Por Gustavo Espinoza M. (*)
El búfalo es un gran bóvido
procedente del sueste asiático. En sus orígenes, habitó en el oriente, y
en el norte de África, pero también en el corazón de Europa, en los
Balcanes, y en Australia. Más recientemente, apareció en las praderas
norteamericanas, y fue casi un símbolo usado por quienes se
lanzaron a
“la conquista del oeste”. .
De modo general, se admite que es muy
fuerte, de poca inteligencia, que obra guiado por impulsos y puede
atacar sin miramientos a todo lo que tiene al frente. Quizá por eso el
ingenio peruano calificó de “búfalos” a los comandos operativos del
Partido Aprista destinados a generar violencia y hostilizar a las
fuerzas políticas contrarias o competitivas con relación al Partido de
la Estrella.
Se recuerda el accionar de “los búfalos” el 7 de
diciembre de 1945, en un mitin que concluyó a capazos y que se refería a
una Ley de Imprenta que se debatió en la época. Yo, conocí la acción de
la bufalería después, en los años de “La Convivencia”, ese gobierno que
-entre 1956 y 1962- hizo que se dieran la mano apristas y banqueros
para “restaurar las libertades” luego de la dictadura de Odrìa. Lo que
hicieron, fue proteger y preservar los intereses de la clase dominante,
descargando brutalmente la crisis sobre los trabajadores.
En esos
años “la convivencia” funcionó con precisión de relojería suiza en el
mundo laboral. Los apristas formaban sindicatos con la anuencia de los
empresarios y el avenimiento de las autoridades de trabajo. Luego,
presentaban un pliego salarial ya concertado que era aceptado por todos.
Eso fortalecía a la dirigencia aprista del Sindicato y le permitía ser
la base de la federación del sector y de la central obrera. Así se hizo
imbatible -durante algunos años- el sindicalismo amarillo.
Las
cosas cambiaron cuando los trabajadores comenzaron a tomar conciencia de
su capacidad de lucha. Entonces rebasan los límites de los “pliegos”
exigían mayores incrementos salariales y condiciones de trabajo que no
estaban pactadas. Si los dirigentes sindicales apristas no lograban
impedir que esas demandas se incluyeran, las empresas las rechazaban sin
miramientos y la autoridad de trabajo les daba la razón.
Sin los
beneficios esperados, la asamblea sindical podía aceptar a
regañadientes las explicaciones de las cúpulas -“pedimos mucho,
compañeros”- o más bien rechazarlas. En ese momento, operaban “los
búfalos”, personas que nada tenia que ver con el sindicato, pero que
entraban a las asambleas para “proteger la seguridad de los dirigentes”.
Repartían golpes de manopla, o cachiporra, a diestra y siniestra. .
Eso
no era fácil a nivel del sindicato base, porque la gente se conocía y
ofrecía mayor resistencia, pero funcionaba a la perfección en la
asamblea federal, donde participaban trabajadores de distintas fábricas,
que no se conocían personalmente. Unos decían ser obreros de otra
fábrica, indignados por la crítica “injusta” contra los dirigentes de la
federación correspondiente.
Así se mantuvo el esquema algunos
años, pero con el agravamiento de la crisis y la política reaccionaria
del gobierno, la cosa se hizo visible. Las masacres de Comuneros de
Pasco, o las matanzas de obreros agrícolas en Rancas, Paramonga,
Calipuy, Pátapo o Pucalá, para citar algunas, hizo que la gente saliera
a la calle y que la Centra Obrera se viera forzada a tomar posición.
Ocurrió así el Paro Nacional del 13 de mayo de 1960, decretado a
regañadientes por la dirigencia de la CTP contra la represión salvaje
que había costado la vida a comuneros en distintos lugares del país.
Nosotros,
estudiantes entonces protagonistas de la Huelga Nacional Universitaria
que comenzara el 3 de mayo y se prolongaría hasta inicios de junio por
la categoría universitaria para La Cantuta y el Co Gobierno para las
Facultades de Medicina; imprimimos volantes y salimos a repartirlos en
la concentración sindical programada para el Parque Universitario.
Conocimos allí, en vivo y en directo, el accionar de la bufalería
aprista.
La dirigencia sindical de ese partido había dispuesto dos
acciones que nos afectaban directamente: que no se permitiera presencia
de estudiantes en la manifestación, y que se impidiera el reparto de
volantes. Como infringíamos ambas disposiciones, simplemente nos
agarraron a palos y nos “sacaron” de la plaza sin miramientos. En el
extremo, para quitarnos los volantes que teníamos nos persiguieron hasta
la Casona de San Marcos en medio de gran violencia.
