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14 dic 2012

SUMAS QUE RESTAN (CARETAS E IDEELE)

Reproducción de la columna ‘Las Palabras’ publicada en la edición 2262 de la revista ‘Caretas’.


Las sumas que siempre restaron

LA semana pasada, la embajada de Estados Unidos en Lima felicitó al gobierno peruano por haber erradicado más de 14 mil hectáreas de coca este año. “Estados Unidos se siente orgulloso de estar junto a Perú en estos amplios e integrados esfuerzos” proclamó el ditirámbico comunicado que parecía celebrar un triunfo trascendente y no otro ciclo más en las jornadas de Sísifo que hacen la llamada ‘guerra contra las drogas’ en nuestro país.
Las felicitaciones se sucedieron con la previsible pompa verbal que suele darse cuando dos o más grupos de burócratas alfa se condecoran entre sí, no por
lo que son ni por lo que han hecho o harán, sino porque controlan el medallero y sus privilegios.
El ministro del Interior, Wilfredo Pedraza, que todavía toca de oído mientras busca su partitura, “acogió con satisfacción” y expresó su “beneplácito” por la felicitación estadounidense debido al “éxito alcanzado” por haber logrado “la mayor cantidad de coca ilícita destruida en una década”, según la publicación Inforegión.
De acuerdo con Pedraza, las 14 mil hectáreas erradicadas demuestran “de manera concreta la firme decisión del presidente Ollanta Humala de no dar tregua al narcotráfico”.
¿Hay en verdad razones para celebrar y alimentar las rondas de autocongratulaciones circulares entre la embajada de Estados Unidos y las burocracias nacionales dependientes de ella?
Por supuesto que no.
El objetivo de toda guerra es la victoria, ¿verdad? y aunque el concepto de ‘victoria’ varíe de acuerdo con la naturaleza del conflicto, tiene denominadores comunes: el vencedor impone una cierta realidad al vencido o los vencidos. Eso es lo que cuenta y no la existencia o inexistencia de treguas y si los ataques son frontales, de flanco o por la retaguardia.

La ‘guerra contra las drogas’, dirigida por el gobierno de Estados Unidos, tiene más de treinta años de aplicación en nuestro país, el área andina, el Hemisferio. En el Perú, ha estado predicada –salvo un período corto a mediados de los 90 en el que se centró en la interdicción– en la erradicación de cocales. El resultado, en términos globales ha sido y es inequívoco: la erradicación de cocales como estrategia central ha fracasado aquí y ha fracasado en Colombia. La evidencia es lo suficientemente clara como para resonar por sobre toda la cacofonía propagandística.
Examinemos ahora solo los últimos años, para ahorrarnos la triste crónica de los seis lustros pasados (salvo, repito, la corta pero exitosa interdicción aérea a mediados de los 1990).
El 2010, el monitoreo de cultivos de coca de la UNODC calculó que los cocales sembrados en el país cubrían 61,200 hectáreas. Ese año se erradicaron 10,349 hectáreas, de acuerdo con cifras de la Dirandro. Sin embargo, el 2011, siempre según el cálculo de la UNODC, hubo 62,500 hectáreas sembradas…
Aritmética del monte: en lugar de reducirse en 10 mil, las hectáreas de cocales aumentaron en 1,200 de un año al otro.
Este año no conocemos todavía cuántas hectáreas de cocales quedan después de las 14 mil erradicadas. Se sabrá pronto, y es probable que se repita el patrón del año anterior.
Lo que sí sabemos es que en los últimos meses se ha producido una variación desigual de precios de la cocaína en las zonas cocaleras.


