Eliana Janett
Vivir de la calle
Peruanos como nosotros son también los que salen a la calle a hacerse la vida. Hijos de migrantes, que mantienen a sudor y pulso a su familia. Los vemos pasar todo el tiempo, quizá vendiendo productos “golosinarios” para salir a flote en esta ciudad
Tiene veintipocos años. Podría tener cualquier nombre, pero en este caso se llama Christian. Todos las mañanas sale a la calle a vender helados cuando el
clima lo permite y sino, cualquier tipo de golosina. Su ruta es Evitamiento. Sube y baja de buses recordando que en casa, o mejor dicho en el cuarto que alquila en el populoso distrito de Independencia, lo esperan su mujer y su hijo de apenas cinco años.
La casa / el cuarto
Alquila un pequeño cuarto donde viven los tres y hay dos camas en un solo ambiente. Sin embargo, para no estar atosigado, hay un pequeño balcón que rompe un poco la soledad de la habitación. Ahí Christian cría palomas. Juega con una de ellas, ¿Nunca se va? No, no vuela. No hay que cortarle las alas. El ave aletea un poco, regresa a su mano, vuelve a ponerla en su jaula, al lado de codornices y gatos.
Adentro, su esposa saluda con desconfianza y ahí mismo prepara el guiso. El niño se aburre rápidamente, no aguanta las fotografías. Es un lugar pequeño, modesto pero bien arreglado, con un dormitorio y la cocina en un extremo. El centro de todo parece ser un corralito para el niño, pero este ya creció y terminó adueñándose de toda la casa dejando el corralito desierto. Como si fuera una más de sus palomas, Christian lucha por tenerlo quieto para ponerle los zapatos al niño. Rato después la madre sube por él para ir al mercado y quedamos Christian y yo solos.
No solo de pan vive al hombre
Con complicidad saca del armario una caja de cartón enorme, llena hasta el tope con comics de superhéroes. Extiende todas sobre la cama y comienza a organizarlas. Nunca pareció más él mismo que cuando mostró su tesoro. Los ojos le brillaban y hablaba con la emoción de un niño de los personajes que conoce de paporreta. Sin embargo, no solo ahí ocupa su tiempo de ocio. Es asiduo parroquiano de las cabinas de internet, donde es un aficionado a los juegos en red.
El trabajo
Sobre la mesa está una bolsa negra preparada más temprano, solo tiene dos prendas amarillas: un gorro y un chaleco con el logo de una conocida marca de helados, sin embargo, la levanta como si pesara más que la caja de historietas.
Salimos de su vivienda hacia una avenida ruidosa donde las combis se pelean. Christian prepara su caja de chicles y desdobla un papel azul enmicado. “Es mi receta médica” me dice. Ya en el primer bus del día Christian sostiene el papel azul en alto y empieza a narrar con entonación estudiada la historia de una enfermedad tan ficticia como sus héroes de historieta. Puedo ver que pocos le compran. Al bajar le pregunto si los helados también se venden con receta. “¡No –me dice- imagínate, se les agua el helado a todos!”.
Llegamos a la tienda del mayorista y Christian saca el traje amarillo de la bolsa. Aquí es donde le dan los helados en consignación junto con un cooler cubierto de logos multicolores. De cada venta un porcentaje -que no me dice- va a parar al mayorista, y lo que queda lo devuelve al final del día. De aquí en adelante cruzaremos Lima de norte a sur, cambiando de bus en cada paradero. El sol está alto y el cielo despejado. Buen día para los helados.
Y el hambre que nunca perdona nos agarró en un mercado en Villa María del Triunfo. A pesar del precio módico, las porciones sí que venían bien servidas: un cerro de poderosos tallarines por cada plato. Con las justas pude con poco más de medio plato; Christian, como si fuera la última vez que fuera a comer, arrasó con todo.
-Cómo haces para ser tan flaco si comes tanto, le pregunté. Esa es una pregunta capciosa, respondió.
