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22 ene 2015

POBRE VIEJO, DON ANSELMO

Pastillita para el Alma 18 – 01 – 15

Esta es una historia, mitad real y mitad fantasiosa, pero, al fin y al cabo, es la cruda verdad de algunos provincianos que llegan, contra su voluntad,  viejos y viudos, a la gran ciudad, disque para recibir los “cuidados amorosos” de los hijos que ayer andaban, sin que les falte nada, con los pies descalzos en la chacra de sus padres y ahora bien casados, profesionales y con plata, usan zapatos marca Diamante, Rímac
y zapatillas Nike y Adidas.
El viejo llega, cargado con una maleta de cuero, en la que camuflada viene su alforja cargada de recuerdos y de un único pantalón de bayeta tejido por su difunta, de color azul como el cielo de su tierra y blanco como la pureza de sus acciones.
Llega confundido por la bulla de la gente y sofocado por el largo viaje desde su provincia, en el último asiento de un viejo ómnibus, casi destartalado que lo deja en una de esas estaciones de una calle concurrida y donde lo espera, el  hijo en un carro último modelo, de color rojo grosella y con asientos de cuero y antes ni siquiera darle el abrazo de bienvenida, lo primero que lo dice, es que tiene que arrojar a la basura, ese sombrero de paño color negro despercudido, porque a su esposa no le iba a gustar que lo use en su casa.
Don Anselmo un hombre viejo, que anda sobre los 80 años, ese hombre duro, de músculos de acero, de mirada airada, con una alma de niño, aquel que se fajó cultivando la tierra, criando sus vacas para que no le falte la pensión a sus retoños, para que se  hagan profesionales, tiene que bajar los ojos y en la velocidad de un pestañeo, rueda una lágrima por sus mejillas, que más que agua es un montón de sentimientos que caen al suelo y se diluyen en los pasos que regala la vida.
Don Anselmo, piensa, que largo fue el  recorrido hasta su destino y luego, tantas recomendaciones de su hijo, cosas que él,  las hacía con cariño a diario y de las que ahora, tiene que aprender.
Que lujosa la casa de su hijo, con sus paredes blancas y su techo a dos aguas, con ventanas de vidrios pavonados y los pisos relucientes de mármol, con muebles de caoba brillosos, con alfombras de colores, cortinas de terciopelo y hermosos cuadros en las paredes.
Que hermosa la esposa de su hijo, esbelta y rubia de cabellos lacios que lo llegan a la cintura, ojos azules con largas pestañas, bien maquillada y un perfume que se esparce por toda la casa.
Los hijos son dos mozalbetes entre 8 y 10 años, que lo miran recelosos desde lejos y en un idioma que no entiende, intercambian frases y se echan a reír para desaparecer en un amplio y hermoso jardín al borde de una piscina de agua limpia y cristalina.
La señora que apenas le dio la mano, llama a la sirvienta y le dice: Anatolia acomoda a Anselmo en el lugar que ya tenemos preparado.
  • Señor sígame, deje su maleta  que ya viene a recoger el mayordomo.
Don Anselmo, atraviesa el jardín, de césped bien cuidado, con rosales y geranios y árboles de pinos cerca a la pared, llegan a un lugar donde hay una escalera de caracol que lo conduce a la azotea para conducirle a un cuarto sombrío, con una cama de una plaza, su mesita de noche y una silla de madera.
  • Gracias señorita, pero por favor aquí ¿dónde se hace la pila?
  • Está al final del pasillo, detrás de mi dormitorio, pero tenga cuidado de mantenerlo limpio.
Anselmo acostumbrado a su chacra, a su cerco de pencas, al costado de los maizales o a su silo al pie de una mata de pajuro, ahora se la ve con un baño, diferente al wáter que tenía su cadena con su tanque en alto, que en una vez vio en el Hotel Comercio, cuando vino a Lima, pero ahora no había cadena y solo una especie de pestillo que jaló muy desconfiado.