SEGÚN diversas informaciones, de fuentes dignas de crédito, el precio del kilo de clorhidrato de cocaína ha subido a 1,400 dólares en la zona de Monzón. El de pasta básica lavada es ahora de mil dólares el kilo.
Hace pocos meses el kilo de clorhidrato de cocaína costaba mil dólares y el de pasta básica lavada 780 dólares, en la misma zona.
En  Aguaytía, el precio del kilo de clorhidrato de cocaína ha subido a $1,300 dólares y en Palcazú a $1,350 o $1,400.
La brusca subida se ha dado hace aproximadamente un mes. ¿Por qué?
Según las fuentes policiales, ello se debe a que la erradicación de hoja de coca “ha obligado a los campesinos a sembrar en zonas más alejadas”; y además que, debido a la erradicación, hay escasez de hoja de coca.
Pero en Monzón no ha habido ninguna erradicación. Ni tampoco, hasta donde se sabe, en Pichis-Palcazú. Y las informaciones de fuentes bien enteradas de la dinámica del negocio de drogas es que el narcotráfico se ha incrementado marcadamente en ambos lugares, a lo que parece en respuesta a una mayor demanda de fuera.
Contrariamente a lo que sucede ahí, los precios de la cocaína y la pasta básica no se han movido en el VRAE, de acuerdo con fuentes dignas de crédito. Ahí, un kilo de clorhidrato de cocaína sigue vendiéndose entre los $900 y los $1,000 dólares.
En el VRAE tampoco ha habido erradicación. Pero es fácil suponer que si persiste el actual desequilibrio de precios, habrá un flujo de droga desde el VRAE hacia el Monzón y, sobre todo, hacia Pichis-Palcazú.
Así que, en medio de la vacua retórica autocongratulatoria, el resultado neto de la erradicación de cocales ha sido de un aumento del área el año pasado y de un aumento de precio de la droga este año, con sus previsibles efectos en el tráfico y la producción.
La erradicación no solo es costosa sino que demanda un gran esfuerzo logístico que quita recursos a las acciones policiales contra el crimen organizado, de interdicción de rutas del narcotráfico, de inteligencia contra las organizaciones narcotraficantes.


SIN embargo, la inercia burocrática del gobierno estadounidense ha persistido en una aplicación irracional y contraproducente de recursos que daña tanto los intereses del Perú como los de Estados Unidos.
¿Es ese un uso racional del dinero de los contribuyentes estadounidenses? Se lo pregunté a Coletta Youngers, asesora principal de WOLA, el think tank liberal de Washington. Youngers, que ha intervenido varios años en el debate sobre las estrategias anti-drogas, proponiendo alternativas que disminuyan el daño y no debiliten las democracias latinoamericanas, comparte alguna perplejidad.
“Es difícil entender” dice Youngers, “porqué el gobierno de Estados Unidos insiste en políticas que no han conseguido los resultados deseados, especialmente si se tiene en cuenta que esas políticas han estado vigentes durante décadas. Pero al final los funcionarios estadounidenses tienen renuencia de admitir que han derrochado millones de dólares de los contribuyentes en una estrategia que no ha funcionado […] Además es mucho más fácil tirar plata en grupos de erradicación antes que invertirla en desarrollo sostenible en regiones cocaleras, que es al final lo que se necesita”.
¿Alguien ha hecho un estudio de costo-beneficio de esa estrategia?
En Colombia, un catedrático de Economía de la universidad de los Andes: Daniel Mejía, con la colaboración de su alumno, Pascual Restrepo, llevó a cabo un fascinante estudio comparativo: ¿qué tiene mejor relación costo-beneficio, el ataque a los campesinos cocaleros o ‘la arremetida a los traficantes’?
En un reportaje en El Espectador, Mejía explicó que en su estudio intentó dilucidar cuánto le cuesta a EEUU y a Colombia evitar que un kilo de cocaína ingrese a Estados Unidos.
Si EEUU concentra sus recursos en erradicar la coca colombiana, le costaría $86,300 dólares evitar el ingreso de ese kilo. En cambio, si opta por atacar a los narcotraficantes en la cadena de producción y envío, el costo sería de solo $9,800 dólares.
Por eso, sostiene Mejía, sería mucho más eficiente para Estados Unidos invertir sus recursos en atacar ‘las redes del tráfico’. Pero ni siquiera el derroche de 1,200 millones de dólares por año durante el decenio pasado, en Colombia, sirvió para concluir que la estrategia de erradicación (que ahí comprende también la aspersión de herbicidas) era no solo equivocada sino contraproducente.
En la ‘guerra contra las drogas’ la erradicación de cocales es el equivalente de lo que fue el ‘body count’ en la guerra de Vietnam. En ambas, las sumas siempre restaron

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