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29 jul 2012

UN GRAN POLICIA.


Tomás Garay

El policía que ordenó ‘Luri’

Un recorrido por el penal de Lurigancho junto a su director, el coronel PNP Tomás Garay.
Un recorrido por el penal de Lurigancho junto a su director, el coronel PNP Tomás Garay.
 Un recorrido por el penal de Lurigancho junto a su director, el coronel PNP Tomás Garay. Un policía amenazado de muerte varias veces, al que los
presos le ofrecen decenas de miles de soles para que los deje meter alcohol, drogas y armas. Un oficial que ha efectuado 26 requisas en las que ha incautado desde computadoras hasta ametralladoras y granadas. El hombre que ha logrado pacificar el penal más peligroso del país.
Por Óscar Miranda.
Fotos Rubén Grández/
Guadalupe, un moreno que ha sido ‘rufito’, que ha comido basura y que ahora es delegado de Disciplina del Pabellón 10, pide una cuchara para el coronel, al toque, carajo. Se la alcanzan. Tomás Garay se inclina sobre la humeante olla de cau cau, en busca de pequeños trozos de mondongo que tardan en aparecer.
“Está bueno”, dice relamiéndose, “¿a qué hora me va a hacer efecto esta huevada?”. Mientras cocineros y policías se matan de risa, Guadalupe mira su reloj y dice que a las 2, mi coronel, a esa hora. Garay se ríe.
El moreno aprovecha para recordarle que le prometió un reproductor de DVD a la gente, no se olvide pe’ padre. El director del penal San Pedro (ex Lurigancho) le dice que ya sabe, que no joda. Guadalupe ya no jode más. Al coronel hay que tratarlo bonito. No vaya a ser que se ponga más bravo todavía.
El Pabellón 10 es uno de los más ‘faites’ de ‘Luri’. Acá está la gente de Surquillo, de ‘Chicago Chico’, asaltantes con siete, ocho ingresos, los ‘caneros’. “Uuuuhh”, me dice Guadalupe, “acá nadie entraba, ni la Policía”. Eran otras épocas. El último ‘batacazo’ en el que estuvo metida la gente del lugar ocurrió el 2005, cuando los del 10 se lanzaron a la captura del Pabellón 6. Usaron pistolas, lanzallamas caseros, granadas y hasta una subametralladora. El saldo fue cinco muertos y 25 heridos. Guadalupe dice que ahora las cosas están tranquilas, “por la voluntad de Dios”.
Antes de salir del Pabellón 10, encontramos sentado en un puesto de comida al ‘Hippie’, un flaco con los dientes salidos y los ojos achinados. “Este huevón era el más grande distribuidor de cerveza del penal”, nos lo presenta Garay, “ahora me agradece, ‘coronel, por usted he cambiado de rubro, ahora tengo mi cocina, ahora gano mi plata de manera legal’”. El ‘Hippie’ sonríe pero no dice nada. “¿Te acuerdas de esa vez que fueron doce de ustedes a la oficina?”. El ‘Hippie’ se acuerda.
Ocurrió por la época de las amenazas de muerte, en mayo. A la oficina de Garay empezaron a llamar por teléfono tipos que advertían que lo iban matar y que, además, decían que lo tenían “cagado” porque lo habían grabado recibiendo plata. El coronel le dijo a su nerviosa secretaria que se tranquilizara, que todo era mentira. Entonces le llegó el dato de que los ‘cheleros’ (los vendedores de cerveza) estaban detrás de las llamadas. Se rumoreaba que estaban haciendo una bolsa para ‘quebrarlo’. Desde que llegó al penal, en febrero, Garay acabó con los ingresos caletas de los ‘buques’ (camiones) de cerveza y, en general, con la entrada de todo tipo de alcohol. Esa gente tenía sangre en el ojo.
