Jaime Bayly,Un hombre en la luna
Roberto Letts fue víctima de un robo del que
no alcanzó a recuperarse: le robaron su hacienda, miles de hectáreas, en
nombre de la “justicia social” y la “reforma agraria”, lo despojaron de
la riqueza que había ganado en una larga vida de trabajo: sus tierras,
sus árboles de naranjas y manzanas, sus tractores, sus técnicas de riego
y fertilizantes, sus cuadernos apolillados en los que anotaba las
deudas
a los bancos y los pagos a los trabajadores, la casa que había
reconstruido después del terremoto: todo. A cambio le dieron unos bonos,
unos papeles que no valían nada y que, con descaro, convalidaban la
estafa, el robo.
Los recuerdos que tengo de don Roberto en su
hacienda son felices: un hombre libre, prosperando, trabajando sin
desmayo para recoger y vender naranjas y manzanas, un hombre de campo
subido en un caballo o un tractor, recorriendo sus tierras, vigilando
que las plagas no dañasen los árboles, piropeando a las mujeres del
campo, a todas las mujeres, incluso a las que no parecían tan guapas. No
era un hombre de ideas, un intelectual: era un hombre de trabajo, un
hombre de negocios, un hombre de campo. Lo que tal vez lo definía era su
premura para levantarse al alba, su impaciencia para salir a trabajar
de sol a sombra. Nada lo detenía, era una fuerza de la naturaleza, un
hombre resuelto a sobreponerse a las adversidades y prevalecer.
Amaba a su esposa, a sus nueve hijos, a sus
incontables nietos, y no le faltaba el tiempo para dedicar un momento de
afecto y ternura a cada uno de ellos. No sabía (cómo podía saberlo: era
un hombre extraño a la deslealtad y la perfidia, un hombre leal,
íntegro, que no veía la emboscada artera porque no era capaz de
imaginarla) que una conspiración de militares y curas le quitaría sus
tierras y lo condenaría a ser un empresario despojado de su patrimonio,
expoliado, estafado, víctima de un abuso que lo humilló y redujo a la
insoportable condición de hombre de campo sin campo, hacendado sin
hacienda, persona a la que han robado y no tiene derecho a reclamar y
además la insultan.
Tamaña injusticia, despojar a un hombre del
fruto de sus esfuerzos de toda una vida, su patrimonio, la riqueza que
había ganado honradamente, fue perpetrada por una pandilla de
conspiradores militares que asaltaron las libertades y la propiedad
privada, aplaudidos por los curas y los intelectuales de moda: como los
militares no eran propietarios de nada, y los curas tampoco, y los
intelectuales de moda mucho menos porque vivían en el mundo conveniente
de las ficciones, les pareció un acto de “justicia social” robar las
tierras de los hacendados, acusándolos de ser crueles, mezquinos,
desalmados, unos sujetos viles que explotaban a los más débiles.
Pero don Roberto no era así. Yo lo conocí y
nadie me va a contar la historia que vi con mis propios ojos: don
Roberto era generoso con los hombres y mujeres que trabajaban a su lado
en el campo, los llamaba por sus nombres, velaba por ellos, se
preocupaba cuando se enfermaban, procuraba ser justo con todos. Nadie es
perfecto desde luego, nadie puede ser virtuoso todo el tiempo, no sería
humano exigir santidades a un hombre de campo que se afanaba por
recoger naranjas y manzanas: yo no sé si don Roberto era santo o no, lo
que sé con toda seguridad es que, con sus defectos y sus vicios tan
humanos, era el dueño legítimo de su hacienda y nada justificaba
quitársela, echarlo como apestado y prohibirle que volviera.
Eso fue un robo, un robo a mano armada, un
robo que lo dejó destruido, arruinado. Lo que quedó de él después de ese
robo insolente y descarado, aplaudido por la prensa y los
intelectuales, santificado por el cardenal de turno, fue,
comprensiblemente, el rencor. Los recuerdos que tengo de él cuando,
escapando de mi padre, me refugié en su casa y busqué en su compañía un
aliento paternal, no son felices: veo todo el tiempo a un hombre
amargado, ofuscado, herido, hecho polvo, soñando con las tierras que le
quitaron, tratando de recuperarlas, mandando cartas a los periódicos
para que alguien hiciera justicia y le devolviera lo que era suyo. Pero a
nadie le importaba la rabia y el rencor legítimos de un hombre de
trabajo despojado de su riqueza. Los intelectuales, los escritores, los
adulones de la conspiración, los militares, los curas y sus monaguillos,
todos estaban encantados con esa forma curiosa de “justicia social” que
consistía en robar la propiedad de un individuo para entregar ese bien
robado a un número incierto de individuos, al “pueblo”, a “los
campesinos”.
