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27 ene 2013

LOS ROTOS CHILENOS

El roto
Escribe: Nicolás Augusto González

(1903, 77-85)
Don Manuel Puelma Tupper, escritor chileno, muy conocido, se expresa, al hablar de su pueblo, en estos términos: “Nuestro pueblo, dice, no tiene necesidad de cosa alguna: él vive sin economía, sin hogar, sin otro vestido que el que lleva consigo. El roto jamás hace lavar una camisa. El sábado en la tarde, después del ajuste, el roto compra una camisa nueva, que arroja el sábado siguiente para comprar otra. El roto no
tiene familia. Si se llegase a decir a uno de ellos: –¿Quieres acompañarme para Panamá, para Montevideo, para el fin del mundo? –¡Sí quiero! respondería inmediatamente.
“El roto es triste. No ama la vida, pero tampoco desea la muerte. Todo cuanto gana lo gasta en la taberna; se casa, tiene muchos hijos, que mueren casi todos por falta de higiene, y los que sobreviven son melancólicos por la vida que llevan. A la primera señal de guerra el roto se anima y se hace soldado, y un buen soldado vigoroso y resistente. La pereza, sin embargo, y la borrachera, conservan al roto en estado de ignorancia completa”.
¿De dónde proviene ese instinto guerrero de los rotos? De su amor al robo, de su sed de sangre; porque Puelma Tupper se olvidó de decir que el roto es ladrón y asesino.
No es, por eso, de extrañar que al primer grito de guerra contra el Perú, miles de rotos se alistaron en el ejército que debía invadir a este país. Veían, en perspectiva, un pueblo rico al cual poder saquear; ciudades de las que habían oído hablar siempre con entusiasmo; mujeres de maravillosa hermosura, viñedos de fama universal, y más que el valor in­consciente de la brutalidad, los arrastró a la guerra el ansia de todo eso, tan desconocido para ellos, como el supuesto Dorado para los conquistadores.
Era aquel “un pueblo que estaba muriendo por el exceso de alcohol”, dice Bellesort en su precioso libro premiado por la academia francesa en 1899, y titulado: La joven América (Chile y Bolivia).
Los jefes del ejército chileno y los políticos de la Moneda sabían, per­fectamente, que su país tendría que quedar aislado en el Pacífico, por falta de trabajo y de producción, sino se trataba de inocular oro derretido en las entrañas de su tierra agotada. Comprendían que les era imposible efectuar la conquista comercial que los Estados Unidos, por ejemplo, van llevando lentamente a cabo, y quisieron precipitarse a la conquista política de países militarmente débiles y llenos de los recursos que faltaban a Chile.
Temerosos de que el roto se lanzara a una revolución salvaje, comen­zaron a hablarle del Perú en los términos más encomiásticos. ¡Allí estaba el porvenir! Su plan era excelente aunque pérfido y cruel: vencido Chile, el exceso de rotos vagabundos que temían ver alzarse a demandar pan con el corvo en la diestra, quedaría destruido, aniquilado en la guerra. Vencedor, el enemigo tenía oro en abundancia para dar cierto bienestar proveniente del implantamiento de nuevas industrias, a los que regresaran de los campos de batalla.
Su profunda ignorancia y su codicia, hábilmente encendida, impidieron al roto ver el lazo que se le tendía. Vino a la guerra como habría ido al infierno, indiferente al sufrimiento físico, sostenido por la esperanza del botín que pensaba recoger.
Al principio, cuando el Huáscar recorrió triunfante la costa occidental de América, desde Valparaíso hasta Panamá, el roto, arrojado al mar a cañonazos, se llenó de terror. Su grito de ¡Viva el Perú generoso! lo de­muestra así palmariamente. Después, cuando la loca fortuna le alzó del polvo de la derrota a la cumbre de victorias preparadas por la traición de Daza y la ineptitud de otros; todos los instintos de su ferocidad nativa se despertaron en su corazón y se entregó al pillaje, como los bárbaros que, con el azote de Dios a la cabeza, invadieron las fértiles praderas de Italia.
Así se vio al roto cebar su cólera indigna en los náufragos de la Inde­pendencia; degollar a los prisioneros en San Francisco, mutilar a los heridos en Tacna [Alto de la Alianza], pasar a cuchillo a compañías enteras, que se habían rendido, en Arica; recorrer con la tea incendiaria y el puñal asesino las calles de Chorrillos, sembrando el estrago y la muerte; fusilar en Lima a varios inocentes; poner a precio la cabeza de caudillos como Cáceres; repasar a los moribundos en los campos de batalla y enviar a la muerte a valerosos jefes peruanos, como Leoncio Prado, Emilio Luna y tantos otros, que supieron caer defendiendo a su patria con la espada en la mano.
Ni se crea que el roto es únicamente el hombre del pueblo. Diplomáticos chilenos hemos conocido, que escondían afiladas garras debajo de los guantes blancos, y que si no podían llevarse una moneda o un reloj del bolsillo del enemigo que no podía defenderse, se apoderaban de museos, bibliotecas, imprentas y laboratorios.
El roto no ama ni a su mujer, ni a sus hijos, ni a su patria: no ama sino el botín y la sangre. Los anales del crimen en Chile horrorizan al hombre menos sensible.
Suponemos que no se habrá olvidado aún ni se olvidará jamás, el infame asesinato del cónsul del Ecuador en Valparaíso, Don Alberto Arias Sánchez, llevado a cabo, con inaudito refinamiento de crueldad en 1901, en una de las calles más centrales, y por criminales que la justicia chilena no ha que­rido descubrir. Para la conciencia universal aquél odioso delito fue cometido por un personaje chileno altamente colocado en la política y en la sociedad de su país. Celoso del joven cónsul, por complacencias de su esposa con él, le hizo espiar, le hizo arrancar la vida y luego, como refinamiento de crueldad y de infamia, cortar las orejas de raíz.