“Los reuní como a doce, al ‘Hippie’, a ‘La Chancha’, a todos, una mañana en la alcaidía”, me contó Garay más temprano, en su oficina. “Dicen que cuando los alcaides fueron a decirles ‘te llama el coronel’, ellos se frotaron las manos, ‘uuuyy, ya era hora pe’ huevón, tres meses, ¡el trinchudo aflojó!’. Agarraron su plata y vinieron. Yo ya me había averiguado quiénes eran y tenía sus expedientes en el escritorio. Pasaron todos y les empecé a decir a cada uno: ‘Usted es tal, entró tal año, ¿no?, y acá dice que tal año metió una carretilla de cerveza... Ya. Usted es tal...’ y así a todos. Estaban que temblaban. Yo les dije: ‘¿Ustedes qué dijeron? ¿Que el coronel ya aflojó? ¡Foooto! ¡Tómale foto a este conchesumadre! ¡A este! ¡Fílmalos! A mí me hacen la cagada, cualquier huevada pasa en el penal, y ustedes me responden. Métanselo en la cabeza: ¡No-va-a-haber-cerveza! Lo único que tienen que hacer es agarrar un ventilador, soplar fuerte en un almanaque para que los días pasen volando y llegue el 1º de enero y yo me vaya, huevonazos. Porque no-va-a-haber-cerveza. Y si tanto les gusta, carajo, voy a dejar que entre un buque pero de caramelo de licor’”.
“Ni más jodieron”.
LA CONSPIRACIÓN QUE DEVELÓ
El coronel PNP Tomás Garay es un personaje peculiar. No solo por las medidas radicales que ha adoptado en estos cinco meses para poner orden en el penal más peligroso del país. Su sinceridad sorprende. No teme contar que hay internos que le mandan decir que le pagarían 30 mil, 50 mil soles si les deja meter cosas dentro. “No soy un santo inmaculado pero muerto de hambre, farsante, ladrón, no soy. ¿De qué me sirve a mí recibir esa plata si este lugar va a seguir siendo el mismo infierno?”, me dijo, mientras atravesábamos La Rotonda con rumbo a los pabellones de numeración par, los del Jardín. Luego iríamos a los más bravos, los de La Pampa.
Lo primero que hizo al llegar al penal fue recorrer los 22 pabellones, uno por uno, para hablar con los internos. Después hizo lo mismo con los delegados. Les dijo que habían llegado nuevos tiempos a Lurigancho. Que no habría más alcohol ni drogas ni armas ni gollerías. Que habría requisas con frecuencia pero que no permitiría que los policías los golpeen ni los calateen. Les pidió ayuda para mejorar las instalaciones, acabar con la suciedad; les dijo que lo hicieran por sus familias que llegaban los días de visita y se encontraban con un lugar inmundo. “Así que por favor, señores, hay que cambiar”.
Un día de mayo se enteró de que los delegados de los pabellones 8 y 12 habían reunido a sus pares para soliviantarlos en contra suya. Se trataba de dos ‘taitas’, con largos años en el cargo, gente acostumbrada a gobernar el penal. Uno era un tal Franco, al otro le decían ‘Doc’. Esa semana habían baleado a un indigente, un ‘rufito’, y habían arrojado a otro de una azotea. Garay convocó a todos los delegados, excepto a ellos. “Señores”, les dijo, “me he enterado que ayer dos sinvergüenzas los han reunido porque no les gusta la política del coronel, porque no les permite cojudeces... Yo los voy a trasladar a esos dos.
Y les advierto que en el vehículo en el que me los voy a llevar no entran solo dos sino hasta 22... Yo les dije que esta semana no habría requisa, pero ahora vemos que hay dos heridos de muerte. ¿Qué quieren? ¿Que me quede de brazos cruzados? ¿Me quieren hacer la cagada? Muy bien. Mañana les meto 700 efectivos al penal y vamos a ver quiénes me hacen la cagada”. Les dijo que le avisaran a ‘Doc’ y a Franco que esperaba que ellos solitos vinieran la noche siguiente a entregarse. Los ‘taitas’ se atrincheraron pero ningún otro delegado los apoyó. Y luego de saber que los efectivos del coronel se alistaban a entrar con todo, se entregaron pacíficamente.
ENCUENTRO CON LOS BRAVOS
El primer piso del Pabellón 7 es una sucesión de restaurantes y fuentes de soda. “Acá hay plata”, me dice Garay, “acá están los narcos peruanos”. Nos recibe Julio César, su delegado general, un chato con el cabello recién cortado, tipo 3, tal como lo dispuso el director hace tres semanas. ‘Chancaca’, como le dicen al hombre, nos conduce hasta la cocina. Están preparando picante de pollo para los 700 internos del pabellón. Un hombre con un muñón en el brazo izquierdo remueve una inmensa olla de arroz. “El mejor arrocero del penal”, lo presenta ‘Chancaca’. Se llama Rubén Rojas y dice que perdió la mano en la Guerra del Cenepa. Una granada. Le pregunto por qué está preso. “Yo ya me olvidé. Acá he nacido de nuevo”.