Pobre don Roberto, nun-ca pudo recuperarse de
esa indignidad, ese despojo, esa afrenta innoble. Todo el tiempo que
pudo sobrevivir luego de la traición, veinte largos años, fue un hombre
consumido por la fiebre del rencor: discutía con sus enemigos, reñía a
gritos con ellos, se le tensaban el rostro y el pecho, daba golpes al
aire, maldecía al general y al cura que lo habían arruinado, no se
resignaba a ser un viejito con un bastón y unos bonos que no valían nada
y una lupa para leer los avisos clasificados del periódico, buscando
unas tierras que le permitiesen volver al campo, sembrar árboles,
compras tractores, prosperar. Pobre don Roberto, tuvo que aprender a
sobrevivir con la rabia y el rencor veinte largos años en los que nadie
le devolvió lo que era suyo. Gracias a Bobby, su hijo, no pasaba por
apuros económicos y vivía en una casa tranquila con balcón a la calle,
esperando a que su mujer lo llamara para comer arroz con huevo frito y
pan con mantequilla y azúcar, todo junto, todo a la vez, una espera que a
veces nos sorprendía tomando un whisky y fumando un cigarrito y
hablando de política y mirando a la calle cuando pasaba una señora (cómo
le brillaban pícaros los ojos a don Roberto cuando se le asomaba la
tentación en el andar cadencioso de una mujer, de cualquier mujer, de
pronto algo en él renacía y no todo estaba perdido, de pronto sus ojos
refulgían de esperanza y deseos), pero la tranquilidad económica de
saber que Bobby pagaría todas las cuentas no alcanzaba para devolverle
la intranquilidad viciosa de saberse un hombre robado, estafado,
humillado.
Don Roberto se levantaba de madrugada, al
alba, como si tuviera que salir a recoger naranjas y manzanas en un
tractor o a caballo, pero ya no tenía sus tierras, sus tractores, sus
caballos, solo tenía a mano un bastón y una lupa y con ellos caminaba
hasta su escritorio a leer los periódicos y batirse de esa manera
empecinada y agria con las noticias, que, desde luego, siempre eran
malas, torcidas, injustas: con qué rabia y rencor esperó alguna vez la
noticia de que sus tierras le fueran devueltas, con qué desolación tuvo
que resignarse a vivir sabiendo que nadie repararía el robo del que
había sido víctima. Y entonces salía presuroso a caminar con su bastón a
media mañana, hablando solo, peleando con todos sus despreciables
enemigos, convocándolos, insultándolos, retándolos a duelo,
abofeteándolos en el aire viciado, el rostro y el pecho tensos, poseídos
por esa fiebre incurable que es el rencor. Con qué altivez y dignidad
caminaba, midiendo su autoridad en cada paso, dándose prisa, caminando
como caminan los hombres de trabajo que saben que la riqueza hay que ir a
buscarla porque no vendrá a tocar la puerta de su casa.
Adónde iba tan de-prisa don Roberto aquellas mañanas en las que con suerte yo lo acompañaba, al tiempo que ajusticiábamos con improperios a los canallas que lo habían arruinado: al banco, a una agencia bancaria, a ponerse en la fila y esperar humildemente su turno y retirar unos billetes en efectivo. No los necesitaba, no le hacían falta, no le debía nada a nadie ni, gracias a Bobby, tenía urgencia por comprar nada, lo que le impedía relajarse, reposar y estar tranquilo, sosegado, retirado, era su naturaleza invencible, su espíritu de trabajo, sus ganas de hacer algo con bríos y empeño, aunque solo fuera ponerse en la fila de un banco y calcular cómo iban quedando diezmadas sus reservas.
Adónde iba tan de-prisa don Roberto aquellas mañanas en las que con suerte yo lo acompañaba, al tiempo que ajusticiábamos con improperios a los canallas que lo habían arruinado: al banco, a una agencia bancaria, a ponerse en la fila y esperar humildemente su turno y retirar unos billetes en efectivo. No los necesitaba, no le hacían falta, no le debía nada a nadie ni, gracias a Bobby, tenía urgencia por comprar nada, lo que le impedía relajarse, reposar y estar tranquilo, sosegado, retirado, era su naturaleza invencible, su espíritu de trabajo, sus ganas de hacer algo con bríos y empeño, aunque solo fuera ponerse en la fila de un banco y calcular cómo iban quedando diezmadas sus reservas.
Desde entonces no creo en los militares ni en
los curas ni en los intelectuales que aplaudieron tan contentos esa
abusiva confiscación de la propiedad privada. Don Roberto ya no está,
pero su espíritu vive en sus hijos y sus nietos y en ese sentido es
inmortal, o lo es al menos mientras algunos lo recordemos con el amor
que él sembró en nosotros. Yo, que no creo en nada, que solo creo en el
respeto a la propiedad privada, a los ahorros de una larga vida de
trabajo, quiero creer que algún día volveré a verlo en la hacienda que
le quitaron y entonces saldremos a montar a caballo y él sonreirá como
no pudo volver a sonreír desde que le robaron lo que era suyo.
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