A partir de
allí la lógica que se impuso en la calle era simple: cuando queríamos
pedir algo, o protestar contra algo, convocábamos mítines en el Parque
Universitario o en otro lugar. A la concentración llegaba un número de
estudiantes con banderolas y pancartas. Inmediatamente éramos rodeados
por un grueso contingente policial que levantaban un férreo anillo en
torno a nosotros para que nadie “molestara la concentración”. En ese
espíritu, se ahuyentaba a quienes llegaban después, y se les decía que
no podían pasar porque “había un mitin comunista”. Podían contagiarse,
claro.
A poco de iniciada nuestra concentración, se abría el
férreo anillo policial que nos rodeaba y por el boquete ingresaba
gritando consignas un contingente de activistas apristas provistos de
manoplas, cadenas, cachiporras e incluso armas de fuego; eran los
búfalos. Ellos nos atacaban, nos golpeaban brutalmente y dispersaban la
protesta. Luego la policía intervenía para “evitar disturbios” y
“enfrentamientos entre estudiantes”. Así decía.
En enero del 62
la historia dio un viraje: estudiantes y trabajadores organizamos una
brigada de autodefensa que actuó en un mitin en la Plaza Unión. Los
apristas nos atacaron, y lograron imponerse brevemente, pero no
resistieron la contraofensiva y debieron huir en desbandada. En el
camino fue retenido un periodista aprista y una dama norteamericana
–Carolina Mac Williams- que, armada con una pistola- disparó contra la
gente. Ellos fueron copados y entregados formalmente a las autoridades.
En
el interior de la Universidad de San Marcos las cosas no eran
diferentes: los búfalos disolvían a palos nuestras concentraciones, que
no resistían los embates armados que se ejecutaban por parte de los
activistas encabezados por un maleante apellidado Godomar, que era ajeno
a la Universidad pero se hacía pasar como “estudiante libre” del área
de economía.
Llegó un momento en que nos hartamos de eso y optamos
por proteger nuestras propias acciones. Surgió así un obrero de la
construcción, apellidado Carrizales, que se hizo famoso.
Carrizales
era un hombre físicamente fuerte. Diestro en luchas, sabía desarmar a
un delincuente que tuviera al frente y reducir a la impotencia a los
agresores. Locuaz, acompañaba con risa estentórea su presencia en las
manifestaciones. Pronto se hizo famoso, y temido por las hondar
apristas.
Bastaba que nosotros corriéramos el rumor -“va a venir
Carrizales…”- para que los búfalos se retiraran cautamente. O que
simplemente evocáramos su nombre como consigna en cualquier
enfrentamiento, para que se encogiera el cuerpo de nuestras atacantes. A
Carrizales le temían de verdad.
No era un matón ni un
delincuente. Era un obrero de construcción civil que asistía a nuestro
llamado con un grupo de sus compañeros -casi nunca eran más de veinte-
pero que manejaban las situaciones de conflicto con maestría singular, y
hacían correr desesperadamente a nuestros atacantes.
Desde
aquellos años, casi, los búfalos “desaparecieron”. Volvieron una vez, en
febrero del 73 cuando buscaron atacar la columna de la CGTP que
marchaba por Alfonso Ugarte rumbo al hospital militar donde estaba
internado el Presidente Velasco. Les respondimos firmemente, y no
volvieron por el vuelto.
El 5 de febrero del 75 no fueron
propiamente los búfalos, sino los Comandos de Acción” del APRA los que
operaron. Eran otra cosa: especialistas en atentados terroristas,
acciones armadas, violencia de choque en niveles más altos. Con ellos
-se recuerda- estuvo Alan García. Hicieron lo que el país conoce, y
quedaron impunes.
Ahora, pareciera que se disponen a volver unos y
otros. Por lo menos un remedo de ambos fue lo que actuó en el Hotel
Riviera el miércoles pasado contra el congresista Sergio Tejada. Querían
acabarlo, opacarlo, destruirlo. Querían, en realidad, impedir que se
divulgara lo que ha investigado la Mega Comisión que tuvo en el
banquillo a García y que estableció indicios razonables de actos
delictivos.
Si un deber tenemos los peruanos, es impedir que la
bufalería retorne al escenario para imponer -otra vez- la ley de la
selva. Ya no está Carrizales, pero estamos todos, para impedirlo. (fin)
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