Los pabellones 7 y 9 (en este último están los narcos extranjeros) son de donde más artefactos se han incautado en estos cinco meses. Televisores, computadoras, cientos de celulares, cocinas y últimamente congeladoras, una veintena. Desde que llegó Garay se han efectuado 26 requisas e intervenciones, casi una por semana. La lista de objetos es innumerable e incluye videojuegos, cámaras fotográficas y de video, hectolitros de licor de todo tipo (desde whisky hasta chicha ‘canera’) y paquetes de cocaína, PBC y marihuana. No faltan los 400 gallos que criaban cuatro narcos en las azoteas. Y, por supuesto, armas, muchísimas. Pistolas y revólveres (Taurus, Smith & Wesson, Browning, Astra), municiones y una Mini Uzi que los policías habían estado buscando por años. Lo que más le sorprendió al coronel fue hallar ocho granadas. “Estos salvajes no sabían que estaban arriesgando su vida”.
Recorremos el Pabellón 3, donde están los que han cometido delitos contra la libertad sexual. Allí nos da el alcance un grupo de internos con aires de autoridad. Son el delegado general y su camarilla, la cúpula que manda dentro del penal. “Este es el hombre biónico”, dice Garay cuando me presenta a Javier Guerrero, el delegado de Alimentación. Recibió seis balazos en una reyerta y aquí está, recontravivo. También está Rubén Surco, un moreno pesado, con aspecto de fisicoculturista que ha dejado de entrenar. Es el fiscal de ‘Luri’ y, además, delegado del 12-B. Y Luis Alberto Huamaní, el delegado general. Todos ellos repiten un mismo discurso: Lurigancho ha cambiado, se acabaron las peleas, se acabaron los ‘batacazos’, gracias al coronel Garay todos viven en paz.
En el Pabellón 5 nos encontramos con otro hombre importante: David Lusa, delegado de Disciplina del penal. Me cuenta que el último ‘batacazo’ ocurrió en setiembre del año pasado, cuando gente de otros pabellones quiso quitarle a él y a su grupo el manejo del Pabellón 5. La bronca terminó con seis heridos, entre ellos Lusa con la cabeza rota. Estuvo a punto de morir pero se salvó porque falló el arma del preso que le apuntaba. En un extraño giro del destino, dos horas después ese tipo murió cuando escapaba de los policías que entraron a recuperar el pabellón.
EL MIEDO NO EXISTE
He visto fotos antiguas del “Jirón de la Unión” de Lurigancho que parecían una antesala del infierno. Espectros presas de la pasta, mugrosos, sin dientes, amenazantes. El “Jirón” que recorremos ahora atemoriza un poco menos. Sigue habiendo adictos que caminan como zombies pero el escenario ha mejorado. La gente del Pabellón 4, de La Victoria, por ejemplo, está colocando mayólicas azules en los muros que les corresponden, al lado de los retratos de Sandro Baylón y de otras figuras del santoral blanquiazul. En otros pasajes del jirón otros pabellones están haciendo lo mismo. “Íbamos a poner graffitis acá pero mejor no”, dice Garay, “mejor ponemos unos paisajes”.
Hace dos meses, una nota de Inteligencia de la Policía advirtió de un plan para secuestrar al director del penal. El comando decidió ponerle vigilancia permanente, a él y a su familia. El documento señalaba como responsable a un tal ‘Clavito’, uno de los delegados. Cuando Garay lo confrontó, el hombre le juró que era mentira y que unos ‘faites’ de afuera a los que les debía dinero lo querían fregar. El oficial aún no sabe qué pensar. Le pregunto si en algún momento de estos cinco meses ha sentido miedo. Me dice que es consciente del riesgo que implica su trabajo, pero que así es él, apasionado, y que no va a cambiar. “Yo trabajo con delincuentes y sé lo que significa eso. Miedo... no tengo”, añade. “Si lo tuviera, mejor me retiro”.

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