German Merino
ASÍ CAYO VELASCO
Pasé la noche del 28 al 29 de agosto de 1975 en un local escolar del jirón Trujillo, convertida en "base operativa" para un centenar de voluntarios. Habíamos recibido instrucciones de llevar ropa de abrigo, galletas, leche condensada, seis chocolates "sublime" y un "paquete de curación individual" con gasa,
algodón, esparadrapo, yodo y mercurocromo. En cambio, nadie debía llevar documentos de identidad. Llevaba además mi propia pistola, una pequeña "Walter" PPK 7.65 con dos cacerinas, y era, probablemente, uno de los mejor equipados del grupo.
Alguien me embetunó la cara y me aseguró los lentes con esparadrapo negro: nadie tan indefenso como un insurrecto enceguecido, a medianoche y en una calle oscura, me dijo.
En otras bases del Rímac y de los Barrios Altos, un millar de voluntarios - políticos, funcionarios, periodistas, y unos cuantos militares silenciosos y sombríos- esperaban con la misma fe. Me llamó la atención la falta de obreros: las Centrales Sindicales no estaban ahí. No puedo mencionar nombres, "para defender a los justos de la justicia" como decía Scorza. Algunos se reconocerán aquí. Un abrazo para ellos. Pero si debo mencionar que me había convocado mi amigo el periodista Efraín Ruiz Caro, que fue años atrás mi jefe en PRODIRA y que al empezar ese duro año 1975 me había recomendado para trabajar como redactor político en "La Crónica"
Esa noche derrocarían a Velasco y estábamos ahí para impedirlo.
Debíamos apoderarnos esa noche del Rímac y de los Barrios Altos, bloquear por la mañana el puente Balta para cerrarle el paso, durante un mínimo de seis horas, a los tanques de la II División Blindada que, a partir de las 3 de la mañana, intentarían tomar Palacio de Gobierno.
El difunto mayor Eloy Fernández Salvatecci pidió que quienes supieran disparar diéramos un paso al frente- Me identifiqué y Fernández señalo unas quince o veinte armas: carabinas M1, escopetas Stevens de repetición y, lo mejor de todo, seis u ocho fusiles cortos máuser modelo1932 en muy buen estado. Me adelanté a tomar uno y me dieron una bolsa de lona con veinte cargadores.
Después, Fernández nos dividió en equipos de tres: cada hombre armado tendría dos auxiliares provistos de ingenios explosivos de fabricación casera. Estaban ahí para ayudarnos, pero evidentemente también para recoger el arma si era necesario.
Después, el mayor nos explicó en voz baja, calculadamente tranquilizadora, las tácticas de lucha callejera que debíamos aplicar esa noche. Nadie nos pedía que nos enfrentemos a los T-55, dijo. Los nuevos y poderosos tanques soviéticos estaban en Tacna, lejos de Lima. Lo más probable era que en la toma de Palacio se emplearan viejos tanques Sherman, saldos de la II Guerra Mundial. Pero el General Teobaldo Castro Pasara, que mandaba la II DB era un oficial experimentado. Por ningún motivo iba a meter sus valiosos blindados, de noche, en el laberinto de estrechas callejuelas que separaba al Fuerte Rímac de Palacio de Gobierno. Al primer dinamitazo, el jefe de la Blindada pondría sus tanques a buen recaudo y trataría de limpiar las calles con infantería transportada en portatropas blindados, las llamadas "tanquetas" que Fernández parecía considerar inofensivas.
Las tanquetas, explicó, eran una especie de bañeras sin techo blindado. Bastaría con hacer mucho ruido, empleando grandes petardos de pólvora negra, fabricados por algún pirotécnico anónimo, inofensivos pero estruendosos, cuyas enormes columnas de humo negro serian confundidas con granadas. Había además "cocteles molotov", elaborados con gasolina, ácido sulfúrico y clorato de potasa: no eran para tirárselos a los tanques, nos advirtió con humorismo: eso sólo se hacía en las películas. Las "molotov" debían arrojarse al suelo, en las bocacalles, para provocar enormes fogatas que detendrían a los vehículos blindados. Los tanques, dijo, eran muy débiles en un combate urbano. Recomendó volcar vehículos para obstruir las calles, apagar todas las luces, derribar los postes, incendiar los botes de basura, disparar a las ventanillas de los vehículos, ahorrando munición y procurando sobre todo no causarle bajas al Ejército.
