"Ten cuidado con lo que deseas porque puede serte concedido”: No todo proverbio es sabio, pero este es un sistema de filosofía en diez palabras.
En todo país, el Ministerio del Interior, o su equivalente, es muy importante. En nuestro país, un poco más.
Pero si alguien compara las gestiones de, digamos, los últimos cuatro ministros del Interior de este Gobierno, sufrirá una disonancia cognitiva.
¿Qué hay de común entre las últimas gestiones? vendrá la pregunta…
¿qué hay de común entre el barbitúrico y la anfetamina?
Es que en los últimos cambios, el Ministerio del Interior dio un bandazo extremo de la catatonia a la hiperactividad.
Si Wálter Albán hizo una gestión tan reposada que en comparación hasta el Tai Chi parecía Fórmula 1; su sucesor, Daniel Urresti, expandió las eléctricas (o electrocutadas) fronteras de la hiperactividad.
Fue un cambio súbito de estilo, voltaje, revoluciones, lo que quieran, que empezó desde el primer día, cuando Urresti se convirtió en director de barra e hizo de las hurras su discurso.
Cambio tras cambio. Si Pedraza hablaba, en su habitual tono cansino, de una percepción de inseguridad, Urresti se lanzó a una insomne carrera para construir una percepción de seguridad.
El teatro de operaciones fueron los noticieros, con Urresti batallando por espacio con los choros y criminales en la cotidiana exaltación tabloidera de los noticieros. En esa competencia, el ubicuo ministro se las arregló hasta para acelerarles el aliento a los normalmente hiperventilados reporteros del sensacionalismo que pasa por información.
Urresti en batida, Urresti poniendo papeletas, Urresti en la selva, Urresti en la costa, Urresti en la sierra, Urresti capturando drogas, (digo yeso), Urresti arrestando armeros. En pocos días el ministro se convirtió casi en uno de esos héroes bidimensionales de las historietas, ubicuos, incansables, acompañados siempre por un silencioso pero fiel ayudante (en este caso el general PNP Jorge Flores Goicochea).
La calma chicha de antes, debajo de la cual crecía el delito, se transformó en un chisporroteante escenario de cables pelados en el que se anunciaba estadísticas espectaculares y logros superlativos.
Como la realidad tabloidera necesita también un lenguaje agresivo y chabacano, Urresti no decepcionó. En una de sus más difundidas declaraciones, prometió convertir su gestión ministerial en una forma extrema de Taekwondo: “Mi intención no es pisarle los callos a la delincuencia, sino destrozarle la cabeza a patadas”, dijo.
La metáfora de la máquina pateadora de Córpac destruyendo cráneos delictivos escandalizó a algunos críticos que la consideraron brutal y antidemocrática.
Pero le funcionó al Gobierno. Urresti se convirtió en el ministro más popular y trasudó parte de su popularidad al Gobierno en su conjunto, empezando por el presidente Humala.
El tono de las críticas cambió. Las condenas a la pasividad, el eufemismo, la inutilidad de antes, se convirtieron en acusaciones de efectismo, exageración, distorsión y mentira. Como Urresti contestó una y otra vez, el intercambio devino un staccato de mutuas descalificaciones que convocó más cámaras y atención pública.
¿Le ha funcionado la estrategia tabloidera a Urresti? Las primeras encuestas dicen que sí, pero ese tipo de validación suele ser, cuando se aplica en el ejercicio del poder, engañoso y a veces traicionero en el mediano y largo plazo.
Cierto es que hay críticas injustificadas. El protagonismo, el moverse en las primeras líneas de la acción, representa un estilo de liderazgo que en determinadas circunstancias funciona bien y hasta muy bien.
El problema no es el estilo de liderazgo sino su contenido. ¿Hay sustancia, método, estrategia, organización en lo que se hace, o no? ¿Hay actividad enérgica con sentido, o una simple hiperactividad desarticulada, una euforia vacía tras la cual vendrá la resaca?