Era medio día y sus tripas hacían dur dur en su barriga con el hambre y esperaba que lo llamen para almorzar, cuando se escuchó la voz de Anatolia que lo llamaba a la cocina, donde no había mates ni cucharas de palo, eran platos de loza que en su pueblo solo lo utilizaba cuando lo visitaba el señor cura. Receloso terminó de comer, quiso lavar el plato, pero le dijeron que era la máquina lava platos lo que hacía eso.
Difícil contar todas esas peripecias, que sufrió don Anselmo,  pero que caray, los hombres no saben rendirse,  como lo dijo su padre allá en la chacra cuando lo tumbó el caballo alazán y ahora, no le quedaba más y tenía que seguir bregando, soportando todas las ofensas e incomodidades ante la indiferencia de su hijo, al que solo lo veía el día domingo, así de pasadita cuando conversaba con unos señores y unas mujeres copetudas, que se bañaban en la piscina y comían pedazos de carne asada en uno fogones de rejillas de metal, con abundante vino y licores de varias marcas, que se daba cuenta cuando en la tarde limpiaba y arreglaba el jardín.
Un día quiso protestar y se dio cuenta que ya era muy tarde para volver al pasado y lo único que le quedaba era  resignarse a no perder ni a echarse atrás, sino a adaptarse a las nuevos embates que le daba la verdad de su situación de viejo, inservible, enfermo y arrimado.
Ya no le haría mella cuando  la señora Eloisa, esposa de su hijo, dijera una vez delante de sus amigas, que era “el jardinero y porque no tenía donde vivir lo habían acomodado en la azotea”…, ya no le importaba cuando todas las tardes tenía que sacar a los perros mastines para pasearlos por el parque provisto de una bolsa de plástico para recoger los excrementos de los canes…, tampoco lo hacía mella cuando lo resondraban por pisar el césped, tender su ropa en lugares no indicados, o cuando en forma despectiva e hiriente le ordenaron que tenía que lavarse los pocos dientes que tiene, después que le dieron de regalo un chocolate o una cocada.
En la soledad de sus sentimientos se repetía que jamás quedará vencido por no tener cariño o porque se derritieron sus ilusiones, como la “injundía” de gallina cuando se lo ponía al sol y se hacía el sano  propósito que nadie lo señalaría por sus sufrimientos. Era posible ser visto decaído y melancólico, pero nunca en el fango, por haber perdido su dignidad y jamás de los jamases, será como esas hojas tiradas al viento o como las ramas y los troncos que arrastra el caudaloso río de su tierra.
Nunca se arrepentirá de haber trabajado rompiéndose los forros para mantener a sus hijos, ni haberse despojado de sus bienes cuando ellos le pidieron.
Pensaba, cómo podría retroceder en el tiempo, para volver a despertar a su hijo allá  lejos en el monte, cuando las vacas mugen y los becerros braman pidiendo leche, deseaba otra vez escuchar el canto de la alondra y los zorzales  perdidos entre los limoneros y los naranjales…, deseaba acariciar otra vez el mechón de pelos en su cabecita reposando en el tronco de nogal que le servía de almohada y escuchar a su difunta esposa hervir el cántaro de chocolate “poshqueando” con el baile del molinillo y oler las deliciosas cachangas que se doran en la “cashque” con la candela de la chamiza y de los tayangos.
Ahora todo es imposible, para don Anselmo, con sus años cargando a cuestas, cuando el dolor le hiere el alma y lo atraviesa los huesos, como fieros puñales que se clavan en su carne, cuando lejos de sus querencias, sin esposa, sin hijos, sin hermanos y aún sin amigos, ahora es una piltrafa humana que muestra una sonrisa para la gente, pero esa es solo el retrato de sus horas lúgubres sumido en la soledad de sus recuerdos y en su mirada taciturna, hay una expresión de amor y de perdón, para el hijo que trajo al mundo y ahora es un guiñapo doblegado por el mal carácter y el espíritu dominante de su mujer.

  Jorge REINA Noriega
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