No era nada peligroso, aseguró: los soldaditos, dijo, no tenían puntería.
En agosto amanece tarde, más o menos a las seis de la mañana. Recién a esa hora, explicó, la Blindada sacaría sus tanques: había que detenerlos a toda costa en el Puente Balta para impedir que entren en Lima. Se bloquearía la vieja estructura metálica del puente con varios "bussing" de ENATRU requisados con ese objeto y seriamos reforzados por una sección antitanque y otra de ametralladoras procedentes de Palacio de Gobierno; pero adelantó que esa sería de todos modos "la hora de los loros". Si se lograba "aguantar" hasta las siete, la historia del Perú habría cambiado: a esa hora, Velasco convocaría al pueblo y entregaría a las organizaciones sindicales y campesinas veinte mil fusiles "máuser", viejos pero efectivos, que estaban disponibles en el cuartel La Pólvora. Nos dijo que en ese mismo momento, una compañía de artificieros del Ejército estaba desengrasando los “máuser”, colocándoles los cerrojos y acumulando cien cartuchos por cada fusil. Por eso no había ningún sindicalista, explicó Fernández: estaban preparados para salir y movilizar a la gente. Cualquier peruano con educación secundaria sabía manejar un "máuser": con las masas armadas en la calle, el golpe de Estado fracasaría y el proceso de cambios iniciado siete años antes se convertiría, por fin, en una Revolución.
Alzando entonces la voz, Fernández Salvatecci advirtió que la operación era técnicamente factible, pero contemplaba un 50 por ciento de bajas. Preguntó si alguien quería retirarse, todavía había tiempo para arrepentirse. Muchos dudaron pero, en honor a los ausentes, debo decir que nadie levantó la mano. Nadie pensó en salir: la reunión concluyó con el saludo ritual de”Patria o Muerte” y todos marcharon a su puesto.
No era imposible.
Velasco había nacionalizado la IPC y ejecutado la Reforma Agraria más radical de América Latina. La economía peruana, aún vigorosa, estaba encabezada por un potente sector estatal. El Perú producía un millón de toneladas de acero al año, se autoabastecía de petróleo y exportaba 700 millones de dólares sólo en harina de pescado. El dólar se mantenía firme en 43 soles. La educación era en verdad gratuita. El salario mínimo superaba los 300 dólares. La gasolina costaba 23 centavos de dólar. Carlos Delgado Olivera, otrora secretario privado de Víctor Raúl Haya de la Torre, era asesor personal del Presidente que le había quebrado el espinazo a la casta de grandes propietarios agrarios, esos "barones del algodón y del azúcar" que denunció tantas veces Manuel Seoane. Héctor Bejar Rivera, último sobreviviente de la guerrilla del 65 Rivera trabajaba a la cabeza del equipo político – militar de Velasco, el COAP. El proyecto de Velasco, Delgado y Béjar había empezado por ejecutar en cuatro años el Programa Mínimo del partido aprista: la nacionalización de tierras e industrias. Pero iba más allá: Velasco militar al fin y al cabo, se proponía recuperar Arica, derrotar a Chile, echar abajo a Pinochet y vengar la derrota de 1883.
A las puertas de Arica, en Tacna, Velasco había concentrado la más poderosa fuerza blindada de América Latina: 250 tanques rusos T-55 de última generación, manejados muchos de ellos por amistosos “instructores” cubanos. Los peronistas todavía gobernaban Argentina. El proyecto de Velasco, apoyado por la Unión Soviética, podía cambiar el destino de América Latina.
En los años previos, Velasco había logrado derrotar siete golpes de Estado gracias a la División Blindada que controlaba su hombre de confianza, el general Leónidas Rodríguez Figueroa. Todavía en julio de 1974, el "olluco" Rodríguez, - apelativo cuartelero originado por su condición de cuzqueño- había metido sus tanques en el Terminal Naval, doblegando a la Marina, haciendo dar de baja a 17 almirantes y asegurando la expropiación de los diarios. Era un militar comprometido con el programa nacionalista, leal a Velasco desde sus días de cadete en la Escuela Militar.
