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10 mar 2014

CUANDO SE EMPEZO A JODER EL PERU

Jaime Bayly,Un hombre en la luna
 

Roberto Letts fue víctima de un robo del que no alcanzó a recuperarse: le robaron su hacienda, miles de hectáreas, en nombre de la “justicia social” y la “reforma agraria”, lo despojaron de la riqueza que había ganado en una larga vida de trabajo: sus tierras, sus árboles de naranjas y manzanas, sus tractores, sus técnicas de riego y fertilizantes, sus cuadernos apolillados en los que anotaba las deudas
a los bancos y los pagos a los trabajadores, la casa que había reconstruido después del terremoto: todo. A cambio le dieron unos bonos, unos papeles que no valían nada y que, con descaro, convalidaban la estafa, el robo.
Los recuerdos que tengo de don Roberto en su hacienda son felices: un hombre libre, prosperando, trabajando sin desmayo para recoger y vender naranjas y manzanas, un hombre de campo subido en un caballo o un tractor, recorriendo sus tierras, vigilando que las plagas no dañasen los árboles, piropeando a las mujeres del campo, a todas las mujeres, incluso a las que no parecían tan guapas. No era un hombre de ideas, un intelectual: era un hombre de trabajo, un hombre de negocios, un hombre de campo. Lo que tal vez lo definía era su premura para levantarse al alba, su impaciencia para salir a trabajar de sol a sombra. Nada lo detenía, era una fuerza de la naturaleza, un hombre resuelto a sobreponerse a las adversidades y prevalecer.
Amaba a su esposa, a sus nueve hijos, a sus incontables nietos, y no le faltaba el tiempo para dedicar un momento de afecto y ternura a cada uno de ellos. No sabía (cómo podía saberlo: era un hombre extraño a la deslealtad y la perfidia, un hombre leal, íntegro, que no veía la emboscada artera porque no era capaz de imaginarla) que una conspiración de militares y curas le quitaría sus tierras y lo condenaría a ser un empresario despojado de su patrimonio, expoliado, estafado, víctima de un abuso que lo humilló y redujo a la insoportable condición de hombre de campo sin campo, hacendado sin hacienda, persona a la que han robado y no tiene derecho a reclamar y además la insultan.
Tamaña injusticia, despojar a un hombre del fruto de sus esfuerzos de toda una vida, su patrimonio, la riqueza que había ganado honradamente, fue perpetrada por una pandilla de conspiradores militares que asaltaron las libertades y la propiedad privada, aplaudidos por los curas y los intelectuales de moda: como los militares no eran propietarios de nada, y los curas tampoco, y los intelectuales de moda mucho menos porque vivían en el mundo conveniente de las ficciones, les pareció un acto de “justicia social” robar las tierras de los hacendados, acusándolos de ser crueles, mezquinos, desalmados, unos sujetos viles que explotaban a los más débiles.
Pero don Roberto no era así. Yo lo conocí y nadie me va a contar la historia que vi con mis propios ojos: don Roberto era generoso con los hombres y mujeres que trabajaban a su lado en el campo, los llamaba por sus nombres, velaba por ellos, se preocupaba cuando se enfermaban, procuraba ser justo con todos. Nadie es perfecto desde luego, nadie puede ser virtuoso todo el tiempo, no sería humano exigir santidades a un hombre de campo que se afanaba por recoger naranjas y manzanas: yo no sé si don Roberto era santo o no, lo que sé con toda seguridad es que, con sus defectos y sus vicios tan humanos, era el dueño legítimo de su hacienda y nada justificaba quitársela, echarlo como apestado y prohibirle que volviera.
Eso fue un robo, un robo a mano armada, un robo que lo dejó destruido, arruinado. Lo que quedó de él después de ese robo insolente y descarado, aplaudido por la prensa y los intelectuales, santificado por el cardenal de turno, fue, comprensiblemente, el rencor. Los recuerdos que tengo de él cuando, escapando de mi padre, me refugié en su casa y busqué en su compañía un aliento paternal, no son felices: veo todo el tiempo a un hombre amargado, ofuscado, herido, hecho polvo, soñando con las tierras que le quitaron, tratando de recuperarlas, mandando cartas a los periódicos para que alguien hiciera justicia y le devolviera lo que era suyo. Pero a nadie le importaba la rabia y el rencor legítimos de un hombre de trabajo despojado de su riqueza. Los intelectuales, los escritores, los adulones de la conspiración, los militares, los curas y sus monaguillos, todos estaban encantados con esa forma curiosa de “justicia social” que consistía en robar la propiedad de un individuo para entregar ese bien robado a un número incierto de individuos, al “pueblo”, a “los campesinos”.
