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11 feb 2016

Por: César Hildebrandt
No fui justo con Fernando Terry. No fuimos justos. No le perdonamos nada. Y ahora que la política peruana parece a veces un muladar es bueno recordar lo mejor del legado de Belaunde: su probada honradez, su incapacidad total para la rapiña.
Belaunde murió en un departamento de 50,000 dólares que, años atrás, había comprado Violeta Correa, la compañera de toda la vida. Belaunde había vendido su casa de Inca Rípac, en Jesús María, y había hecho lo mismo con su departamento playero en la playa La Honda. Parte de ese dinero se lo había ido gastando en pequeños gustos y con lo que quedó -más la ayuda de algunos accionpopulistas- había accedido a un departamento mesocrático, amoblado sin ninguna demasía. Pero pasada su segunda presidencia, más que octogenario, vendió esa última propiedad, obtuvo por ella 90,000 dólares y repartió ese dinero entre sus tres hijos. Sabía que la muerte lo había empezado a rondar.
Por esos años, Violeta había recibido una escueta herencia. Con ese dinero unos 50,000 dólares- compró el piso donde ambos vivirían lo que les quedaba de vida y donde ella se moriría porque la muerte siempre es una traición- antes que Belaunde.
Dicen que Belaunde jamás pensó que sobreviviría a quien había sido la mujer que lo sacó de la pena y lo liberó de la sonrisita limeña. Dicen que quedó devastado y que miró la muerte como un modo de reunirse con Violeta. En el entierro de su mujer, el arreglo floral que le dedicó tenía encima una tarjeta sencilla con una sola frase escrita con caracteres de anuncio: ¡Espérame!
De Belaunde se puede decir que no hizo esto y que omitió aquello, que permitió la proximidad de los PPK y las mañas de Ulloa y las representaciones de Rodríguez Pastor. Se puede decir también que la conquista del Perú por los peruanos sonaba a campanario antiguo y a tautología de bandera. Y hasta puede decirse que con Belaunde el arte de cerrar los ojos a la realidad adquirió ribetes de tragicomedia. Le sucedió cuando llamó abigeos a los guerrilleros de los 60 y cuando reincidió en algún adjetivo bandoleril en el momento en que Sendero asomó su sangrienta pezuña.
Pero también habría que decir y no se dijo a tiempo, no lo supimos decir a tiempo- que Belaunde reivindicó la serenidad del centro, la naturalidad del justo medio, el pragmatismo tranquilo del sentido común. Porque este hombre de modales pensados y hablares de lavanda jamás fue tentado por ningún extremo. La mesura fue su gran pasión.
Y lo más importante: Belaunde no tocó un centavo del tesoro público, no se hizo rico en la presidencia de la República, no se ensució en contabilidades invisibles ni firmó declaraciones juradas plagadas de mentiras.
Y hoy que la política peruana consagra la impunidad y azuza el saqueo -desde los pollos de un pobre diablo llamado Anaya hasta los negocios de aguas servidas próximos a consumarse en lo de Taboada-, hoy es preciso decirle a los jóvenes que la política de este país supo también de gente decente que llegó al poder sin dinero y salió del poder sin dinero. Sin dinero pero con honor.
Y es bueno que lo escriba un periodista que fue implacable con Fernando Belaunde. Un periodista que hoy extraña a rabiar esa perseverancia en el decoro que hoy agiganta su figura.










Marlene SantillQuien es Civil de Guardia?

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