Peruanos como nosotros son también los que salen a la calle a hacerse la vida. Hijos de migrantes, que mantienen a sudor y pulso a su familia. Los vemos pasar todo el tiempo, quizá vendiendo productos “golosinarios” para salir a flote en esta ciudad
Tiene veintipocos años. Podría tener cualquier nombre, pero en este caso se llama Christian. Todos las mañanas sale a la calle a vender helados cuando el
clima lo permite y sino, cualquier tipo de golosina. Su ruta es Evitamiento. Sube y baja de buses recordando que en casa, o mejor dicho en el cuarto que alquila en el populoso distrito de Independencia, lo esperan su mujer y su hijo de apenas cinco años.
La casa / el cuarto
Alquila un pequeño cuarto donde viven los tres y hay dos camas en un solo ambiente. Sin embargo, para no estar atosigado, hay un pequeño balcón que rompe un poco la soledad de la habitación. Ahí Christian cría palomas. Juega con una de ellas, ¿Nunca se va? No, no vuela. No hay que cortarle las alas. El ave aletea un poco, regresa a su mano, vuelve a ponerla en su jaula, al lado de codornices y gatos.
Adentro, su esposa saluda con desconfianza y ahí mismo prepara el guiso. El niño se aburre rápidamente, no aguanta las fotografías. Es un lugar pequeño, modesto pero bien arreglado, con un dormitorio y la cocina en un extremo. El centro de todo parece ser un corralito para el niño, pero este ya creció y terminó adueñándose de toda la casa dejando el corralito desierto. Como si fuera una más de sus palomas, Christian lucha por tenerlo quieto para ponerle los zapatos al niño. Rato después la madre sube por él para ir al mercado y quedamos Christian y yo solos.
No solo de pan vive al hombre
Con complicidad saca del armario una caja de cartón enorme, llena hasta el tope con comics de superhéroes. Extiende todas sobre la cama y comienza a organizarlas. Nunca pareció más él mismo que cuando mostró su tesoro. Los ojos le brillaban y hablaba con la emoción de un niño de los personajes que conoce de paporreta. Sin embargo, no solo ahí ocupa su tiempo de ocio. Es asiduo parroquiano de las cabinas de internet, donde es un aficionado a los juegos en red.
El trabajo
Sobre la mesa está una bolsa negra preparada más temprano, solo tiene dos prendas amarillas: un gorro y un chaleco con el logo de una conocida marca de helados, sin embargo, la levanta como si pesara más que la caja de historietas.
Salimos de su vivienda hacia una avenida ruidosa donde las combis se pelean. Christian prepara su caja de chicles y desdobla un papel azul enmicado. “Es mi receta médica” me dice. Ya en el primer bus del día Christian sostiene el papel azul en alto y empieza a narrar con entonación estudiada la historia de una enfermedad tan ficticia como sus héroes de historieta. Puedo ver que pocos le compran. Al bajar le pregunto si los helados también se venden con receta. “¡No –me dice- imagínate, se les agua el helado a todos!”.
Llegamos a la tienda del mayorista y Christian saca el traje amarillo de la bolsa. Aquí es donde le dan los helados en consignación junto con un cooler cubierto de logos multicolores. De cada venta un porcentaje -que no me dice- va a parar al mayorista, y lo que queda lo devuelve al final del día. De aquí en adelante cruzaremos Lima de norte a sur, cambiando de bus en cada paradero. El sol está alto y el cielo despejado. Buen día para los helados.
Y el hambre que nunca perdona nos agarró en un mercado en Villa María del Triunfo. A pesar del precio módico, las porciones sí que venían bien servidas: un cerro de poderosos tallarines por cada plato. Con las justas pude con poco más de medio plato; Christian, como si fuera la última vez que fuera a comer, arrasó con todo.
-Cómo haces para ser tan flaco si comes tanto, le pregunté. Esa es una pregunta capciosa, respondió.
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