano. ¿Qué importa el brazo de que Dios quiere servirse?
No es en el evangelio donde Santo Domingo buscó las leyes de la Inquisicón; sacólas todas del Código de los visigodos, añadiendo nuevos horrores. La Alemania y la Inglaterra se indignaron; subleváronse los Países Bajos y doscientos mil hombres perecieron para defender su país de la invasión del Santo Oficio. Sin embargo, no aconteció lo mismo en Inglaterra, Alemania y Francia. Harto conocidas son las crueldades de Carlos V y los deguellos que señalaron entre los ingleses el reinado de María y se puede decir, que si el Santo Oficio no tenía en Inglaterra y Alemania aquella forma imponente que en España no dejó por esto el clero de quemar herejes. San Luis había establecido inquisidores en Francia y viéronse multitud de cristianos condenados a muerte. Las persecuciones de Francisco I y sus sucesores, el deguello de San Bartolomé y la revocación del edicto de Nantes, son actos de que la Inquisición puede reclamar como obra suya.
Las cruzadas han tenido acaloradas admiradores y la Inquisición ha tenido también apologistas. Un teólogo, adicto al Santo Oficio, decía en su elogio: que gracias a los inquisidores pronto no se verían herejes en país cristiano, porque se tenía la precaución de quemar no sólo a los convictos sino hasta a los sospechosos de herejía. Los otros jueces, dice Montesquieu, presumen que un acusado es inocente: los inquisidores lo presumían siempre culpable. En caso de duda, tenían por regla decidirse por el rigor seguramente porque creían a los hombres malos; pero por otra parte tenían de ellos tan buena opinión que no les juzgaban capaces de mentir, porque aceptaban los testimonios de enemigos capitales, de rameras y de toda gente de profesión infame.
Si se ha de dar crédito a algunos historiadores, viéndose precisado Felipe III a asistir a un auto de fe no pudo contener las lágrimas al ver que arrojaban a las llamas a una joven mora de quince años y otra judía de diecisiete, extremadamente hermosas, por la única culpa de haber sido educadas en la religión de sus padres. Estos historiadores añaden, que la Inquisición vio un delito en la compasión tan natural del Monarca español y el Inquisidor Mayor se atrevió a decirle que debía expiarlo con su sangre. El Rey se dejó sangrar y la sangre fue quemada por mano del verdugo.
La Inquisición de España fue sin disputa omnipotente. Empezó por juzgar al Príncipe Don Jaime de Navarra, sobrino de Fernando el Católico, por el delito de haber dado asilo a un reo y tuvo que sufrir la humillación de oir de pie una misa solemne y ser azotado con varillas por encima de la ropa. En 1488 abrió causa al célebre Pico, príncipe de la Mirandola, y en 1566 hizo excomulgar a Juana de Albret, reina de Navarra. El Tribunal que así juzgaba a los Príncipes, pocas consideraciones debía guardar con las demás clases sociales. San Ignacio de Loyola fue acusado de hereje perteneciente a la secta de los alumbrados, Santa Teresa de Jesús se vio amenazada con un proceso y don Juan de Palafox, Arzobispo y Virrey de Mexico , tuvo también que sujetarse a un juicio.
Los nombres de Melchor Cano, Fray Luis de León, Arias Montano, el historiador don Juan de Mariana, Fray Bartolomé de las Casas, don Pedro de Campomanes y don Pablo de Olavide (nombres todos famosos en las repúblicas de las letras) se hallan consignados en los Anales de la Inquisición de España. Lo que menos respetaba la Inquisición era el talento, y los seres dotados con él por el Supremo Ordenador de los mundos debían esperar las persecuciones del Santo Oficio,
Según Llorente, desde 1481 hasta 1808, el número de quemados vivos en España asciende a treinta y cuatro mil seiscientos cincuenta y ocho; el de los quemados en estatua a dieciocho mil cuarenta y nueve y el de los condenados a prisión o galeras, a doscientos ochenta y ocho mil doscientos catorce.
Aquí ponemos punto final a este prólogo que puede considerar el lector como una reseña histórica de la Inquisición, reseña indispensable para estimar en su verdadero punto de vista los actos del Santo Oficio en el virreinato en el Perú.
Todas las sesiones de la Inquisición de Lima eran secretas y sus actos no podrían traslucirse por el pueblo. No determinaremos a punto fijo el número de individuos que desde 1570 perecieron en las llamas; pero Fuentes en su Estadística de Lima nos proporciona el siguiente cuadro, que juzgamos un tanto exagerado.
Autos públicos ………..    20
Autos privados ………..     9
Total                                 29
en los que fueron
Quemados vivos ………..  59
Quemados en huesos ..   9
Total                                  68
Y sentenciados a excomunión, destierro, confiscación de bienes, afrenta o azotes 458.
Los retratos de las víctimas con sus nombres al pie, se encontraban en el pasaje que conduce de la Catedral al Sagrario.
Los hermanos legos del convento de Santo Domingo eran los torniceros o encargados de azotar y dar tormento; y los de la orden hospitalaria de S. Juan de Dios, los que cuidaban a los enfermos en la cárcel del Tribunal.

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