Pero esta vez los naipes venían marcados: el 5 de febrero del 75, Rodríguez Figueroa derrotó sin mayores dificultades un motín policial en La Victoria, y replegó después sus tanques sin causa razonable, dejando la ciudad indefensa. El saqueo de Lima por las turbas, el incendio de casi todos los diarios menos La Crónica y Expreso, que se defendieron a balazos, los cientos de muertos que produjo la represión posterior, eran consecuencia de esa decisión por lo menos equivocada.
Velasco era un duro y trató con dureza a su general favorito, responsabilizándolo por los sangrientos sucesos del cinco de febrero. Desde entonces, andaban distanciados.
Aquí entra en escena un nuevo personaje, el embajador cubano Antonio Núñez Jiménez. Este político y científico cubano, profesor de la Universidad de Las Villas, se había unido al movimiento revolucionario dirigido por Fidel Castro, combatiendo en la columna de Ernesto «Che» Guevara. Fue director ejecutivo del Instituto Nacional de la Reforma Agraria, presidente de la Academia de Ciencias de la República y Fidel lo nombró embajador en el Perú desde 1972. Núñez Jiménez no era un Embajador de protocolo; dinámico y carismático, visitaba cooperativas y bases sindicales, ofrecía sus consejos de político experimentado, apoyaba con la mejor buena voluntad su proyecto favorito, la Reforma Agraria e intervenía sin mayores escrúpulos en la complicada política de aquel gobierno militar que no carecía por cierto de base popular. Velasco estaba además enfermo y cuando en los círculos internos, políticos y militares de lo que se llamaba eufemísticamente "el proceso peruano", se empezó a discutir la necesidad de un sucesor, Núñez Jiménez no dudó un minuto en proponer su propio candidato: Rodríguez Figueroa.
Sesenta años antes, el viejo Lenin había explicado que nadie es derrotado por las contradicciones externas: toda derrota se debe en última instancia, en esa versión, a las contradicciones internas del vencido. En este caso, la profecía se cumplió al pie de la letra.
Cuando a mediados de agosto de 1975 se empezó a saber que un grupo de militares descontentos, encabezados por el general Francisco Morales Bermúdez, preparaba un nuevo golpe contra Velasco, todas las dudas empezaron a correr: la incógnita era el papel que iban a desempeñar las fuerzas en que más confiaba el Presidente: Rodríguez Figueroa y la División Blindada.
Así se empezó a preparar un contragolpe con elementos dispersos casi todos civiles, muy pocos militares, reclutados sigilosamente por el Ministro de Energía y Minas Fernández Maldonado, Héctor Béjar, Otoniel Velasco, sobrino del Presidente y su secretario de prensa Augusto Zimmermann. El grupo se autodenominaba "la orga", al estilo argentino, y tuvo un bautismo de fuego más bien simbólico la noche del 29 de agosto. Después, la "orga" devino en el PSR, cuyo Presidente simbólico fue - paradojas de la política- nada menos que Rodríguez Figueroa.
No pudo ser. La Historia no cambió.
Casi a las tres de la mañana, llegó una orden inexorable: "a sus hogares". Al final, Velasco había decidido descartar el levantamiento popular: como Perón en 1953, Velasco se había negado a entregar armas a los civiles. Militar al fin y al cabo, el viejo general cedió a su prejuicio de casta y se dejó derrocar apaciblemente, como cualquier gobernante tradicional. Entregamos armas y equipos antes de retirarnos, silenciosos y desmoralizados.
Paso entre paso, me encaminé al centro de Lima y ya casi a las cinco, vi llegar las tanquetas de la Blindada que tomaron Palacio sin mayor resistencia. Después pasé por mi pensión de Cailloma 229, recogí algo de ropa, dejé la pistola, me cambié de ropa y al filo de la madrugada tomé un taxi con dirección a Lince, donde toqué la puerta de unos familiares inmediatos. Llegaba de Chachapoyas, expliqué con el mayor cinismo, estaba de visita por unos días.
Todavía hoy, pido disculpas a esos familiares queridos, cuya seguridad había puesto en peligro con la irresponsabilidad más absoluta. Me quedé dos días, disfrutando de la generosa hospitalidad de esa familia que no me hizo pregunta alguna y viendo por televisión las noticias.