Algunos hechos e iniciativas de Urresti indican que por lo menos en unos casos los pies se han movido más rápido que las neuronas.
Gruesas imprecisiones, necios apresuramientos (los casos del yeso, del armero) han desvalorizado por contagio algunos importantes logros policiales, como fue la captura de siete toneladas de droga. Se trató de un récord histórico hoy mezclado con una controversia torpe, cuya única explicación es la adicción a las cámaras, contraproducente hasta para los objetivos de propaganda que se buscan.
Plantear, como lo hizo Urresti en Trujillo, la suspensión de las licencias de armas, por el supuesto motivo de que los delincuentes las obtienen, significa castigar a los ciudadanos honestos por la incapacidad de la Sucamec de no poder identificar a los delincuentes al no haberse concentrado en la investigación sino en una tramitación papeluchera de las licencias.
El problema de la hiperactividad, como hemos visto, radica en la eventual pérdida de control de lo que se hace y se quiere lograr.
Aunque debe reconocerse que Urresti se ha defendido con tenacidad y por momentos con eficacia en el debate parlamentario, ha habido también actos fallidos que resultan involuntariamente reveladores.
“¡Jamás he mentido, lean mis labios, nunca he mentido, no soy un mentiroso!”, exclamó Urresti al defenderse en el caso del yeso y la cocaína.
Cuando un orador pide que le lean los labios, está confesando que hay un doble significado, presente o futuro, en lo que dice.
El ejemplo quizá paradigmático en ese caso fue el del ex presidente estadounidense George Bush, padre.
“¡Lean mis labios, no (habrá) nuevos impuestos!”, exclamó en la Convención Nacional Republicana en 1988. Por supuesto que los hubo y por supuesto que cuatro años más tarde, Bush pagó en derrota el precio de la contradicción.
Apenas alguien pide a gente que no es sorda que le lea los labios, lo recomendable es conectarla al polígrafo.
Durante su corta e insomne gestión, Urresti ha tenido varios aciertos y varios desaciertos. ¿Cuáles pesan más? Juzgándolo solo en cuanto a su gestión, es difícil decirlo. En este tipo de trabajo, el error hace perder más puntos de los que gana el éxito. Pero uno puede corregir, uno puede mejorar, reparar errores, pedir disculpas, renunciar al lenguaje de matasiete.
Pero hay un caso mayor, que no es corregible: El asesinato de Hugo Bustíos.
En ese caso, de un lado, hay hechos y pruebas que favorecen a Urresti. Los testimonios de los testigos del asesinato: Alejandro Ortiz y Eduardo Rojas indican inequívocamente que el asesino fue “Ojos de Gato”, Amador Vidal Sanbento.
“Ojos de Gato” fue apoyado por un destacamento que incluía al suboficial Johny Zapata alias Centurión, el matarife implicado en gran número de masacres, asesinatos, robos, violaciones, que llegó a tener un poder comparable, a veces superior al de un oficial, y a quien luego el Ejército de esa época protegió con una operación de cirugía plástica y una declaración falsa de muerte para darle impunidad.
Y así como es creíble que Urresti no haya participado en el asesinato de Hugo Bustíos, no lo es que no supiera quiénes lo perpetraron, bajo las órdenes de quién. Menos creíble aún es que no conociera a ‘Centurión’ ni supiera qué hacía este. Los matarifes de esos tiempos dependían de los jefes de inteligencia y contrainteligencia, que es lo que era Urresti en Huanta.
Aún si se hubiera negado a trabajar con Centurión –cosa que es posible–, no había forma de que el S2 Urresti no se enterara de lo que aquél hacía ni de quiénes ordenaron y perpetraron el asesinato.
La presunción de inocencia debe existir y mantenerse. Pero ya existe una contradicción seria entre lo que él sostiene y lo que la realidad histórica señala.
Y eso no condena pero sí descalifica. (Escribe: Gustavo Gorriti)
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