¿Qué queda para las tribus salvajes a cuyos inmundos aduares no ha penetrado jamás un rayo del sol de la civilización?
Para vergüenza eterna de la justicia chilena aquel crimen no fue ni será castigado nunca. El roto de frac que pagó a los rotos de poncho para que lo cometieran, sigue ocupando un puesto distinguido en el parlamento chileno y no será extraño, no, que llegue un día a la presidencia de la re­pública, saltando por encima del cadáver de aquel desgraciado joven, arran­cado a la existencia en la flor de sus risueños años de primaverales idilios.
Espantan, horrorizan, conmueven, los hechos llevados a cabo por los rotos en la sierra del Perú durante la guerra del Pacífico con los míseros indios de las punas. Sus cultivados campos fueron destruidos, sus madres, sus esposas, sus hijas, sus hermanas violadas miserablemente; sus cabañas in­cendiadas, sus animales muertos, sus tiernos hijos estrellados contra las peñas.
Si el roto amara el hogar, habría pensado en el suyo antes de destruir el ajeno; si amara a la familia, habría respetado los lazos de esos desgraciados y pobres descendientes de una raza sometida a la esclavitud; si amara a la patria, no habría procedido de manera que esa patria fuera vista con menosprecio y horror por los pueblos civilizados de la tierra, a consecuencia de los hechos de cobarde ferocidad y ruin venganza de sus hijos.
Los escritores chilenos, generalmente, adulan al roto: el roto es elector y soldado, peón y sirviente, bandido y agricultor.
En la época de elecciones va al choclón, especie de club, donde unos cuantos oradores de plazuela le hablan de sus derechos, le adulan y le em­briagan. En época de guerra marcha a batirse no por Chile, eso es pura fantasía de los muchos Vicuñas Mackennas de aquella nación, sino por la esperanza del botín, del saqueo, del asesinato y del incendio.
Los ricos lo tratan con el más soberano desdén y le obligan a ejecutar rudo trabajo, o le pagan miserable soldada; los dueños de haciendas y pro­piedades rústicas le odian y le temen. Es cosa común en aquel país, que se presenten en una de esas estancias, diez, doce y quince hombres armados, y sin previa intimación entren a sangre y fuego en la casa, se lleven cuanto hay en ella de valor y dejen tendidos en lagos de sangre a los dueños, sin respetar ni las edad ni el sexo de las víctimas. Llenos están siempre los grandes diarios de Santiago y Valparaíso, de relatos espeluznantes y do­lorosos de esta clase. Los soldados que salen a perseguir a los bandidos, fra­ternizan muchas veces con ellos y les ayudan a cometer sus fechorías.
Después de la toma de Lima fue cuando el roto desplegó, en las cam­pañas del centro, todo su instinto de ave de rapiña o de felino de las selvas.
Los escritores que han escrito antes que nosotros sobre estas cosas, han relatado lo ocurrido en varios puntos de la sierra y la venganza tomada por los indios peruanos de los crímenes horrorosos de los invasores.
No soñó sin duda la imaginación calenturienta de Dante Allighieri lo que pasó en Vilca. Tan sólo en la época de la revolución francesa pueden hallarse escenas de desolación como las de aquel día. No las repetiremos para que no se crea que existe un plan preconcebido de acusaciones contra Chile. A los cuarenta años se miran los sucesos con cierta claridad que no existe en la juventud. La vejez, madre de la muerte, nos hace razonar con más imparcialidad sobre las cosas de la vida.
Respetable sería Chile si hubiera sido guiado, al declarar la guerra al Perú, por alguna causa noble. Pero ¿cuál fue el pretexto? El tratado secreto con Bolivia, tratado del que Chile tenía conocimiento casi desde el día en que se firmó cuatro o cinco años antes de la guerra. Si el Perú hubiera te­nido la intención, después de firmar ese tratado, de herir los intereses de Chile, para obligarlo a la guerra, ni habría desarmado su escuadra y redu­cido su ejército, ni habría hecho todos los esfuerzos imaginables por mediar pacíficamente para impedir que se rompieran las hostilidades.
Chile lanzó sus rotos al territorio peruano, como jauría de hambrientos lobos sobre el noble corcel en que yacía, por venganza del destino, atado Mazzepa, y esos lobos desgarraron al espantado bruto, le arrancaron el pellejo con los agudos colmillos y las garras, y palpitante aún metieron sus ensangrentados hocicos en sus entrañas y las devoraron.
En la obra que ya en otro episodio hemos nombrado titulada Memorias de.... un roto, publicada en Valparaíso, pueden leerse escenas de desolación inenarrable, en las que fueron héroes los rotos y víctimas los cholos. Sobre todo después de Huamachuco la persecución de los vencidos fue atroz. Soldado peruano al que encontraba un grupo de aquellos rotos, era despojado de su uniforme y sometido a toda clase de torturas. A algunos les quemaron las plantas de los pies y las palmas de las manos; a otros les cortaron los dedos; a aquellos, como los salvajes de los relatos de Mayne Reid, le arrancaron el cuero cabelludo; a éstos les sacaron los ojos con las puntas de las bayo­netas. Muchos fueron tostados a fuego lento; muchos abandonados en la cordillera, atados de pies y manos, para que sirvieran, vivos aún, de horrible banquete a los cóndores carniceros. Mujer que caía en su poder era violada sin misericordia y muerta, después, a palos.

