Celebramos la fiesta del apóstol y evangelista san Mateo. Celebramos
la historia de una conversión. Él mismo, en su evangelio, nos cuenta
cómo fue el encuentro que marcó su vida, él nos introduce en un «juego
de miradas» que es capaz de transformar la historia.
Un día, como
otro cualquiera, mientras estaba sentado a la mesa de la recaudación de
los impuestos,
Jesús pasaba y lo vio, se acercó y le dijo: «“Sígueme”. Y
él, levantándose, lo siguió».
Jesús lo miró. Qué fuerza de amor
tuvo la mirada de Jesús para movilizar a Mateo como lo hizo; qué fuerza
han de haber tenido esos ojos para levantarlo. Sabemos que Mateo era un
publicano, es decir, recaudaba impuestos de los judíos para dárselo a
los romanos. Los publicanos eran mal vistos e incluso considerados
pecadores, por lo que vivían apartados y despreciados por los demás. Con
ellos no se podía comer, ni hablar, ni orar. Eran traidores para el
pueblo: le sacaban a su gente para dárselo a otros. Los publicanos
pertenecían a esta categoría social.
En cambio, Jesús se detuvo,
no pasó de largo precipitadamente, lo miró sin prisa, con paz. Lo miró
con ojos de misericordia; lo miró como nadie lo había mirado antes. Y
esta mirada abrió su corazón, lo hizo libre, lo sanó, le dio una
esperanza, una nueva vida como a Zaqueo, a Bartimeo, a María Magdalena, a
Pedro y también a cada uno de nosotros. Aunque no nos atrevamos a
levantar los ojos al Señor, Él nos mira primero. Es nuestra historia
personal; al igual que muchos otros, cada uno de nosotros puede decir:
yo también soy un pecador en el que Jesús puso su mirada. Invito a que
en sus casas, o en la iglesia, hagan un momento de silencio para
recordar con gratitud y alegría aquellas circunstancias, aquel momento
en que la mirada misericordiosa de Dios se posó en nuestra vida.
Su
amor nos precede, su mirada se adelanta a nuestra necesidad. Él sabe
ver más allá de las apariencias, más allá del pecado, del fracaso o de
la indignidad. Sabe ver más allá de la categoría social a la que podemos
pertenecer. Él ve más allá esa dignidad de hijo, tal vez ensuciada por
el pecado, pero siempre presente en el fondo de nuestra alma. Él ha
venido precisamente a buscar a todos aquellos que se sienten indignos de
Dios, indignos de los demás. Dejémonos mirar por Jesús, dejemos que su
mirada recorra nuestras calles, dejemos que su mirada nos devuelva la
alegría, la esperanza.
Después de mirarlo con misericordia, el
Señor le dijo a Mateo: «Sígueme». Y él se levantó y lo siguió. Después
de la mirada, la palabra de Jesús. Tras el amor, la misión. Mateo ya no
es el mismo; interiormente ha cambiado. El encuentro con Jesús, con su
amor misericordioso, lo ha transformado. Y atrás queda el banco de los
impuestos, el dinero, su exclusión. Antes él esperaba sentado para
recaudar, para sacarle a otros, ahora con Jesús tiene que levantarse
para dar, para entregar, para entregarse a los demás. Jesús lo miró y
Mateo encontró la alegría en el servicio. Para Mateo, y para todo el que
sintió la mirada de Jesús, sus conciudadanos no son aquellos a los que
«se vive», se usa y se abusa. La mirada de Jesús genera una actividad
misionera, de servicio, de entrega. Su amor cura nuestras miopías y nos
estimula a mirar más allá, a no quedarnos en las apariencias o en lo
políticamente correcto.
Jesús va delante, nos precede, abre el
camino y nos invita a seguirlo. Nos invita a ir lentamente superando
nuestros preconceptos, nuestras resistencias al cambio de los demás e
incluso de nosotros mismos. Nos desafía día a día con la pregunta: Nos
desafía día a día con la pregunta: ¿Crees? ¿Crees que es posible que un
recaudador se transforme en servidor? ¿Crees que es posible que un
traidor se vuelva un amigo? ¿Crees que es posible que el hijo de un
carpintero sea el Hijo de Dios? Su mirada transforma nuestras miradas,
su corazón transforma nuestro corazón. Dios es Padre que busca la
salvación de todos sus hijos.
Dejémonos mirar por el Señor en la
oración, en la Eucaristía, en la Confesión, en nuestros hermanos,
especialmente en los que se sienten dejados, más solos. Y aprendamos a
mirar como Él nos mira. Compartamos su ternura y su misericordia con los
enfermos, los presos, los ancianos o las familias en dificultad. Una y
otra vez somos llamados a aprender de Jesús que mira siempre lo más
auténtico que vive en cada persona, que es precisamente la imagen de su
Padre.
Sé con qué esfuerzo y sacrificio la Iglesia en Cuba trabaja
para llevar a todos, aun en los sitios más apartados, la palabra y la
presencia de Cristo. Una mención especial merecen las llamadas «casas de
misión» que, ante la escasez de templos y de sacerdotes, permiten a
tantas personas poder tener un espacio de oración, de escucha de la
Palabra, de catequesis y vida de comunidad. Son pequeños signos de la
presencia de Dios en nuestros barrios y una ayuda cotidiana para hacer
vivas las palabras del apóstol Pablo: «Les ruego que anden como pide la
vocación a la que han sido convocados. Sean siempre humildes y amables,
sean comprensivos, sobrellevándose mutuamente con amor; esfuércense en
mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4,2).
Deseo
dirigir ahora la mirada a la Virgen María, Virgen de la Caridad del
Cobre, a quien Cuba acogió en sus brazos y le abrió sus puertas para
siempre, y le pido que mantenga sobre todos y cada uno de los hijos de
esta noble nación su mirada maternal y que esos «sus ojos
misericordiosos» estén siempre atentos a cada uno de ustedes, sus
hogares, familias, a las personas que puedan estar sintiendo que para
ellos no hay lugar. Que ella nos guarde a todos como cuidó a Jesús en su
amor.
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