El domingo por la tarde un envejecido Velasco salía de Palacio de Gobierno: "no importa lo que ha pasada, apoyen la Revolución" declaró. En Expreso "la cuna de la revolución" el periodista Francisco Moncloa, hombre de confianza de Núñez Jiménez, proclamó que el nuevo régimen, presidido por el general Morales Bermúdez, garantizaba todas las conquistas del pueblo. Además Rodríguez Figueroa iba a ser designado Ministro de Información.
Cautelosamente, empecé a averiguar por teléfono. Naturalmente, estaba despedido de La Crónica …por “abandono de cargo”. Civiles y militares habían decidido tender un muro de silencio, no habría represalias de ninguna clase, porque no se había producido ningún Golpe de Estado. En realidad, Velasco había sido pacíficamente relevado por la Fuerza Armada. Esa era la versión oficial y todos tranquilos.
Recién el dos de setiembre me arriesgué a buscar la calle, cambiar de ropa y tratar de organizar mi vida. Me había quedado sin trabajo, faltaban tres meses para el nacimiento de mi hijo Germán, me esperaban un par de detenciones y casi seis años de desempleo, subempleo eventual, en todo caso.
A Rodríguez Figueroa lo pasaron al retiro un par de meses después: "que el traidor no es menester, siendo la traición cumplida", como dice el romancero español. Todavía figuró un poco en política, porque el silencio era conveniente para todos. Núñez Jiménez volvió a Cuba y nunca se sabrá si fue premiado o más probablemente castigado por su catastrófica gestión diplomática en el Perú.
Velasco murió poco después. Equivocado o no, los pobres del Perú nunca lo olvidaron: ellos tomaron las calles de Lima el día de su sepelio, les arrebataron a palo contra sable el cadáver a los Húsares de Junín y enterraron en olor de multitudes a ese viejo generoso, que quiso un Perú justo pero que no pudo hallar los medios para construirlo
Porque la Historia la escriben los vencedores, he querido escribir para mis nietos esta historia ignorada, la historia de los vencidos.
Pero hoy, recordando a los hombres que esa noche velaron firmes, dispuestos a morir y que pagaron muy caro después esa decisión generosa aunque inútil, ofrezco a un grupo muy reducido de amigos mi testimonio sobre ese momento especial, en que la Historia del Perú pudo haber cambiado para siempre.
Pasé la noche del 28 al 29 de agosto de 1975 en un local escolar del jirón Trujillo, convertida en "base operativa" para un centenar de voluntarios. Habíamos recibido instrucciones de llevar ropa de abrigo, galletas, leche condensada, seis chocolates "sublime" y un "paquete de curación individual" con gasa,
algodón, esparadrapo, yodo y mercurocromo. En cambio, nadie debía llevar documentos de identidad. Llevaba además mi propia pistola, una pequeña "Walter" PPK 7.65 con dos cacerinas, y era, probablemente, uno de los mejor equipados del grupo.
Alguien me embetunó la cara y me aseguró los lentes con esparadrapo negro: nadie tan indefenso como un insurrecto enceguecido, a medianoche y en una calle oscura, me dijo.
En otras bases del Rímac y de los Barrios Altos, un millar de voluntarios - políticos, funcionarios, periodistas, y unos cuantos militares silenciosos y sombríos- esperaban con la misma fe. Me llamó la atención la falta de obreros: las Centrales Sindicales no estaban ahí. No puedo mencionar nombres, "para defender a los justos de la justicia" como decía Scorza. Algunos se reconocerán aquí. Un abrazo para ellos. Pero si debo mencionar que me había convocado mi amigo el periodista Efraín Ruiz Caro, que fue años atrás mi jefe en PRODIRA y que al empezar ese duro año 1975 me había recomendado para trabajar como redactor político en "La Crónica"
Esa noche derrocarían a Velasco y estábamos ahí para impedirlo.
Debíamos apoderarnos esa noche del Rímac y de los Barrios Altos, bloquear por la mañana el puente Balta para cerrarle el paso, durante un mínimo de seis horas, a los tanques de la II División Blindada que, a partir de las 3 de la mañana, intentarían tomar Palacio de Gobierno.
El difunto mayor Eloy Fernández Salvatecci pidió que quienes supieran disparar diéramos un paso al frente- Me identifiqué y Fernández señalo unas quince o veinte armas: carabinas M1, escopetas Stevens de repetición y, lo mejor de todo, seis u ocho fusiles cortos máuser modelo1932 en muy buen estado. Me adelanté a tomar uno y me dieron una bolsa de lona con veinte cargadores.