Increíble parecerá mañana al historiador el relato de todo este cúmulo de horrores. El pintor que quiera inmortalizarse puede elegir en aquella matanza fríamente llevada a cabo, cien asuntos de un espantoso realismo. En el fondo del cuadro el incendio de la humilde choza, albergue de muchas generaciones de seres entregados al trabajo y al amor; y en primer término hacinados en lívido montón los cuerpos de multitud de esos seres, y pisándolos con la amarilla bota herrada el roto de barba hirsuta y cabellera revuelta, que blande en la diestra el corvo tinto en sangre hasta la empuñadura.
Venezuela, Colombia y México tienen en América al llanero, soldado de las sabanas; la República Argentina al gaucho, que galopa en la pampa y vive en ñera libertad. Chile tiene al roto siniestro, que en las ciudades y en los campos vive entregado al ocio, al vicio y al crimen.
En los tristes días de la ocupación de esta capital, por las fuerzas vencedoras en San Juan y Miraflores, ya que no pudieron los rotos en­trar a Lima a sangre y fuego, fueron, en las noches, terror de sus míseros habitantes. El desdichado que se atrasaba en la calle y llegaba a su casa después de las nueve de la noche, era robado, maltratado y asesinado; y cuando en legítima defensa o en justa represalia un peruano mataba a un roto, al día siguiente los habitantes de un barrio eran quintados y fusilados sin piedad.
Ya hemos oído a Puelma Tupper: “el roto no tiene familia”, “vive en la taberna”, “vive sin economía” porque vive del producto de sus robos, “tiene muchos hijos, que mueren casi todos por falta de higiene”; la mujer es úni­camente para él instrumento de placer; la trata a patadas; muchas veces le ha reventado la cría en el vientre o le ha vaciado las tripas con el puñal, no guiado por el instinto de la dignidad ofendida, o por el sentimiento del honor mancillado, sino por odio al rival preferido o porque la desgraciada se ha negado a prostituirse para pagar sus desórdenes y alimentar sus vicios.
El hijo es un estorbo para el roto. Crece en una atmósfera de corrupción é ignorancia que va perpetuando el crimen de generación en generación, en familias formadas por la casualidad o por el alcohol. El roto no va a la escuela. En ninguna parte de América hay tantos analfabetos como en Chile.
Así se comprende que esos miserables, instrumentos del odio implacable de una oligarquía arruinada, entraran a saco en la biblioteca de Lima, ven­dieran al peso inapreciables documentos, que encerraban la historia colonial e independiente de un pueblo, o los esparcieran en las calles, riéndose bestial­mente de su hazaña, que no tiene parangón en la historia.
Ahora el roto odia al Perú porque teme el porvenir. Siente no haber aniquilado por completo a un pueblo que va resucitando lentamente y re­construyendo sus ruinas, y tiembla al pensar que el Perú generoso pueda empuñar un día la espada de Themis, para vengar la destrucción de sus hogares y el horrendo asesinato de sus mejores hijos.

Fuente

González, Nicolás Augusto. 1903. Nuestros Héroes. Episodios de la Guerra del Pacífico 1879-1883. Tercera Serie. Lima: J. Boix Ferrer Editor.

Noviembre 12, 2012

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