Pobre don Roberto, nun-ca pudo recuperarse de esa indignidad, ese despojo, esa afrenta innoble. Todo el tiempo que pudo sobrevivir luego de la traición, veinte largos años, fue un hombre consumido por la fiebre del rencor: discutía con sus enemigos, reñía a gritos con ellos, se le tensaban el rostro y el pecho, daba golpes al aire, maldecía al general y al cura que lo habían arruinado, no se resignaba a ser un viejito con un bastón y unos bonos que no valían nada y una lupa para leer los avisos clasificados del periódico, buscando unas tierras que le permitiesen volver al campo, sembrar árboles, compras tractores, prosperar. Pobre don Roberto, tuvo que aprender a sobrevivir con la rabia y el rencor veinte largos años en los que nadie le devolvió lo que era suyo. Gracias a Bobby, su hijo, no pasaba por apuros económicos y vivía en una casa tranquila con balcón a la calle, esperando a que su mujer lo llamara para comer arroz con huevo frito y pan con mantequilla y azúcar, todo junto, todo a la vez, una espera que a veces nos sorprendía tomando un whisky y fumando un cigarrito y hablando de política y mirando a la calle cuando pasaba una señora (cómo le brillaban pícaros los ojos a don Roberto cuando se le asomaba la tentación en el andar cadencioso de una mujer, de cualquier mujer, de pronto algo en él renacía y no todo estaba perdido, de pronto sus ojos refulgían de esperanza y deseos), pero la tranquilidad económica de saber que Bobby pagaría todas las cuentas no alcanzaba para devolverle la intranquilidad viciosa de saberse un hombre robado, estafado, humillado.
Don Roberto se levantaba de madrugada, al alba, como si tuviera que salir a recoger naranjas y manzanas en un tractor o a caballo, pero ya no tenía sus tierras, sus tractores, sus caballos, solo tenía a mano un bastón y una lupa y con ellos caminaba hasta su escritorio a leer los periódicos y batirse de esa manera empecinada y agria con las noticias, que, desde luego, siempre eran malas, torcidas, injustas: con qué rabia y rencor esperó alguna vez la noticia de que sus tierras le fueran devueltas, con qué desolación tuvo que resignarse a vivir sabiendo que nadie repararía el robo del que había sido víctima. Y entonces salía presuroso a caminar con su bastón a media mañana, hablando solo, peleando con todos sus despreciables enemigos, convocándolos, insultándolos, retándolos a duelo, abofeteándolos en el aire viciado, el rostro y el pecho tensos, poseídos por esa fiebre incurable que es el rencor. Con qué altivez y dignidad caminaba, midiendo su autoridad en cada paso, dándose prisa, caminando como caminan los hombres de trabajo que saben que la riqueza hay que ir a buscarla porque no vendrá a tocar la puerta de su casa.
Adónde iba tan de-prisa don Roberto aquellas mañanas en las que con suerte yo lo acompañaba, al tiempo que ajusticiábamos con improperios a los canallas que lo habían arruinado: al banco, a una agencia bancaria, a ponerse en la fila y esperar humildemente su turno y retirar unos billetes en efectivo. No los necesitaba, no le hacían falta, no le debía nada a nadie ni, gracias a Bobby, tenía urgencia por comprar nada, lo que le impedía relajarse, reposar y estar tranquilo, sosegado, retirado, era su naturaleza invencible, su espíritu de trabajo, sus ganas de hacer algo con bríos y empeño, aunque solo fuera ponerse en la fila de un banco y calcular cómo iban quedando diezmadas sus reservas.
Desde entonces no creo en los militares ni en los curas ni en los intelectuales que aplaudieron tan contentos esa abusiva confiscación de la propiedad privada. Don Roberto ya no está, pero su espíritu vive en sus hijos y sus nietos y en ese sentido es inmortal, o lo es al menos mientras algunos lo recordemos con el amor que él sembró en nosotros. Yo, que no creo en nada, que solo creo en el respeto a la propiedad privada, a los ahorros de una larga vida de trabajo, quiero creer que algún día volveré a verlo en la hacienda que le quitaron y entonces saldremos a montar a caballo y él sonreirá como no pudo volver a sonreír desde que le robaron lo que era suyo.

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