Después, Fernández nos dividió en equipos de tres: cada hombre armado tendría dos auxiliares provistos de ingenios explosivos de fabricación casera. Estaban ahí para ayudarnos, pero evidentemente también para recoger el arma si era necesario.
Después, el mayor nos explicó en voz baja, calculadamente tranquilizadora, las tácticas de lucha callejera que debíamos aplicar esa noche. Nadie nos pedía que nos enfrentemos a los T-55, dijo. Los nuevos y poderosos tanques soviéticos estaban en Tacna, lejos de Lima. Lo más probable era que en la toma de Palacio se emplearan viejos tanques Sherman, saldos de la II Guerra Mundial. Pero el General Teobaldo Castro Pasara, que mandaba la II DB era un oficial experimentado. Por ningún motivo iba a meter sus valiosos blindados, de noche, en el laberinto de estrechas callejuelas que separaba al Fuerte Rímac de Palacio de Gobierno. Al primer dinamitazo, el jefe de la Blindada pondría sus tanques a buen recaudo y trataría de limpiar las calles con infantería transportada en portatropas blindados, las llamadas "tanquetas" que Fernández parecía considerar inofensivas.
Las tanquetas, explicó, eran una especie de bañeras sin techo blindado. Bastaría con hacer mucho ruido, empleando grandes petardos de pólvora negra, fabricados por algún pirotécnico anónimo, inofensivos pero estruendosos, cuyas enormes columnas de humo negro serian confundidas con granadas. Había además "cocteles molotov", elaborados con gasolina, ácido sulfúrico y clorato de potasa: no eran para tirárselos a los tanques, nos advirtió con humorismo: eso sólo se hacía en las películas. Las "molotov" debían arrojarse al suelo, en las bocacalles, para provocar enormes fogatas que detendrían a los vehículos blindados. Los tanques, dijo, eran muy débiles en un combate urbano. Recomendó volcar vehículos para obstruir las calles, apagar todas las luces, derribar los postes, incendiar los botes de basura, disparar a las ventanillas de los vehículos, ahorrando munición y procurando sobre todo no causarle bajas al Ejército.
No era nada peligroso, aseguró: los soldaditos, dijo, no tenían puntería.
En agosto amanece tarde, más o menos a las seis de la mañana. Recién a esa hora, explicó, la Blindada sacaría sus tanques: había que detenerlos a toda costa en el Puente Balta para impedir que entren en Lima. Se bloquearía la vieja estructura metálica del puente con varios "bussing" de ENATRU requisados con ese objeto y seriamos reforzados por una sección antitanque y otra de ametralladoras procedentes de Palacio de Gobierno; pero adelantó que esa sería de todos modos "la hora de los loros". Si se lograba "aguantar" hasta las siete, la historia del Perú habría cambiado: a esa hora, Velasco convocaría al pueblo y entregaría a las organizaciones sindicales y campesinas veinte mil fusiles "máuser", viejos pero efectivos, que estaban disponibles en el cuartel La Pólvora. Nos dijo que en ese mismo momento, una compañía de artificieros del Ejército estaba desengrasando los “máuser”, colocándoles los cerrojos y acumulando cien cartuchos por cada fusil. Por eso no había ningún sindicalista, explicó Fernández: estaban preparados para salir y movilizar a la gente. Cualquier peruano con educación secundaria sabía manejar un "máuser": con las masas armadas en la calle, el golpe de Estado fracasaría y el proceso de cambios iniciado siete años antes se convertiría, por fin, en una Revolución.
Alzando entonces la voz, Fernández Salvatecci advirtió que la operación era técnicamente factible, pero contemplaba un 50 por ciento de bajas. Preguntó si alguien quería retirarse, todavía había tiempo para arrepentirse. Muchos dudaron pero, en honor a los ausentes, debo decir que nadie levantó la mano. Nadie pensó en salir: la reunión concluyó con el saludo ritual de”Patria o Muerte” y todos marcharon a su puesto.
No era imposible.
