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Al frente de la excitación peruana hay una figura: Alan García,
cuyo primer gobierno, en los 80, creó la tesis de la indeterminación de
los límites marítimos, y el segundo, en los 2000, perfeccionó la demanda
de la que informó a la Presidenta Bachelet.
Perú se ha
anotado en su favor casi tres tantos con la demanda que planteó en
contra de Chile en el tribunal de La Haya. El primero es haber
construido a lo largo de tres décadas un caso en torno al límite
marítimo que ha regido desde comienzos de los años 50 mediante acuerdos
pesqueros, a los que
Lima ha querido reducir a letra menor mientras que
Santiago intenta defenderlos como tratados. En breve, no hubo diferendo
hasta que la diplomacia peruana lo construyó.
El segundo éxito es
haber diseñado una demanda que casi no puede perder, no porque envuelva
mayor o menor justicia, ni siquiera porque satisfaga sus intenciones,
sino porque plantea tantas peticiones -complementarias o alternativas-
que aun en su resultado inferior puede ser presentada como un triunfo. Aquí
ya no se trata de soberanía, sino de la astucia y la prevención de una
clase política que no quiere ser inculpada por ningún fracaso fronterizo, como lo fue la de fines del siglo XIX.
El
tercero no ha terminado de aclararse y por ahora tiene el aspecto de un
autogol. Es la sensación creada en la clase política chilena acerca de
que el fallo anunciado para el día 27 sería adverso, una idea que
alimenta en forma explosiva las disensiones en torno al manejo de las
relaciones con Perú.
En realidad, en Chile hay una sola
discrepancia pública respecto de la demanda peruana: la pertinencia de
la política de “cuerdas separadas” -intercambio económico por un lado,
debate fronterizo por otro- que inauguró la administración de Sebastián
Piñera cuando ya tenía la demanda encima. Esto es todo: una diferencia
de táctica diplomática.
Pero no es poco. Es, nada menos, lo que ha
motivado el intenso activismo de La Moneda para explicar los
fundamentos de su defensa a todos los grupos institucionales en las
pasadas semanas. Descuéntese la necesidad real de que las instituciones
estén debidamente informadas; aún si esa obligación no existiese,
permanecería la amenaza política de que la sentencia de La Haya se
convierta en el 27/F del gobierno de Piñera, un gran episodio final por
el cual sea acosado y acusado en los años sucesivos.
En el
universo de la buena fe no hay razón para creer que Perú sabe del fallo
algo que su contraparte ignora. Aunque haya cierta rumorosidad acerca de
líneas quebradas, millas diferidas e interpretaciones enrevesadas, las normas de La Haya impiden que cualquiera de las partes tenga conocimiento anticipado del resultado,
so riesgo de que todo sea invalidado. Ni siquiera es justo atribuir el
triunfalismo de Perú al gobierno de Ollanta Humala o a su diplomacia,
que también podrían ser víctimas del exceso de expectativas.
Al frente de la excitación peruana hay una figura eminente: Alan García,
cuyo primer gobierno, en los 80, creó la tesis de la indeterminación de
los límites marítimos, y el segundo, en los 2000, perfeccionó la
demanda de la que informó, con el aire de una lisura limeña, a la
Presidenta Michelle Bachelet. Es posible que no haya otro político en el
planeta que comprenda tan bien los intensos, epifánicos, sentimientos
de los peruanos sobre la frontera sur perdida hace más de un siglo. Y
desde luego, no hay otro político peruano que haya podido combinar con
tanta gracia la competencia y la gentileza con Chile.
Quienquiera
que haya estado en la Casa de Pizarro en los pasados 20 años -Fujimori,
Toledo, Humala- ha tenido que vivir bajo la densa sombra de Alan García.
En esas mismas dos décadas, esa sombra ha volado en Chile entre los
gobiernos de Augusto Pinochet, Patricio Aylwin, Michelle Bachelet y
Sebastián Piñera.
El de Alan García es un caso extraordinario y sería primitivo calificarlo como un antichileno.
Las recriminaciones cruzadas sobre las muchas condecoraciones que le
brindaron instituciones chilenas suenan a mezquindad frente al hecho más
sustancial de que con ellas Chile reconoció en el ex presidente peruano
a una figura notable, desde luego más notable que todos los dictadores
de la región y que muchos de los jefes de Estado que se le han podido
parecer en sus devaneos populistas y en su inclinación por la
posteridad.
Alan García condujo su reivindicación sobre
Chile por vías políticas, diplomáticas y jurídicas; no insinuó nunca
ninguna finta militar en serio. Quizás se pasa de listo con sus
actuales llamados a celebrar el fallo como una fiesta patria. Ya sabrá
él, mejor que nadie, a qué se expone con eso.
Pero su presión
sobre el límite con Chile ha mantenido vivo el irredentismo sobre
Tarapacá -minoritario, según una seguridad muy dudosa que suelen ofrecer
los políticos peruanos-, cuya expresión redonda es la voluntad de no
perder nunca la vecindad con Chile.
Hasta el fin de la Guerra del
Pacífico, Perú nunca fue vecino de Chile. Mucho más que impugnar la idea
de las “cuerdas separadas”, habría que preguntarse por qué la
diplomacia de Santiago ha aceptado la versión de la “frontera eterna”
con Perú, que tanto alimenta la imaginación peruana como desalienta las
expectativas de Bolivia. ¿Por qué habría de ser eterna una frontera que no es original y sólo nació de una contingencia bélica?
Por esa línea-celada se mueven los llamados de numerosos políticos chilenos -en un arco que va desde Francisco Vidal hasta Hernán Larraín- para que La Moneda exija, después del desenlace de La Haya, el fin definitivo de los problemas fronterizos con Perú.
Es una forma algo retorcida, y quizás hasta involuntaria, de seguir la
propuesta de la “frontera eterna”. Si la historia mundial de los últimos
200 años no fuese tan elocuente, quizás se podría considerar que es una
idea seria, y no meramente ingenua.
Pero como no es así, el
fallo de La Haya tendría que abrir un análisis mucho más profundo
acerca de la política limítrofe de Chile, sin apretujarse en las
pobrísimas lógicas del triunfo o la derrota y las culpas de uno u otro
gobierno. Podría ser la señal para decidir si el país puede
enfrentar sus conflictos sin ser sólo el sujeto defensivo de más
demandas. O el objeto pasivo por sobre el cual pasan las sombras,
delgadas o macizas, de políticos talentosos.R
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