Velasco había nacionalizado la IPC y ejecutado la Reforma Agraria más radical de América Latina. La economía peruana, aún vigorosa, estaba encabezada por un potente sector estatal. El Perú producía un millón de toneladas de acero al año, se autoabastecía de petróleo y exportaba 700 millones de dólares sólo en harina de pescado. El dólar se mantenía firme en 43 soles. La educación era en verdad gratuita. El salario mínimo superaba los 300 dólares. La gasolina costaba 23 centavos de dólar. Carlos Delgado Olivera, otrora secretario privado de Víctor Raúl Haya de la Torre, era asesor personal del Presidente que le había quebrado el espinazo a la casta de grandes propietarios agrarios, esos "barones del algodón y del azúcar" que denunció tantas veces Manuel Seoane. Héctor Bejar Rivera, último sobreviviente de la guerrilla del 65 Rivera trabajaba a la cabeza del equipo político – militar de Velasco, el COAP. El proyecto de Velasco, Delgado y Béjar había empezado por ejecutar en cuatro años el Programa Mínimo del partido aprista: la nacionalización de tierras e industrias. Pero iba más allá: Velasco militar al fin y al cabo, se proponía recuperar Arica, derrotar a Chile, echar abajo a Pinochet y vengar la derrota de 1883.
A las puertas de Arica, en Tacna, Velasco había concentrado la más poderosa fuerza blindada de América Latina: 250 tanques rusos T-55 de última generación, manejados muchos de ellos por amistosos “instructores” cubanos. Los peronistas todavía gobernaban Argentina. El proyecto de Velasco, apoyado por la Unión Soviética, podía cambiar el destino de América Latina.
En los años previos, Velasco había logrado derrotar siete golpes de Estado gracias a la División Blindada que controlaba su hombre de confianza, el general Leónidas Rodríguez Figueroa. Todavía en julio de 1974, el "olluco" Rodríguez, - apelativo cuartelero originado por su condición de cuzqueño- había metido sus tanques en el Terminal Naval, doblegando a la Marina, haciendo dar de baja a 17 almirantes y asegurando la expropiación de los diarios. Era un militar comprometido con el programa nacionalista, leal a Velasco desde sus días de cadete en la Escuela Militar.
Pero esta vez los naipes venían marcados: el 5 de febrero del 75, Rodríguez Figueroa derrotó sin mayores dificultades un motín policial en La Victoria, y replegó después sus tanques sin causa razonable, dejando la ciudad indefensa. El saqueo de Lima por las turbas, el incendio de casi todos los diarios menos La Crónica y Expreso, que se defendieron a balazos, los cientos de muertos que produjo la represión posterior, eran consecuencia de esa decisión por lo menos equivocada.
Velasco era un duro y trató con dureza a su general favorito, responsabilizándolo por los sangrientos sucesos del cinco de febrero. Desde entonces, andaban distanciados.
Aquí entra en escena un nuevo personaje, el embajador cubano Antonio Núñez Jiménez. Este político y científico cubano, profesor de la Universidad de Las Villas, se había unido al movimiento revolucionario dirigido por Fidel Castro, combatiendo en la columna de Ernesto «Che» Guevara. Fue director ejecutivo del Instituto Nacional de la Reforma Agraria, presidente de la Academia de Ciencias de la República y Fidel lo nombró embajador en el Perú desde 1972. Núñez Jiménez no era un Embajador de protocolo; dinámico y carismático, visitaba cooperativas y bases sindicales, ofrecía sus consejos de político experimentado, apoyaba con la mejor buena voluntad su proyecto favorito, la Reforma Agraria e intervenía sin mayores escrúpulos en la complicada política de aquel gobierno militar que no carecía por cierto de base popular. Velasco estaba además enfermo y cuando en los círculos internos, políticos y militares de lo que se llamaba eufemísticamente "el proceso peruano", se empezó a discutir la necesidad de un sucesor, Núñez Jiménez no dudó un minuto en proponer su propio candidato: Rodríguez Figueroa.
Sesenta años antes, el viejo Lenin había explicado que nadie es derrotado por las contradicciones externas: toda derrota se debe en última instancia, en esa versión, a las contradicciones internas del vencido. En este caso, la profecía se cumplió al pie de la letra.
Cuando a mediados de agosto de 1975 se empezó a saber que un grupo de militares descontentos, encabezados por el general Francisco Morales Bermúdez, preparaba un nuevo golpe contra Velasco, todas las dudas empezaron a correr: la incógnita era el papel que iban a desempeñar las fuerzas en que más confiaba el Presidente: Rodríguez Figueroa y la División Blindada.
Así se empezó a preparar un contragolpe con elementos dispersos casi todos civiles, muy pocos militares, reclutados sigilosamente por el Ministro de Energía y Minas Fernández Maldonado, Héctor Béjar, Otoniel Velasco, sobrino del Presidente y su secretario de prensa Augusto Zimmermann. El grupo se autodenominaba "la orga", al estilo argentino, y tuvo un bautismo de fuego más bien simbólico la noche del 29 de agosto. Después, la "orga" devino en el PSR, cuyo Presidente simbólico fue - paradojas de la política- nada menos que Rodríguez Figueroa.
No pudo ser. La Historia no cambió.
Casi a las tres de la mañana, llegó una orden inexorable: "a sus hogares". Al final, Velasco había decidido descartar el levantamiento popular: como Perón en 1953, Velasco se había negado a entregar armas a los civiles. Militar al fin y al cabo, el viejo general cedió a su prejuicio de casta y se dejó derrocar apaciblemente, como cualquier gobernante tradicional. Entregamos armas y equipos antes de retirarnos, silenciosos y desmoralizados.
Paso entre paso, me encaminé al centro de Lima y ya casi a las cinco, vi llegar las tanquetas de la Blindada que tomaron Palacio sin mayor resistencia. Después pasé por mi pensión de Cailloma 229, recogí algo de ropa, dejé la pistola, me cambié de ropa y al filo de la madrugada tomé un taxi con dirección a Lince, donde toqué la puerta de unos familiares inmediatos. Llegaba de Chachapoyas, expliqué con el mayor cinismo, estaba de visita por unos días.
Todavía hoy, pido disculpas a esos familiares queridos, cuya seguridad había puesto en peligro con la irresponsabilidad más absoluta. Me quedé dos días, disfrutando de la generosa hospitalidad de esa familia que no me hizo pregunta alguna y viendo por televisión las noticias.
El domingo por la tarde un envejecido Velasco salía de Palacio de Gobierno: "no importa lo que ha pasada, apoyen la Revolución" declaró. En Expreso "la cuna de la revolución" el periodista Francisco Moncloa, hombre de confianza de Núñez Jiménez, proclamó que el nuevo régimen, presidido por el general Morales Bermúdez, garantizaba todas las conquistas del pueblo. Además Rodríguez Figueroa iba a ser designado Ministro de Información.
Cautelosamente, empecé a averiguar por teléfono. Naturalmente, estaba despedido de La Crónica …por “abandono de cargo”. Civiles y militares habían decidido tender un muro de silencio, no habría represalias de ninguna clase, porque no se había producido ningún Golpe de Estado. En realidad, Velasco había sido pacíficamente relevado por la Fuerza Armada. Esa era la versión oficial y todos tranquilos.
Recién el dos de setiembre me arriesgué a buscar la calle, cambiar de ropa y tratar de organizar mi vida. Me había quedado sin trabajo, faltaban tres meses para el nacimiento de mi hijo Germán, me esperaban un par de detenciones y casi seis años de desempleo, subempleo eventual, en todo caso.
A Rodríguez Figueroa lo pasaron al retiro un par de meses después: "que el traidor no es menester, siendo la traición cumplida", como dice el romancero español. Todavía figuró un poco en política, porque el silencio era conveniente para todos. Núñez Jiménez volvió a Cuba y nunca se sabrá si fue premiado o más probablemente castigado por su catastrófica gestión diplomática en el Perú.
Velasco murió poco después. Equivocado o no, los pobres del Perú nunca lo olvidaron: ellos tomaron las calles de Lima el día de su sepelio, les arrebataron a palo contra sable el cadáver a los Húsares de Junín y enterraron en olor de multitudes a ese viejo generoso, que quiso un Perú justo pero que no pudo hallar los medios para construirlo
Porque la Historia la escriben los vencedores, he querido escribir para mis nietos esta historia ignorada, la historia de los vencidos.
Pero hoy, recordando a los hombres que esa noche velaron firmes, dispuestos a morir y que pagaron muy caro después esa decisión generosa aunque inútil, ofrezco a un grupo muy reducido de amigos mi testimonio sobre ese momento especial, en que la Historia del Perú pudo haber cambiado para siempre.
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